sábado, septiembre 24, 2011

La aventura

Viernes noche

Ella era un ser erótico por naturaleza, en el sentido de que sentía curiosidad y admiración por el sexo contrario. No le sonrojaba reconocerlo, aunque prefería reservar su corazón para Iván, un muchacho altivo y resabiado, muy celoso y a veces violento. Quizá fuera esa arrogancia la que hubiera rendido Inés a sus pies. Dicen que hay que ser un poco golfo, atrevido, para hacerse con una mujer como Inés. Los demás, los seres de espíritu sensible, carecemos de la despreocupación necesaria para resistir las fuerzas destructivas de una belleza como la de Inés.

Pero aquel día, Iván no estaba. Habían reñido el día anterior por alguna causa tan absurda como todas las que venían enfrentándolos desde hacía años. Iván se había ido en autobús, y había dejado a Inés en la penumbra de su pequeño piso en el bullicioso centro de la capital. Inés había vertido alguna lágrima, obvio, pero pronto el deseo se abrió paso dentro de ella como una fuerza oscura y misteriosa. Se arregló, se maquilló, se puso rimel y zapatos negros de tacón con bolso a juego. Se miró al espejo. Un corto vestido negro, ceñido, hombros desnudos, labios carmesí. Inés era una mujer muy joven, aunque bajo aquella capa de pintura adquiría un aire de sensual sotisticacion que, estaba segura, resultaría letal para cualquier chico guapo que encontrara a su paso.

Cogió su bolso y se dirigió al metro, sin haber siquiera probado bocado para la cena, camino de una cita con sus amigos en una discoteca de moda. Se sentía bien, segura, extrañamente excitada por el hecho de haber roto, siquiera fuera temporalmente, las cadenas que la ataban a Iván. Quizá le amara, pero sabía que ambos no se extrañarían en unas horas. En ese lapso de tiempo, Inés trataría de ser otra. Un animal salvaje, inocente y antiguo, dotado del sentido de la supervivencia. Sí, Inés iría en pos de la vida.

Cuando llegó a la plaza donde se habían citado, sus ojos se concentraron en encontrar las caras familiares de sus amgos y no pudieron ver como un par de  muchachos la observaban acercarse. Cuando llegó a su altura, uno de ellos le tomó suavemente de la mano izquierda, obligándola a girar la cabeza en su dirección. La suavidad y determinación del contacto convenció a Inés de que se trataba de sus amigos, y dibujó una amplia sonrisa que pronto se trocó en desconcierto cuando contempló con más detenimiento a los dos hombres sin encontrar en sus rostros ningún rasgo familiar.

Durante unos segundos, los tres se miraron en silencio, rodeados del ir y venir de otros transeúntes. Inés esperó en vano alguna palabra que le diera una pista sobre lo que pretendían aquellos hombres, que un momento después desaparecieron de su vista sin dejar rastro.

Más tarde, de vuelta en el primer metro de madrugada, Inés miraba a sus tres amigas, borrachas. Una de ellas se levantó y se precipitó hacia la salida en una de las estaciones. Ya en el andén, se puso a vomitar ante la mirada de una madre y su pequeño. Inés sintió pena.

Cuando por fin llegó a su apartamento, el sol ya estaba alto en el cielo, asi que Inés bajó todas las persianas  y se acostó, pero sin poder apartar de su pensamiento aquel extraño y fugaz encuentro de la noche anterior. Sin saber el motivo, una extraña y dulce calidez la arrobó, y se encontró acariciándose a si misma como nunca lo había hecho, entre extrañas imágenes en las que ella era ahora un objeto pasivo, un juguete, en manos del deseo de unos hombres extraños.

Pudo distinguir con toda claridad todas y cada una de las caricias que los hombres le dedicaban, y que embotaban completamente sus sentidos hasta hacerla sentirse completamente embriagada de deseo. En estas fantasias, ella había perdido su voluntad y toda moralidad y se plegaba a cada uno de los caprichos que los dos hombres, cuyos rostros apenas distinguía, le ordenaban imperiosamente.
Así, entre las penumbras y completamente sola en su cama, pudo explorar los limites del placer a lo largo de mucho tiempo, un tiempo que no supo precisar, hasta que al final cayó dormida.

