La forma más barata de manipularnos es ofrecernos derechos olvidando mencionar el precio que luego pagaremos.
La historia no avanza de forma lineal, y las cosas no siempre se resuelven con el tiempo. O mejor dicho, de la misma forma que el tiempo resuelve algunos problemas, provoca otros. Sí, vale, al menos hemos dejado atrás la horrorosa alienación colectiva que enfrentó Europa contra Europa y Asia contra Asia en el siglo XX. Pero eso no significa que no estemos encaminándonos a otro desfiladero. Si acaso, es posible que la polarización incruenta que observamos hoy sea más capilar, más personal. Gracias a la ubicuidad de las redes sociales, la polarización ahora atañe más al individuo y a sus valores que a los colectivos clásicos, los estados o las naciones.
Es que ya no solo negamos la llegada del hombre a la Luna. Negamos que las vacunas funcionan al mismo tiempo que afirmamos que la Tierra es plana, que poderes ocultos se conjuran para introducir microchips en nuestra sangre o que existe algo llamado derechos que se nos ha concedido simplemente por haber nacido en determinado lugar. El problema es que nada de esto se soporta con hechos.
Entonces, ¿cómo se explica esta nueva abdicación colectiva de la razón? ¿Esta escora masiva hacia los extremos?
Es verdad, los seres humanos somos racionales. Pero eso no quiere decir que razonemos todo el tiempo. El acto cognitivo, lo de pensar, es muy costoso en términos energéticos, así que la mayor parte del tiempo lo suplimos con el recurso a las plantillas, a la experiencia. Al fin y al cabo, nuestra vida se construye en base a situaciones que se repiten una y otra vez, sin pausa. Acabamos haciendo casi todo de una forma eficiente, maquinal, barata en términos energéticos y, en definitiva a nivel de especie, racional. Conducimos de forma refleja, establecemos largas conversaciones con los demás y nos comportamos en público siguiendo normas preestablecidas a las que llamamos etiqueta, modales o buena educación. Es vital resultar predecible para evitar al otro la costosa y con frecuencia arriesgada operación de pensar.
Nuestra mente racional es un dios al que pocas veces se nos permite acceder. Antes, hemos de atravesar la a menudo infranqueable barrera de nuestros valores, que juzgaran cuándo algo merece ser sometido a la consideración de nuestro intelecto. Y este tamiz no ha hecho sino reforzarse con la aparición de las redes sociales, que nos permiten regrabar una y otra vez los moldes de nuestro cerebro, con surcos cada vez más profundos. Así, lo que muchas veces fruto del azar se incrustó en nuestra mente infantil, termina sirviendo para manipularnos una vez dejamos constancia de sus claves a través de nuestro comportamiento en la red. Nuestros gustos musicales, los lugares que visitamos o las cosas que compramos o deseamos comprar, todo sirve para dar con esas claves. Para venderlas, para utilizarlas.
Te pondré un ejemplo: Hemos engendrado una generación de chicos y chicas que saben que tienen derechos. Lo han interiorizado desde pequeñitos. Nadie nunca perdió el tiempo en informarles de que un derecho es como un espejo: solo refleja una parte de la realidad, ni mucho menos que todo derecho conlleva un deber. Ninguna fuerza política se atrevería a decirle eso a quien luego le pide el voto. Además, no conlleva ningún coste electoral buscar algún culpable si luego los derechos prometidos resultan tan ilusorios como la Ínsula Barataria.
El problema es que, así blindados sus valores, luego no hay fuerza humana capaz de supeditarlos a la razón. Dos más dos ya nunca volverán a ser cuatro.
Y así es como, convertidos en masa, esta enorme parte de nuestra sociedad transita por un mundo cada vez más tecnificado pero en el que ya no saben, no recuerdan, no admiten cómo comportarse como seres racionales. Y se vanaglorian por ello, ya que no hacen otra cosa que aquello que machaconamente les hemos inculcado quizá como resultado de nuestro propio complejo de inseguridad: "Sed vosotros mismos, buscad vuestro beneficio, y que sea inmediato. ¡Exigid vuestros derechos!"
El resultado inmediato es un comportamiento con frecuencia peligroso, casi siempre insolidario y que siempre genera una desafección y frustración que re alimentan el circuito. Solo se me ocurre una forma de re equilibrar el buque. De recuperar el control de nuestra capacidad racional.
No es muy difícil. Basta con gritar bien alto.
"¡Exijo mis deberes!"
Foto: El País.