sábado, noviembre 26, 2022

Dios mío, ¡pero qué hemos hecho!

Leo con ocasión del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (establecido en 1981 en recuerdo del asesinato veinte años antes de las hermanas Mirabal) que la sociedad española sigue sin estar contenta con el desempeño de sus hombres. ¡Y vamos por la tercera generación educada en democracia!


A lo mejor es que seguimos sin estar en una democracia plena. O es que las democracias y la violencia de género son dos cosas distintas. ¡Incluso puede que la cosa no sea para tanto y no lo sepamos!

Cuando hablamos de violencia contra la mujer, solemos pensar automáticamente en regímenes totalitarios o fundamentalistas. Nos vienen a la cabeza Irán, Afganistán o tantos países de África. Pero si nos centramos en nuestro entorno, el de los países que integran la UE-28, nos sorprendería saber que casi un 30% de las danesas dicen haber sufrido maltrato físico. De hecho, son las europeas más maltratadas. Será la herencia de los vikingos. Mientras, el mal afamado macho ibérico se sitúa a la cola de esta malhadada estadística: Un 12% de las españolas confiesan haber sufrido este tipo de agresiones. Y más o menos lo mismo si nos referimos a maltrato sexual, psicológico o económico. Sí: El nivel de desarrollo o percepción democrática no parecen determinar el grado de violencia contra la mujer. Claro que también podemos alegar que quizá danesas, británicas y francesas simplemente sean más proclives a la denuncia, menos sufridas, que las españolas. Cosas del hetero-patriarcado.

Pero ahí ya entramos en conjeturas.

Entonces, ¿quiero decir que no estamos tan mal? Cuando cité ese 12% de España, mucho me guardé de añadir el adverbio «solo» a esta cifra. Y es que un único caso ya es demasiado, pero quiero que cojas la idea. No es tan fácil relacionar sociedad avanzada y violencia sexual. Entonces, qué. Si las sucesivas generaciones de hombres parecen no haber captado el mensaje de que cierta supremacía física no puede ser usada para sojuzgar a sus compañeras de existencia, independientemente de que hayan recibido o no una exquisita educación política, habrá que concluir pues eso: Que los motivos por los que un hombre abusa de una mujer no tienen que ver con la política. Puede que residan en un estrato más profundo, más íntimo, de su psique. Nos da miedo pensar que ese estrato corresponda ni más ni menos que al famoso cerebro reptiliano. Nos aterra pensar que en realidad el ser humano solo negocia cuando la fuerza no le asiste. Que en realidad no existe la autonomía de la voluntad (y mucho menos la autodeterminación de los pueblos). Que nuestros reflejos son los de un depredador sediento de carne que solo se abate a los limites sociales en su propio beneficio. Que el ser humano solo es bueno, en definitiva, cuando no tiene más remedio.

Si ni la más amorosa comida de coco de una madre puede hacer de su hijo un hombre incapaz de usar su fuerza contra otro más débil, entonces, ¿qué podría?

En todo ser humano habita un reptil, pero no solo un reptil. Convive también un espíritu superior. A la lucha entre estas dos fuerzas la llamamos civilización. Destruimos para luego construir igual como construimos para destruir. Es un arriesgado juego, y por eso siempre nos situamos como especie al borde del precipicio. Y por eso todo avance parece estéril, preludio de una nueva guerra, de una nueva catástrofe. Estamos explorando las playas del océano cuántico, de la vida y del universo, pero seguimos sintiendo un placer intimo en ver humillada, cosificada, a la mujer de cuyo seno todos venimos.

Todas las manifestaciones del mundo contra la violencia hacia las mujeres palidecen contra la marea de redes sociales en las que millones de mujeres jóvenes concurren a diario para dar carnaza al depredador que todo hombre alguna vez siente dentro suyo. No, no es culpa de ellas. En muchos países las mujeres son privadas de su derecho a exhibirse, y el resultado es aun peor. Tanto da que lleven minifalda o se cubran de la cabeza a los pies. Da la sensación de que la paridad política entre géneros es pura fachada. Entre las grandes empresas, las mujeres en cargos directivos son una anécdota. Las mujeres representan más de la mitad de los votantes, pero apenas hay mandatarias.

Este es un crimen con cómplice. Es demasiado sencillo apelar a los más primitivos instintos para manipular nuestras emociones. Que si la mujer desea ser protegida por un hombre fuerte... Que si el hombre sabe que el más íntimo deseo de la mujer es ser sometida... Que si la búsqueda por la hembra del macho alfa confluye con el instinto del macho por dispersar su esperma cuanto más mejor...

Creo que una ley, que un puñado de palabras en el BOE, no puede revertir el trabajo que la genética ha hecho en millones de años. Creo que el primer paso para avanzar es reconocer esas fuerzas, no reducirlas a simples reflejos sociales espurios, fruto de una concepción religiosa o política anticuada. No, el machismo no es fascista ni comunista. Ni republicano ni monárquico. No es de izquierdas ni de derechas. Ni siquiera es fruto de nuestra educación. El machismo es un reflejo de lo que somos. 

Eso es humano.

Como también lo es el luchar por superar nuestra propia humanidad, una humanidad que parece estar conduciéndonos al desastre planetario. 

Creo que el hombre debe encontrar el más profundo e intimo de los placeres no en sojuzgar al más débil sino en someter al más fuerte de sus enemigos: La enfermedad y la pobreza. Y en esa lucha está encontrando el más poderoso de los aliados. Ni más ni menos que el propio origen de la especie humana: La mujer.



Foto: Ptolemaie, Museo del Louvre E 27145 (3er siglo después de Cristo, ¿Antinoópolis?)