Domingo al mediodía

–Hola –era la voz de Iván.
–Hola –replicó Inés con un hilillo de voz somnolienta.
–¿Me has echado de menos esta noche?
–No sé. He estado muy mal –Inés dibujó con su voz una especie de gemido, que a Iván le sonó como el ahogado maullido de una gata.
–Vuelvo a casa.

Una infantil sonrisa se dibujó en la cara de Inés. Iván volvía.

El ruido del agua brotar de la ducha llenaba ahora el pequeño apartamento. Era un murmullo tranquilizador. Todo estaba bien otra vez. Ella había entrado en el cuarto de baño sin hacer ruido. Desde la sala de estar sonaba una canción del dúo británico Hurts llamada 'Wonderful Life'. A Inés le encantaba escucharla a menudo.

Quería sorprenderlo, meterse con él bajo el chorro de agua caliente, hacerle el amor. Pasó ante su ropa, tirada en el suelo. El vapor cubría el espejo y desdibujaba su propia imagen, la imagen de una mujer joven, pero cansada. Demasiado guapa, decían algunos. Su belleza le acarrearía muchos problemas. Muchos hombres querrían poseerla, otros sólo usarla. Pero ninguno excepto Iván sabía lo que de verdad había dentro de ella. Porque debajo de esa capa de alegre y a veces infantil curiosidad yacía un alma atormentada y solitaria, llena de amargura, y sólo Iván sabía cómo proporcionarle alivio.

Pero Iván también tenía un pasado. Siendo muy joven, Iván había abandonado su casa, renegado de su padre y, llevándose como un único equipaje una guitarra, se había ido a otro país. Un país extraño donde encontró una criatura de una belleza maravillosa que, a su vez, había también abandonado a su madre. Quizá ese pasado común de dolor les hubiera unido en un extraño cortejo de soledad y lágrimas del que no sabían escapar.

Inés se agachó para recoger una pieza de ropa de Iván, empapada por el agua de la ducha. Entonces, un objeto brillante llamó su atención. Era el móvil de Iván, y su pantalla parpadeaba como atrayéndola. No, Inés no era ese tipo de persona. Respetaba a Iván. Le quería, aunque él a veces no pudiera contenerse ni controlar su fuerza con ella, por así decirlo. 

Así que Inés continuó recogiendo la ropa de Iván y, sin apenas darse cuenta, encontró el pequeño teléfono en su mano. Pero era extraño. El reproductor multimedia estaba abierto, como si hubiera sido usado recientemente. Sería una canción. A Inés le gustaría oirla. Quizá fuera la banda sonora perfecta para la pequeña travesura que ella se disponía a hacer. 

Pulsó el botón Play y, al principio, le pareció una escena muy confusa. Imágenes sin sentido que se sucedían frenéticamente, mareantes. Inés estuvo a punto de dejarlo, convencida de que se trataba de un video grabado accidentalmente. Pero, de repente, la imagen se estabilizó y apareció una muchacha morena con cara de muñeca inexpresiva sentada en un sofá al lado de un chico al que Inés no conocía. Inés sintió el impulso de arrojar el móvil a la taza de váter. Pero no lo hizo. En su lugar, se encontró a si misma inmóvil, agarrotada. Iván había entrado en el plano del video y se unió a la pareja, que inmediatamente empezó a acariciarse.

El tranquilizador ruido de la ducha ahogaba los gemidos que emergían del móvil. Iván y otro hombre estaban haciendo turnos sobre aquella muchacha. Las lágrimas brotaron espontáneamente de los ojos de Inés, y la nausea emergió del fondo de sus entrañas hasta ahogarla, justo en el momento en el que le tocaba el turno a Iván, quien sonrió a la camara mientras se acomodaba a espaldas de la chica.

