Decía Arthur C. Clarke que ojalá el hombre encontrara en la conquista del espacio la motivación necesaria para el progreso que hasta ahora había encontrado en la guerra.
Incluso el proyecto Apolo, que significó el desembarco de hombres en la luna con una tecnología que hoy nos parecería arcaica, pero cuyo resultado no hemos podido repetir, fue resultado de una guerra global, de una confrontación. De la llamada Guerra Fría. Fría, pero guerra. No se trataba de la conquista del espacio. Se trataba de la supremacía global.
Pero de eso hace ya muchos años.
A los jóvenes de hoy les falta esta motivación. Hoy en día, el calentamiento global o la lucha contra las enfermedades y la pobreza, no constituyen un acicate suficiente, porque no encarnan el modelo de adversario que con más facilidad identifica el ser humano: su semejante.
Sin embargo, no todo está perdido. Aun es posible remedar la emoción que nos causa la confrontación con nuestros iguales a vida o muerte, y sacar a pasear nuestro instinto de supervivencia. Podemos simular las guerras en los videojuegos, y podemos hacerlo de una forma anónima. Nadie tiene por qué ser testigo de la existencia de nuestro yo más sádico.
Sin embargo, la simulación definitiva de la guerra debe contar con aquellos elementos que la convierten en una experiencia única: debe arrastrar a una ingente cantidad de personas, encuadradas en uno u otro bando, a una empresa de resultado incierto, e injusto con frecuencia, pero del que se deriva placer o dolor intensos por su condición de colectivos. Debe ser una experiencia de proporciones épicas y perfectamente televisable. Debe retomar el mito del guerrero y encarnar en él todas las ambiciones y frustraciones de la población.
Pero debe también carecer de los elementos que, a la larga, podría favorecer su propia destrucción. La violencia real debe ser proscrita, el encuadramiento étnico, eliminado, y la presión competitiva nunca debe ser demasiado alta. Para ello, los campos de batalla se trufan de espías, los guerreros se tornan intercambiables, y las campañas y batallas se suceden sin descanso. La victoria siempre está más adelante, pero jamás es una victoria final.
Así, el instinto homicida del hombre se neutraliza, empaqueta y se comercializa en camisetas y banderolas. Los nuevos ejercitos se mueven en metro, unformados en vistoros uniformes, dejando a su paso un rastro de envases de cerveza y orines. Y ya no hay guerras con muertos de verdad. Sólo algunos escaparates destrozados y contenedores de basura quemados. Pérdidas más que aceptables para tamaños beneficios.
Sí. Ésta es la motivación que mueve hoy al mundo. Y no sólo en alguna república bananera, como ironizaba Arthir C. Clarke en otro de sus relatos, sino en todos sitios. Desde los países más liberales y socialmente avanzados, hasta los más retrógrados y reaccionarios. De los más ricos a los más pobres.
No en vano, el mundo tiene forma de pelota de fútbol.