martes, julio 13, 2021

Solo creo en el sexo y en la muerte

No, no esta frase no es mía. La ponía Woody Allen allá por 1973 en boca de uno de sus personajes, y se me quedó grabada. Probablemente como a otros muchos adolescentes de la época luchando por dominar o al menos comprender sus impulsos.


El sueño de la esposa del pescador. Katsushika Hokusai, 1814.
Es verdad que podría haber entrecomillado la frase, pero usándola como título no me pareció correcto. Además, ya habrás comprobado que lo primero que he hecho ha sido reconocer su autoría. Eso sí, debo admitir que me gusta. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Te gusta a ti?

Verás. En todas las sociedades hay cierto tabú hacia la muerte, en el sentido de que no suele mostrarse abiertamente, pero se usa sin disimulo para infundir miedo e inducir al individuo a aceptar ciertas reglas con la excusa de hacerle más llevadera la idea. En ese sentido, la noción de muerte es poderosa. Muy poderosa.

Ahora bien, si la idea de la muerte es poderosa, la noción del sexo puede serlo mucho más. Quizá por eso se impone una censura aún más estricta a las escenas de sexo que a las que muestran violencia y muerte. En muchos países, por ejemplo, un niño puede haber presenciado miles de asesinatos en el cine y la televisión antes de alcanzar la edad adulta, mientras que la mera exhibición accidental, no de un pezón femenino, sino de un simple beso puede desencadenar un escándalo.

El caso es que el sexo siempre ha estado ahí, ya sea camuflado o sublimado en mil objetos a la vista de todos. En innumerables obras de arte, en la literatura, en la religión, a veces en forma de dimanante vulva presidiendo los altares marianos. Y unas pocas veces, muy explícito pero escondido en pequeños objetos. Cosas como los huacos eróticos, esas figuras de arcilla representando imposibles contorsiones pornográficas con la excusa de propiciar la fecundidad en el árido altiplano peruano. Y es que mucho antes de la invasión pornográfica que representó Internet, el sexo ya circulaba —discretamente, eso sí— mezclando escenas impúdicas del Kama Sutra entre las páginas de clásicos como los cuentos Lalla Rookh. Incluso el espartano Japón medieval sucumbía al atractivo erótico de una vagina en las innumerables estampas del mundo flotante, Shunga.

Y representación del sexo, la mujer. Siendo tan importante y escapando a la naturaleza masculina, la mujer ha sido tradicionalmente representada como una influencia negativa.

No solo me refiero a las malvadas súcubos que nos vigilan desde oscuros rincones en muchas catedrales.

Recordemos por ejemplo como las sirenas usan su belleza para atraer a los hombres y vengarse en ellos sin piedad por la traición sufrida por la primera de ellas, Derceto. Y cómo se unen así a sus antepasadas las ninfas efidríades de agua dulce, también llamadas náyades —como las crénides, heleades, limnátides, pegeas o potámides—; o a las oceánides marinas, como las cincuenta nereidas…

Pero no termina ahí su poder, porque fuera del líquido elemento tampoco los hombres están a salvo: en número tan grande que es casi imposible enumerarlas, pueblan cuantas montañas, valles, bosques, prados, cañadas y pastos cubren la tierra, ya sea en el Viejo o el Nuevo Mundo: llámense bacantes o ménades, con las que es imposible razonar; llámense dríades, oréades o napeas… llámense siguanabas, ceguas o patasolas. Bajo todas ellas, muchas más se esconden en grutas, cuevas y aún en el inframundo, como las lampades —portadoras de antorchas en la comitiva nocturna de Hécate, la diosa de la brujería— cuya simple visión conduce a los hombres a la locura. Y por encima de todas, las celestes seductoras auras, asterias, pléyades, néfeles, causa constante de problemas conyugales entre los mortales. Porque aunque algunas —diosas, vírgenes, valkirias, hadas, elfas, ángeles, musas…— se digan protectoras del hombre, tan enorme es su poder que les basta negarle su caprichosa gracia para sumirlo en la desesperación. Y bla, bla, bla...

En realidad, ese temor atávico al poder que la mujer puede ejercer a través del sexo, representado cómicamente en Lisistrata, proviene del hecho de que mientras la mujer teme a la muerte, el hombre teme la vida que no puede producir, que no puede matar. De ahí la fascinación masculina hacia la mujer. Porque, como decía Proust, solo se ama aquello que no se posee enteramente.

Pero resulta que la historia es terca en mostrarnos que Isis es más fuerte que Osiris. Eros es más fuerte que Tánatos.

Y mucho más fuerte que Adán es Eva.