¿Por qué era todo tan doloroso? Una simple excusa y habrían parado la discusión. Ella podía haberse disculpado. Él podría haber salido a comprar un paquete de tabaco. No había nada malo. Muchas parejas se discuten cada día. Muchas parejas se tiran los trastos a la cabeza, pero no esa vez. Iván cogió su chaqueta y salió a la calle.  Era culpa de ella. No lo había retenido. El dolor lo había llevado a hacer aquello. Y no era la primera vez. Ella había soportado golpe tras golpe, a la espera de que algo cambiara.
Pero esta vez, Inés no pudo soportarlo más. Dejó caer el móvil al suelo, sin fuerzas para sujetarlo, y giró su cabeza rápidamente a su alrededor, en busca de una salida a tanto dolor. Tambaleando, salió del cuarto de baño y marcó el número de teléfono de su madre. Nada. Marcó otros dos números. Nadie respondió.

Finalmente, tuvo una idea y esa idea la tranquilizó. Salió del cuarto de baño sin que siquiera Ivan se diera cuenta, sumido en el placer de su reparadora ducha del domingo por la mañana, y se dirigió al diminuto balcón del apartamento. Abrió la puerta y una fría corriente de aire recorrió su cuerpo, empujando su cuerpo hacia atrás. Pero ella se obligó a avanzar y, sin demasiada dificultad, se levantó hasta apoyarse sobre las puntas de los pies, apoyó su vientre sobre la barandilla y balanceó su cuerpo proyectando la cabeza hacia delante.

El mundo giró en torno a ella, y si alguien hubiera podido oírla en aquel momento, sólo hubiera escuchado un suspiro de liberación escapando de sus labios.

 –Oooh,…
 

Lúnes por la noche

Iván recogió sus cosas y cerró tras de si la puerta del apartamento. En la calle, evitó encontrarse con la madre de Inés. Ésta era probablemente la última oportunidad de hacerlo. Entró en el coche de un amigo y desapareció.

Lentamente, Ángela, la madre de Inés, subió los escalones hasta el cuarto piso y no sin esfuerzo encontró las llaves con las que abrió la puerta que pocos minutos antes había cerrado Iván. Miró a su alrededor el panorama, y se dirigió al dormitorio. Allí abrió el armario y se detuvo nuevamente a contemplar las ropas de su hija que se encontraban repartidas por perchas, cajones y estantes. Tomó una de ellas y se la llevó a la cara, en busca de quien sabe qué. Calor, aroma, algún rastro que la relacionara con el ser humano que la había habitado. Pero sólo olian a suavizante. Su hija siempre ha sido un poco alocada, pero muy limpia. Sí, lo es. De repente, casi como por sorpresa, su rostro se convulsionó y sus ojos se anegaron en abundantes lágrimas que regaron sus mejillas y pecho. Sus piernas se doblaron y un agudo dolor laceró su pecho. Creía poder soportarlo, pero eso era antes. Ahora veía claramente que no lo conseguiría.

Lo que le perforaba el pecho no era la ausencia, era la culpa. Si ella hubiera escuchado a su hija, si solo hubiera renunciado a su orgullo y la hubiera seguido, si hubiera podido comerse sus palabras de ira y desdén y hubiera corrido hacia ella, la abría abrazado tiernamente, como cuando era pequeña. Así, quizá, Inés no habría escapado de casa. Así, quizá, no habría conocido a Iván. Así, quizá, Inés estaría ante ella. Pero Inés no estaba. Sólo estaba el vacío que ella había dejado a sus 19 años y un millón de ¿por qué? sin respuesta.

