sábado, agosto 21, 2021

Diego, el charnego

Aunque el término admite varias acepciones, la más común se refiere despectivamente el vástago de una pareja residente en Cataluña donde alguno de los padres no es catalán. Imagina si resulta que ambos son inmigrantes andaluces.


Es verdad que durante mi infancia en los años 60 y 70 mi condición de charnego —y además hijo natural— no me impidió que muchos de mis amigos fueran catalanes de pura cepa, hasta el punto de que llegada la edad adulta llegué a considerarme un catalán más, con sus propias preferencias lingüísticas y políticas, claro. Como en cualquier democracia avanzada, pensé.

Por eso, hice lo que cualquier catalán hace al llegar a la edad adulta: Buscar un lugar bajo el sol. Tenía estudios superiores, buenas calificaciones y, además de castellano y catalán nativos, dominio del inglés y de los ordenadores, así que encontrar un empleo en una de las regiones más ricas de España no debía ser nada tan complicado. Cientos de solicitudes sin respuesta más tarde empecé a sospechar que quizá hubiera alguna barrera en alguna parte, pero no por eso cejé en mi empeño.

Así fue como conseguí mi primer empleo en una pequeña agencia de transportes a la que siguió una comercializadora de máquinas-herramienta, un fabricante de sistemas de comunicación, otro de tableros para muebles de cocina. Me sorprendía un poco constatar que por más que estaba abierto a cualquier oferta, nunca me llamaba ningún empresario catalán. Quizá no fuera suficientemente bueno, pensé. Tampoco parecía ser suficientemente bien parecido o rico como para atraer a ninguna mujer catalana. Solo cabía pensar que aquello sería algo puramente anecdótico.

El caso es que finalmente, me casé con una emigrante, andaluza como mis padres, y llegué a una larga etapa en empresas multinacionales. Primero belga, luego francesa y finalmente alemana. Para todos ellos parece que sí era suficientemente bueno. Y así es como discurrió mi vida en una de las regiones más ricas de España: Generando salarios ganados en empresas de fora pero pagando hasta el último céntimo de mis impuestos dins, en una sociedad donde ya no se nos llama charnegos. No se nos llama porque es innecesario: ya nos lo recuerda continuamente una Generalitat, una televisión y una educación pública pagados todos precisamente con mis impuestos pero donde lengua y apellidos como los míos, pese a ser los más frecuentes en esta tierra, están vetados. Se supone que para proteger el patrimonio de un pueblo que según sus revolucionarios dirigentes es maltratado y despreciado pese a que llevan décadas llevando las riendas, quitando y poniendo gobiernos en Madrid desde sus despachos.

Escoltam, yo no tengo la culpa de que mis padres no tengan apellidos catalanes, ni tampoco tengo la culpa de que haya quien diga sentirse oprimido por siglos de ocupación de atávicas fuerzas oscuras. Nadie preguntó por nuestro origen cuando sólo eramos mano de obra barata. Solo soy otro boomer de los que día a día trabajan desde sus humildes puestos para traer ocupación, cultura y bienestar a los suyos. Eso sí, sin preguntarse dónde terminan los suyos y empiezan los otros.

Atentamente,


Diego, el charnego.