sábado, enero 14, 2012

Sirena

Robert era un hombre atrevido. Aunque ocupado como oscuro funcionario, dedicaba sus fines de semana a ponerse en riesgo con todo tipo de actividades capaces de disparar su adrenalina.

Hasta que un día oyó hablar del mito de las sirenas. Son seres fabulosos que viven en el mar en forma de mujeres jóvenes de una extraordinaria belleza pero con cola de pez. Su canto es tan atractivo que son capaces de hacer perder el juicio a un hombre, arrastrándolo hasta el abismo.

Como actividad de riesgo, dejarse tentar por una sirena le pareció original y suficientemente peligrosa como para poner en alerta todos sus sentidos. Pero las sirenas no atraen a cualquiera. Se tiene que ser un Ulises, o alguien así, o tener suerte. O todo lo contrario.

Había una vez una diosa con cola de pez, que se llamaba Derceto. Quizá fuera ella la primera sirena. Pero Derceto no nació así. Derceto nació como una hermosa muchacha, por lo que fue puesta al servicio de Venus. Pero, al desarrollarse, ofendió a la diosa con su extrema belleza, y Venus, en venganza, le inspiró amor hacia un pastor. De este amor nació una niña, Semíramis, que llegaría a ser reina de Babilonia. Después de nacer su hija, el pastor se enamoró de Venus. O quizá fuera antes, pero lo disimulaba mejor. El caso es que Derceto, llena de ira, abandonó a su hija, hizo matar al hombre a quien había amado y se arrojó al mar dispuesta a suicidarse, lo que los dioses no permitieron. En su lugar, convirtieron en cola de pez sus esbeltas y bien torneadas piernas. Y así es como la belleza de Derceto le trajo desgracia y ruina.

Pero, claro, eso es lo que pasa con algunas chicas guapas, pensó Robert.

Desde aquel drama, y en desquite, las sirenas usan su belleza para atraer a los hombres y se vengan de ellos sin piedad, en pago por la infidelidad del pastor. Y no es cosa de tomárselo a risa.

Así que Robert se fijó en una joven becaria acabada de llegar, y vio en ella a la perfecta sirena. De una belleza de infinitos peligros, Atargatis se expresaba con dificultad en el idioma de Robert, dándole un misterioso encanto. A Robert no le fue dificil captar la atención de la sirena. Pese a tener un triste empleo, disfrutaba del amplio patrimonio que había heredado su esposa, y se podría decir que era feliz en su matrimonio y con sus tres hijos. Además, Robert era atractivo, y aunque nunca se había considerado un conquistador, se puede decir que conseguía lo que quería de una mujer. Todo un botín para una sirena sedienta de venganza.

Y esta vez, quería ver si aquella joven sirena seria capaz de hacerle estrellarse contra los arrecifes, como Derceto se vio impulsada a hacer al no soportar el dolor de la traición.

La primera fase de su plan consistía en seducirla, haciéndose pasar por un marinero. Un hombre sencillo pero de romántico corazón. El plan fue un éxito. A Atargatis no le importó que Robert no fuera tan siquiera un jefe de sección cuando le atrajo con la mirada en aquel rincón del archivo y ambos se besaran apasionadamente por primera vez.

El amor duró unas pocas semanas, y pronto Robert percibió como se iba despertando el apetito trágico de Atargatis, que empezó a rehuirlo y distanciarse, sabedora de que Robert iría tras ella.  Pero Robert no lo hizo, porque quería ver qué sucedía a continuación. Atargatis, en un principio confusa, terminó por aproximarse de nuevo, temerosa de haber perdido su presa entre las redes. Y así, durante los meses siguientes, ambos jugaron al juego del gato y el ratón, tensando la cuerda pero sin romperla jamás. Poniéndose mutuamente al borde de la ruptura, para llegar en el ultimo momento con alguna palabra de amor, algún beso furtivo que evite el adiós.

Robert comprendió que la tragedia exigía que no simulara, que todo peligro fuera real. Así que Robert le pidió el divorcio a su mujer y se despidió de su empleo, renunciando así a una forma de vida que tanto le había costado alcanzar, y le ofreció todo cuanto le quedaba, bien poco, a Atargatis.

Esto fue ya demasiada tentación para la sirena, que consideró que la venganza estaba a punto de cumplirse, a falta de un ultimo detalle. Robert le había ofrecido un costoso anillo de compromiso, que Atargatis aceptó, y ambos se citaron en un puente sobre el río para iniciar a partir de allí una nueva vida.

Pero Atargatis estaba enamorada de otro hombre. Porque Robert no era su pastor, ni estaba destinado a traicionarla, sino a ser traicionado por ella en venganza de aquella antigua ofensa. Todo esto era parte del guión, porque en realidad, todos los personajes estaban siguiendo un cuidadoso plan escrito por los dioses para su diversión mucho tiempo atrás. Pero era un drama que Robert había leído de antemano, y se sentía capaz de disfrutar como si, además de actor, fuera espectador.

Ésta era la esencia del juego: ¿Sería Robert capaz de saltar en el ultimo momento y abandonar el barco antes de estrellarse contra los arrecifes?

Y aquí lo tenemos caminando hacia el puente. Observad cómo se admira en los espejos de los escaparates. ¿Es la imagen de una víctima de un drama representado millones de veces? Robert parece más bien un astronauta embutido en su traje espacial, camino de la torre de lanzamiento.

¿Seré capaz de saltar?

En el otro extremo de la ciudad, Atargatis ha vendido el anillo que le regaló Robert y ha comprado para ella y su amante billetes para el otro hemisferio del mundo. Pero esto no lo sabe aún Robert.

Atargatis se abraza a su amante mientras atraviesan los controles del aeropuerto. Llevan poco equipaje.

Ella es feliz acurrucada en su pecho. Le acaricia. A través de las inmensas cristaleras, ve el incesante tráfico de aviones que parten, que arriban. Llegan al túnel que ha de conducirlos hasta el avión.

De vuelta al otro extremo de la ciudad, Robert ha llegado al puente y mira en derredor suyo. Sabe que Atargatis no vendrá. El drama lo exige. El tráfico es intenso, y nadie parece darse cuenta de que Robert ha empezado a llorar. Pero no sabe el motivo.

Éste es el momento del salto. Cuando cruzas las brazos, cierras los ojos y das el paso hacia el abismo.

En el tunel que ha de conducirlos al avión, Atargatis se ha detenido. Su hombre no se ha dado cuenta y ha caminado unos pasos más hasta que, extrañado, se ha detenido a su vez y se ha girado hacia ella.

—¿Qué pasa? ¿Has olvidado algo? —pregunta.

—No, no...

Pero Atargatis está llorando.

Y piensa:

«¿Seré capaz de saltar?»




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