Luego, Ángela se dirigió hacia el salón y su vista se posó en las persianas que ahora cubrían la cristalera que daba al diminuto balcón. Observó restos de la banda de plástico que había dejado la policía. Asió con fuerza la corredera y tiró hacia abajo levantando así la persiana y descubriendo un paisaje de pisos y azoteas insípido y gris, sobre el que se dibujaba un sol descolorido. Luego, asió el tirador de la puerta y la abrió. Sus manos se posaron en la barandilla y Ángela sintió en su cara el frío aire que soplaba del mar. En la lejanía, una bandada de pájaros se dirigían hacia el sur. Era una buena idea. Quizá allí habitara ahora Inés. Ángela se la imaginó por un momento sola y asustada, en un mundo extraño y oscuro. La Muerte, esa extraña ave que había raptado a su pequeña, ¿tendría quizá piedad ante tanto dolor y la llevaría con ella allí donde estuviera?

–¿La señora Ángela? –Una voz a su espalda, que parecía llegar desde muy lejos, la distrajo de sus pensamientos. Era una voz muy suave de mujer.

Ángela no respondió, pero cerró de nuevo la puerta del balcón y se volvió lentamente hacia la voz.

–Me he enterado de todo y le acompaño en el sentimiento. Puede estar tranquila, nos ocuparemos del papeleo. Sólo necesito acordar con Usted unos detalles. ¿Se siente con ánimo? –¿Animo? En su teléfono aún podía leer una llamada perdida del domingo por la mañana. Una llamada de ayuda que Ángela nunca respondió.

–Mi marido no está. ¿Puede Usted esperar a que regrese?
–No faltaría más –respondió servicial, disimulando cierta sorpresa. Según la póliza, su marido había fallecido hacía años–. ¿Cuándo  regresará? 
–No lo sé.
–Entiendo –se había metido en buen lío.

Aquella mujer se habría vuelto loca o algo así, pensó, esas cosas pasaban a veces, y nunca sabía cómo reaccionar ante estos casos. En realidad, la compadecía. Pero tenía una serie de detalles que atender, decisiones que tomar. Y las personas no parecen querer darse cuenta del lío que representa morirse. Al parecer, había cambiado a última hora entierro por cremación. Estaba la impresión de las esquelas. Uff, un montón de cosas que hacer a contrareloj.

Pero cuando quiso darse cuenta, la señora Ángela ya no estaba allí.

Àngela estaba ahora abordando un autobús, sujetando fuertemente su bolso contra su pecho, sin perder de vista los pájaros que surcaban el cielo en dirección al sur.
 

Jueves por la noche

Iván jugueteaba con su móvil mientras esperaba en el vestíbulo del piso de su padre. Tenía el buzón de su teléfono lleno de mensajes sin responder. Cada nuevo mensaje de condolencia no hacía sino hurgar en la herida que la pérdida de Inés le había producido. En realidad, Iván sólo quería ver a su padre para pedirle dinero con el que volver a Chile. Sin Inés, ya nada le unía a este país en el que cada esquina le recordaba aquel rostro de una belleza que ahora le parecía dolorosa.

–Hola, papá –acertó a decir mientras se ponía en pie para recibirle, alisándose las perneras de los pantalones con la mano, como hacía siempre que se ponía nervioso.
–¿Hace mucho que esperas?
–Oh, no, no. He estado aquí…
–Ya, ya. Sube –y el muchacho lo sigue con la cabeza baja, como esperando una regañina. Una vez que llegan al piso del hombre y éste cierra la puerta tras de sí, se miran en silencio. A Iván el olor de aquella casa le desagrada. Así es como huelen las casas donde viven hombres solos, piensa. De repente, se hecha en brazos de su padre y se pone a gimotear antes de dar rienda suelta a una explosión de lloro que sorprende a los dos. Sin embargo, los brazos de su padre permanecen caidos.

No quiere abrazarlo pero esto pasa desapercibido para Iván en un primer momento porque se aferra al torso de su padre como un naufrago lo haría a un trozo de madera. Pero poco a poco, su llanto se va amortiguando hasta que al final, consigue separarse y dirigirle una mirada acuosa y perdida, suplicante, como la de alguien que suplica por su vida a su sicario. Y entonces llega una terrible bofetada que, extrañamente, sólo le produce alivio porque, durante el breve lapso de tiempo en que el dolor se extiende por su mejilla, consigue olvidar el dolor por Inés.

