viernes, enero 08, 2021

Siempre tengo razón. Me lo dice el corazón

Probablemente, George Washington, primer y único presidente independiente de los Estados Unidos de América, nunca oyó hablar de la disonancia cognitiva, pero sí de la existencia desde la antigüedad de sistemas de gobierno basados en la confrontación permanente entre dos polos.


De hecho, atribuía al espíritu de la venganza, el primero de los siete pecados capitales y connatural con la disensión partidaria, un primer ejemplo de despotismo provocado por las rivalidades entre facciones.

No acababa todo ahí. Lo peor, según afirmaba en su influyente discurso de despedida de 1796, es que a la larga esta rivalidad termina por convertirse en despotismo real cuando, hartos unos y otros de las inseguridades provocadas por la continua lucha interna, entregan el gobierno a un único individuo. Y como es de esperar, este único individuo, dotado de poderes plenos, termina por centrar todos sus esfuerzos en su propio éxito, a despecho del bien común.

Y así es como las sucesivas repúblicas terminan cediendo el poder a dictadores que a su vez terminan decapitados por sus propios excesos. Y vuelta a empezar.

Pero, volvamos un momento al principio. ¿Por qué los sistemas bipartidistas tienen tanto éxito si sabemos de antiguo que conducen inexorablemente al despotismo en uno u otro grado? Desde luego, no es por casualidad. La mayoría de sistemas electorales lo buscan deliberadamente con la excusa de evitar la fragmentación que conduce a la parálisis. El ganador se lo lleva todo... ¿quizá porque es mejor decidir mal que no decidir? El caso es que los sistemas bipartidistas no necesitan de ninguna ley electoral para dominar la mayoría de escenas políticas porque en mi opinión tienen que ver con esa capacidad nuestra tan peculiar de usar la razón de forma selectiva.

Si me autocito, ¿me estoy dando la razón a mi mismo?

Sí. Quiero decir que cuando en una organización humana se tiene que decidir algo no es infrecuente ver cómo rápidamente se dibujan dos bandos que crecen hasta copar la totalidad de sus miembros, vigilándose unos a otros y compensando cada pequeña desviación para mantener ese statu quo de perfecta división por tiempo indefinido. Ya sean israelíes y palestinos, republicanos y demócratas o canonistas y nikonistas.

Y este tan perfecto equilibro, que se corrige a si mismo, es obra de nuestro deseo insuperable de solo someter a nuestro juicio aquello que conviene a nuestra pasión, y dejar que sea esta la que nos indique el camino a seguir. Ya sabemos cómo funciona la pasión. En su eterno dilema entre luchar y huir, la pasión nos hace responder al doble desafío que representa escoger entre la protección de ser uno más o la oportunidad de no ser nadie en absoluto. Como sociedad, nos afiliamos a una idea revolucionaria solo porque no podemos tolerar disolver nuestra identidad en la masa, pero en cuanto esta idea revolucionaria se convierte en dominante, reaccionamos buscando el lado contrario.

Así, la división se perpetúa. La perpetuamos nosotros mismos. Puedo construir un modelo matemático para demostrarlo, pero imaginarán que el modelo reflejará lo que yo diga, porque también yo soy sujeto de esa disonancia cognitiva que coloca mi corazón por delante de mi razón, y solo escucho lo que quiero, lo que refuerza mi red neuronal. ¿Por qué? Porque me gusta tener razón. Los seres humanos no somos fríos autómatas a los que les da igual seguir uno y otro camino. Una vez escogemos un camino, usamos la razón para justificarlo, e ignoramos todo lo que nos contradiga y nos cause dolor. Y nos gusta ser reconocidos por los que nos rodean.

La ingente cantidad de información que hoy nos proporcionan las redes sociales en Internet no hace sino acelerar ese proceso de polarización, permitiéndonos armarnos ideológicamente mucho más rápido que en el pasado. Eso sí: filtrando eficientemente todo aquello que nos reafirme en nuestras convicciones, y llamando traidores al resto.

Hoy, como en el pasado, reaccionamos a nuestros sentimientos y somos manipulados por otros a través de ellos, pero a una velocidad mucho mayor. Es mucho más fácil controlarnos a través de nuestros miedos, emociones, principios y valores que a través de la razón.

Un sujeto cualquiera que se vea en apuros en su intento por alcanzar la hegemonía en una organización siempre puede tirar de la palanca de emergencia y provocar una polarización que al menos le asegure la mitad de los votos. Es una técnica tan antigua como peligrosa, sí. Pero para alguien que ha alcanzado el poder no por tener valor sino por carecer de escrúpulos, es una alternativa demasiado atractiva como para no invocarla en el crepúsculo de su mandato. Después de mi, el diluvio.

Bueno, entonces... ¿Cómo evitar convertirnos en parte activa de este fenómeno colectivo de autosugestión? Al ir describiendo su mecanismo general, el lector avezado habrá ya deducido cómo combatirlo. Y si no lo ha hecho, y se ha limitado a esperar llegar a las conclusiones, le diría que deje de hacer precisamente eso: seguir obedientemente las cadenas deductivas dando por válidas todas las premisas. Le diría que confronte datos, que contraste opiniones, que se forme su propio juicio solo al final del proceso, y que deje la intuición como último recurso y no como arma de elección. 

Lee al que piensa diferente, comprueba todo cuanto diga y construye tu opinión sobre la verdad, no sobre un puñado de teorías conspirativas, por más atractivas que sean. No te conviertas en masa anónima, en arma arrojadiza de intereses ajenos. Reserva tus emociones al ámbito familiar, a aquellas personas a las que amas incondicionalmente. Reconoce que hay algo enfermizo en amar una idea por encima de las personas, en poner un país por delante de sus ciudadanos o en un club por delante de sus socios. Entre otras cosas, porque las ideas radican en las personas y no al revés. Piensa, y luego, siente.

Ah, y no. No siempre tengo razón por más que me lo diga el corazón.