Que tu amor sea tan incondicional como el de una madre, tan intenso como el de un amante, tan duradero como el de una hermana.
En un remoto pueblecito costero del sur del Japón, vivía un matrimonio con tres hijas.
La mayor, Tomomi, tenía el cabello negro como el azabache. Era una muchacha seria y trabajadora, y también tenía muchos talentos ocultos. Talentos que sólo salían a relucir cuando se reunía con sus hermanas.
La mediana se llamada Keiko, y era la más divertida de las tres. Le gustaba mucho reír y tenía un corazón de oro. Era una gran amante de los animales, y siempre encontraba ocasiones para rescatar algún animal herido.
Al ver nacer a Keiko con cabellos plateados, su padre —un rico comerciante de negro corazón— huyó asustado, abandonando a su mujer con las niñas porque temía que aquello no fuera sino presagio de una terrible desgracia.
Sin embargo, aquellos cabellos de brillante color plateado como un cielo tormentoso eran producto de una rara —aunque inocua— alteración genética que también había afectado a la mayor, aunque dotando a sus cabellos de un profundo color negro. Por lo demás, Keiko creció como una niña llena de vitalidad y alegría.
Fueron sin embargo años muy duros hasta que la abuela de las niñas convenció a la madre para que aceptara la proposición de boda de un pobre pescador de la aldea, que apenas podía proporcionarles una pequeña cabaña donde vivir.
Este pescador, sin embargo, amaba de verdad a la madre y a sus dos hijas, a las que aceptó como propias hasta que su mujer pudo darle una hija, a la que llamaron Yuki —Nieve— porque había heredado de sus hermanas aquella rara disposición genética, de forma que su cabello era, no negro ni plateado, sino totalmente blanco —aunque no albino, sino de un casi cegador níveo brillo.
Yuki, como la menor, era también la más mimada, no sólo por su madre, sino por sus dos hermanas, que la adoraban y la colmaban de mimos.
Las tres niñas vivieron juntas una infancia sin ningún género de lujos, pero felices, hasta que un día, Tomomi, la mayor, sorprendió a todos al anunciar que había conocido a un apuesto soldado con el que quería casarse cuanto antes.
Sin embargo, el padre de Tomomi, con todo el dolor de su corazón, le pidió que esperara hasta que él pudiera reunir una dote para el matrimonio. Sin embargo, en lugar de la fortuna, fueron negros nubarrones de guerra los que ensombrecieron el horizonte.
Los soldados del emperador, y con ellos el novio de Tomomi, fueron destinados al frente para una campaña que se había anunciado corta y victoriosa. Tomomi quiso seguirlo allá donde fuera, así que resolvieron casarse antes de partir. Fue una ceremonia humilde y triste, porque al día siguiente Tomomi y su marido tomarían un tren a su nuevo destino.
Ya en la estación, repleta de soldados y familias desconsoladas ante la despedida, las tres hermanas se reunieron en una esquina, abrazadas y sin apenas contener la emoción, prometiendo, pasara lo que pasara, reunirse de nuevo al terminar la guerra.
Tras la partida de Tomomi, Keiko anunció que se había enamorado de un joven de la aldea vecina, aunque su oposición a unirse a la guerra le había obligado a vivir en la clandestinidad, en una casa medio derruida en medio de un espeso bosque, donde planeaba esconderse hasta el final de la guerra. El padre prohibió a Keiko irse a vivir con él sin antes casarse, cosa que hubieron de hacer, esta vez en secreto.
La guerra no fue corta ni victoriosa, sino larga, feroz y llena de calamidades y —como en todas las guerras— la miseria acabó abriéndose paso entre las otrora orgullosas filas de soldados del emperador, de sus familias y de todos los súbditos del menguante Imperio del Sol Naciente.
Sin embargo, la amargura por la inminente derrota era también esperanza para las tres hermanas. Esperanza de poder reunirse pronto.