–¿Has tenido problemas con la policía? –le preguntó el padre secamente.
–No. Me han preguntado las mismas cosas un millón de veces, han mirado por todos sitios. Supongo que me volverán a llamar.

–Bien. Quiero decirte una cosa: No eres un hombre, no eres mi hijo. Eres carroña y mereces pudrirte en el infierno. Has jodido a esa chica hasta que no ha podido más, y ahora vienes a buscar consuelo.
–Yo, … yo no podía imaginar que Inés fuera capaz de algo así, no, no… Parecía feliz, todo nos iba bien. Yo había encontrado un curro, le había comprado flores, un conejo… Ha sido un palo muy fuerte, ha sido un palo muy duro, papá…–Ivan hunde su cabeza entre sus manos. Su mejilla aún le arde por el golpe y se siente aturdido.

–Las cosas no me han ido bien, apenas tengo dinero, si es eso por lo que has venido –le replica secamente su padre.

–Papá, quiero volver a Chile, quiero ver a mamá. Y debo un mes de alquiler del piso, Inés lo dejó a deber. Pero aún no sé como recuperaré la fianza porque iba a su nombre…

El hombre fue al dormitorio y volvió al poco con un talonario. Se puso las gafas de leer, rellenó uno y se lo entregó.

–Y ahora, vete –Iván, antes de irse, miró la cifra escrita en el talón y comprobó que con aquello no podría cumplir su objetivo. Pero su padre le miraba ahora altivo y desafiante, como conminándole a abandonar la casa por las buenas o por las malas.

Iván metió el cheque en su mochila, dio media vuelta y se fue, cerrando la puerta despacito al salir. Mientras lo hacía, pudo escuchar la televisión que su padre acababa de encender. Economistas de un banco de inversión Americano habían enseñado a los griegos cómo maquillar sus cuentas y engañar a las autoridades monetarias europeas. Fútbol. Anuncios.

Iván no fue a ningún sitio aquella noche. Se la pasó caminando por calles desiertas, viendo pasar los pocos coches y autobuses en los que viajaban algunas sombras, preguntándose qué clase de vidas se escondían en su interior. En varias ocasiones, miró hacia arriba, hacia el cielo. Pero no pudo ver estrella alguna. Las nubes eran de color naranja y su cuerpo cansado terminó por rendirse. Iván se durmió en un rincón oscuro de un parque solitario.

Los golpes terminaron por despertarlo, aunque fue incapaz de protegerse de alguna forma. Veía estrellas por todas partes y luego fue apenas capaz de escuchar risas e insultos.

–Sudaca de mierda, ¿dónde dejaste tu gorra de rapero?
–Mira, sin su banda no es nada. ¿Por qué no me das ahora?
–Dejádlo ya… No es más que un sintecho –y lo dejaron.
–La verdad, no es divertido. No se mueve.
–Eh…, eh…! –pudo articular Iván desde el suelo, y los chicos malos se detuvieron, asombrados de que, después de todo, el sintecho pudiera hablar. Uno de ellos se dirigió sonriente y de forma muy amistosa hacia él, agachándose para oirlo mejor.
–Dímelo al oido, no te esfuerces.
–Quiero que lo oigais todos –Ivan estaba sonriendo a través de sus labios ensangrentados.
–Sois todos unos malditos hijos de la gran puta. Nosotros, los ñetas nos follamos a vuestras novias, vuestras hermanas y vuestras madres. ¡Viva Colombia!

Llevaron a Iván entre todos a unos arbustos cuando aún respiraba, y allí lo dejaron. Pero pronto dejó de hacerlo, y si alguien hubiera podido oirlo en aquel momento, sólo hubiera escuchado un suspiro de liberación escapando de sus labios.

–Oooh,…

Su cuerpo ensangrentado, cosido con más de veinte puñaladas y molido con palos y cadenas, lo descubrió sólo un poco más tarde una mujer que acostumbraba a pasear a su viejo perro al alba, cuando todo parece más limpio. La mujer no gritó al descubrirlo, pero evitó que el perro orinara sobre el cadáver.

