La única forma de resolver la paradoja de los viajes en el tiempo es suponer la existencia de infinitos universos donde cada posibilidad se convierte en realidad. En La aventura, Inés murió al arrojarse al vacío desde el balcón de su apartamento. Pero una pequeña diferencia en la velocidad terminal, quizá provocada por un tendedero, o la posición de la cabeza en el momento del impacto, provoca la génesis de un universo totalmente distinto. En este nuevo universo, Inés no muere, sino que se sumerge en el mundo donde residen aquellos a quienes llamamos en estado de coma.
Entonces, cuando llegó al suelo, ella no se detuvo. Se adentró en paisajes emocionales desconocidos. Se dejó perder por inextricables selvas plagadas de bizarros sentimientos y bebió de las fuentes de donde beben los deseos.
Al cabo, se topó con un océano que no pudo atravesar y se preguntó qué dirección tomar. Pero estaba completamente sola y sin nadie a quien pedir consejo. Tampoco distinguió a su izquierda o a su derecha ningún punto de referencia que le atrajera lo suficiente. A su espalda vió avanzar las sombras del ocaso, así que resolvió pasar allí la noche. Del azul oscuro emergieron luceros que tachonaron la bóveda celeste, pero ella ya dormía plácidamente.
Al llegar el alba, un furtivo rayo de sol acarició sus mejillas para despertarla. Abrió sus ojos verdes y miró el horizonte.
Una nave de nívea blancura parecía recorrer la línea que separa el mar del cielo. Agitó sus brazos en señal de saludo, aún sabiendo que a aquella distancia nadie podría desde la nave distinguirla en la costa. Se encontraba extrañamente feliz. Sin embargo, seguía sin saber dónde ir, así que permaneció allí largo rato, hasta que oyó voces cuyo origen no supo precisar. Un sentimiento de desazón embargó entonces su corazón. Se puso en pie, y echó, primero a andar. A su izquierda pudo divisar un grupo de personas que parecían gritar su nombre mientras se acercaban, así que aceleró el paso y les pidió voz en grito que se alejaran. Pero aquellas personas se convirtieron en negra muchedumbre y ella empezó a correr, a correr como nunca lo había hecho. Y llegó a un lago, pero no se detuvo. Se zambulló en el agua, y nadó a gran velocidad, sin apenas esfuerzo, como un delfín.
Luego, sin recordar cómo, bajó a través de concurridas galerías hasta una estación de tren. Pero el tren ya había partido. Así que tuvo que seguir a través de laberínticos túneles a un grupo de personas que también habían perdido su tren, y se sintió muy enfadada.
Pero, de repente y sin saber cómo, se vio a si misma ante una casa de cristal. Toda ella era transparente y dentro pudo divisar la figura de un hombre. El hombre salió de la casa y caminó hacia Inés.
Reconoció aquella cara. Era el hombre al que ella amaba. Sonrió. Se acercó a él sin miedo, y se besaron. Y todo era fácil. Por un momento, temió que tan sólo fuera un sueño pero, ¿por qué temer? ¿No era acaso la vida toda un sueño? La sabiduría de este pensamiento terminó de convencerla de que no soñaba. Las personas que sueñan no piensan, tan sólo sienten, se dijo.
-Dime una cosita -preguntó-. ¿Has venido a buscarme?
-Sí.
-Hmm, ¿dónde vamos?
-Vamos a pasear un poco.
Iván la tomó de la mano y ambos se pusieron a andar por un campo cercano, poblado de maravillosos lirios que iban despidiendo una fragancia de una dulzura inexplicable. Inés se sentía tan feliz al lado de Iván. Era una sensación que alcanzaba cada átomo de su cuerpo, como si estuviera drogada o algo por el estilo. Ella reconocía esa sensación, y era adicta a ella.
Pero Iván estaba taciturno. Miró su mano y ella se la asió con más fuerza, pero la mano se iba desdibujando sin remedio, y esto empezó a provocar angustia en el pecho de Inés.
Finalmente, Iván se dirigió a ella en voz muy suave y con mirada arrobada.
-Bueno, creo que va siendo hora de que vuelvas con los tuyos, ¿no te parece?
-Yo quiero estar contigo -protestó débilmente Inés.
-Siempre estarás conmigo -replicó Iván con ternura-, pero ahora tenemos que separarnos. Quiero que te des la vuelta y te marches sin mirar atrás.
-Te quiero.
-Te quiero.
-Adiós.
-Adiós.
Inés echó a andar, sin mirar atrás. Sin embargo, tuvo la tentación de hacerlo a los pocos segundos de dejar a Iván. Pero se lo había prometido. Inés siguió andando. Luego, vino el frío. Ruidos, extraños sonidos. Inés sintió miedo. Una cegadora luz la envolvió.
-¿Inés? Mi amor, Inés... ¡Oh, Dios mío, dios mío de mi vida...! ¡Enfermera, enfermera!¡Mi Inés!!Mi Inés ha despertado!