Dicen que es al final de un conflicto cuando más peligroso se vuelve debido a que las personas se relajan un poco. Efectivamente, poco antes de que terminara la guerra, Tomomi recibió un telegrama comunicándole que su marido había perecido sirviendo al emperador en una remota jungla del pacífico. Tomomi, ejerciendo su papel de viuda con una entereza impropia de su juventud, permaneció con sus suegros, consolándoles, hasta que llegó el momento en que pudo partir para reunirse con sus dos hermanas.
Tomomi y Keiko habían acordado reunirse en la estación de una gran ciudad una mañana de agosto para luego partir juntas a casa de sus padres, donde también residía Yuki, a los que pensaban dar una maravillosa sorpresa.
A la hora señalada, las dos hermanas se reencontraron, fundiéndose en un abrazo lleno de emoción. Si alguien hubiera presenciado la escena, hubiera podido oír, sobre sus gritos llenos de júbilo, un rumor en el cielo, un solitario avión plateado sobre un cielo azul. Cuando la alarma aérea empezó a ulular, cansina, casi rutinaria, nadie le hizo caso. La ciudad nunca había sido bombardeada durante toda la guerra.
Pero las cosas pueden cambiar.
Y aquel día, cambiaron para siempre. Una única explosión mató a las dos hermanas instantáneamente, y con ellas cien mil almas más se consumieron en un horno atómico.
Cuando la noticia llegó a la aldea, la madre creyó morir de pena, y sólo el consuelo de la pequeña Yuki pudo evitar que se consumiera en la desesperación de la pérdida.
Porque Yuki le aseguró que habían hecho un pacto, y que de una u otra forma, volverían a reunirse.
Esa noche, dos misteriosas luciérnagas revoloteaban por el jardín de la casita al lado del mar. Pero aunque la pequeña Yuki les hablaba con toda la dulzura de la que era capaz, no obtenía respuesta alguna, así que corrió llorando al templo en busca de consejo. Era ya muy tarde, y Buda aparecía sereno iluminado por las velas.
El templo contenía hermosos Daruma —muñecos votivos sin brazos ni piernas representando al fundador y primer patriarca Zen— obra de un afamado artesano local. Según la leyenda, Daruma perdió sus miembros por falta de uso después de pasarse un montón de años meditando escondido en una cueva.
El artesano, que vivía solo muy cerca del templo, viendo tan desconsolada a la pequeña Yuki y entendiendo su pena, confeccionó dos muñecas de madera representando a sus dos hermanas; la una con el pelo negro como el azabache, y la otra, con una cabellera plateada. No se trataba de simples Kokeshi, muñecas para regalar o desear buena suerte. El artesano tenía algo más en mente para consolar a la pequeña.
—Aquí tienes tus Ehime Daruma. Son princesas, como tú —le dijo al entregarle las figuritas preciosamente pulidas y lacadas—. A partir de ahora, serán tus hermanas.
Yuki pudo por fin contener sus lágrimas al ver en aquellas figuras una hermosa e imperecedera representación de Tomomi y Keiko.
Así, cada día, y durante el resto de su vida, Yuki oraba y colocaba incienso y frutas frescas ante el altar familiar donde las muñecas de Tomomi y Keiko flanqueaban el Buda doméstico.
Yuki tuvo una larga y feliz vida, con hijos que la adoraron y colmaron de honores y muchos nietos, a los que Yuki llevaba de vez en cuando al templito, ahora rodeado de altos edificios de oficinas, donde estaban las muñecas de madera para contarles la historia de sus hermanas.
Así fue, hasta que un radiante día de primavera, Yuki murió.
A la mañana siguiente, la nieta de Yuki llegó corriendo al altar familiar y dio un grito de alegría.
A las dos muñecas de cabellos negros como el azabache y plateados como el cielo tormentoso, se les había unido una tercera, cuyos cabellos de una nívea blancura casi deslumbraban.