Viernes por la mañana

Elisabeth, la hermana pequeña de Inés, llevaba una caja de cartón sobre su regazo y miraba cómo pasaban ante sus ojos las estaciones. En el metro, la gente lleva siempre una máscara sobre su cara para protegerse de la excesiva proximidad de otros seres humanos. Así que la pequeña encontraba más distracción en tratar de leer los rótulos que en los rostros de las personas. Además, Elisabeth no recordaba haber viajado antes en metro, y este viaje era emocionante. Casi más que llevar las cenizas de su hermana sobre sus rodillas. Su madre no paraba de mirarla y apretarle la mano hasta casi hacerle daño.

Al otro lado del vagón, un chico le sonrió. La niña le devolvió la sonrisa. Su madre siempre le había dicho que debía ser educada, devolver los saludos, sonreir. En realidad, le gustaba hacerlo, aunque no acababa de interpretar aquella mirada porque era muy intensa. De repente, el chico dejó de sonreirla, e incluso empezó a ignorarla, coincidiendo con que su madre se giró hacia ella y le habló al oido.

–Mi tesoro, no quiero que estés triste. Tu hermana está ahora en el paraiso, rodeada de ángeles como ella –se lo decía en tono didáctico, como si en lugar de niña fuera tonta.
–Ya, pero yo no estoy triste. Ella viene a verme cada noche.
–Mi amor… –y su madre apretó los labios y no supo qué decir, así que se limitó a pasar su brazo por el hombro de su hija y estrujarla un poco de forma cariñosa.

Cuando llegaron a casa, la niña corrió a depositar la caja entre sus libros de cuentos, y luego puso un retrato de su hermana junto a la caja. Cuando era pequeña, a Inés le encantaba ir con su padre a pescar a un pequeño lago que solía congelarse en invierno. Luego, cuando él murió, Angela dispersó sus cenizas en el centro del lago. Ahora,  aquel sería un buen lugar para reunirse con su hija, pensó. Pero eso sería más adelante.

Viernes noche

Aquella noche, mientras cenaban bajo la mortecina luz de la cocina, Angela miró a Elisabeth, y comprendió que ahora todo cuanto le importaba en el mundo estaba allí, frente a ella, y se obligó a si misma a ser la madre que Elisabeth necesitaba. Mirar al futuro. Ser fuerte.

Luego, metió a Elisabeth en la cama,  le dió un beso de buenas noches y se dirigió al cuarto de baño. 
Se tomó las pastillas para dormir, miró al espejo, y no se reconocía. Todo el sufrimiento humano se reflejaba en sus facciones. Se compadeció de si misma. Luego, se metió en la cama y cerró los ojos para dar entrada a los recuerdos, pero en ese mismo instante, sonó el teléfono.

–¿Ángela? Soy Miguel, el papá de Iván. Perdona que la haya molestado a estas horas.
–No, no, no estaba dormida –pero no supo qué añadir y dejó que el ruido blanco de la linea telefónica se adueñara de la situación.
–Mi hijo Iván, ... lo encontraron esta mañana, apuñalado -un silencio cargado de gemidos se abre paso entre los dos.
–No he entendido lo que has dicho…
–Apuñalado, lo han asesinado, no sé quien, no sé por qué…
–¿Apuñalado? –Silencio de nuevo. Las palabras se desplazaban a cambos lados de la linea con extrema lentitud y pesadez, como entre dos seres humanos drogados.
– Dios mio... Que dios le perdone. Mira… lo siento mucho, perder a un hijo es… es lo peor. Pero… no puedo hacer nada por tí –Y Ángela colgó.

El chico había sido un maldito canalla al que ella jamás había admitido, pero se obligó a no contactar con su padre. Y ahora, Ángela sabía que había justicia divina, aunque ella hubiera preferido un castigo mucho menos rápido. De todas formas, le estaba bien merecido. 


La medicación era tan fuerte que consiguió dejarla ko hasta el amanecer. 

Sábado por la mañana

Cuando por fin despertó, se preguntó si seguía soñando. ¿Había llamado alguien la noche anterior? De repente, el recuerdo de aquella llamada se hizo material y Ángela se incorporó violentamente en busca de su hija, quien aun dormía en su habitación. Luego, miró en el registro de llamadas y se dispuso a devolverla.

Pero se quedó inmovil por un momento. ¿Qué le diría? ¿Culparía a Miguel de la muerte de su hija? Muchos años atrás, Miguel había recogido en su coche a una aterrorizada Angela con su pequeña Inés desvanecida en los brazos y las había trasladado a un hospital. Luego, había esperado junto a ella a que el medico les informara de que se trataba de una inofensiva reacción a una vacuna, y Miguel las habia devuelto a su casa. Ambos estaban casados. Ambos tenían hijos. Ambos se encontraban relativamente satisfechos con sus vidas. Pero desde aquel primer encuentro, Angela y Miguel se enamoraron locamente el uno del otro.

Ángela no pudo ocultar sus sentimientos y abandonó a su marido, llevándose a Inés y a su hija recién nacida con ella. La mujer de Miguel se volvió a Chile, dejándolo sólo en Barcelona con el pequeño Iván. Pero Ángela y Miguel no pudieron disfrutar de una vida en común y sólo llegaron a compartir una única noche. El ex marido de Ángela enfermó gravemente por aquella época y ella estuvo a su lado hasta el final.

Luego, el tiempo fue separando a Ángela y a Miguel hasta hacer del recuerdo del otro una vaga sombra del pasado. Luis, no estando dispuesto a dejarse vencer, se presentó en casa de Ángela con la intención de llevársela con sus dos hijas, pero Ángela, comprendiendo quizá que su amor habia sido un gigantesco error, le despidió para siempre. A partir de aquel momento, sin embargo, el caracter de Ángela se tornó mas taciturno y agrio, y las disputas con una adolescente Inés terminaron por hacerse constantes.

Hasta que Inés, el dia que Ángela había escrito con nata un uno y un seis sobre su pastel de cumpleaños, se fué de casa dejándo las velas consumirse solas. Sólo semanas más tarde, Ángela supo que Inés se había encontrado con un chico, y que ambos vivían ahora juntos. A medida que Ángela pudo sonsacar detalles del joven, empezó a sospechar la increible coincidencia que representaba el hecho de que su hija Inés e Iván, el hijo de Luis, hubieran cruzado sus caminos de forma fortuita, y estuvieran ahora compartiendo esa vida que a ella y a Miguel se les había negado. Pero no supo o no quiso decirle nada a su hija de todo esto, y se limitó a asegurarse de que los dos jóvenes se encontraran bien.

Sin embargo, con una frecuencia cada vez mayor, Ángela podía detectar la tristeza en la voz de Inés en las escasas conversaciones telefónicas que ambas mantenían. 'Iván es un buen chico', le aseguraba una y otra vez Inés. 'Iván me quiere', insistía. Pero a Ángela se le rasgaba el corazon imaginando a su hija en un cuartucho soportando los maltratos, los gritos, los golpes y los insultos de Iván.

Finalmente, Ángela dejó de recibir noticias durante meses, hasta que Inés la llamó un domingo al mediodía pidiéndole ayuda para buscar un nuevo lugar donde vivir y poder así abandonar a Iván. Pero Ángela nunca respondió a esa llamada por desdén.

Vió el número de Luis escrito en la pantalla de su móvil, y ante sus ojos pasaron todas las escenas de una vida que fue, y las de una vida que pudo ser. Pensó en aquella loca aventura con Luis. Pensó en Iván. Pensó en Inés. Pronto, los gemidos de la pequeña Elisabeth llegaron a sus oidos desde la habitacion contigua. Estaba teniendo un mal despertar. Fue en su busca. Elisabeth era ahora todo cuanto tenía.

Ella era ahora todo cuanto necesitaba.