sábado, enero 18, 2020

Oficinas abiertas (Open-plan offices)

El debate sobre la conveniencia de las oficinas abiertas, donde los trabajadores se sientan en mesas repartidas por una planta indivisa, me parece similar al que se produjo durante muchos años sobre el tabaco. Todo el mundo sospechaba que era perjudicial, pero no había pruebas concluyentes. Y lo mismo con amiantos, radiofrecuencias o plásticos.


Y las había. Pero dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver. En aquel entonces, era la industria del tabaco la interesada en mantener esa aura de misterio tanto como fuera posible, porque ya se sabe que la duda, cuando nace, es inmortal.

Con las oficinas abiertas pasa algo parecido. Todo el mundo sabe que una de las pruebas más duras para los primeros astronautas era realizar operaciones matemáticas en ambientes ruidosos, pero nos quieren vender las oficinas abiertas como algo guay, moderno o incluso disruptivo, cuando en realidad su concepto pervive desde la masificación obrera impuesta en los albores de la industrialización. De hecho, todos los estudios realizados han hallado pruebas de que las oficinas abiertas imponen una considerable carga sobre el trabajador en forma de estrés y distracción, sin mencionar pérdidas de privacidad y otros factores relacionados con la motivación.

Entonces, ¿quién está detrás de ese interés en mantener las oficinas abiertas como cosa del futuro? ¿Por qué? Entre tanta desventaja... ¿cuáles son las ventajas?

¿Puede aun alguien defender que los espacios compartidos son buenos, cuando lo primero que se hace al ascender a alguien es justificar su necesidad de privacidad?

A las jefaturas les seducen los supuestos ahorros en espacio y costes que se derivan de la eliminación de paredes. También les gusta el hecho de que agrupar gente del mismo equipo en espacios reducidos podría mejorar la coordinación, e incluso introducir cierto elemento de autocontrol, al dificultar por ejemplo que los empleados llenen las pantallas de sus ordenadores de asuntos particulares.

Sin duda, estos efectos son reales. En España, la legislación establece hoy en día unas dimensiones mínimas de 2,5 a 3 metros de altura desde el piso hasta el techo, con 2 metros cuadrados de superficie libre por trabajador y áreas no ocupadas de 10 metros cúbicos por trabajador. En una oficina de esas dimensiones, muchas personas pasan miles de horas a lo largo de sus vidas, luchando por mantener la ilusión por un trabajo del que no pueden prescindir. Desde la privilegiada perspectiva del despacho de dirección, sin embargo, el patio de operaciones se presenta como un ajetreado laberinto de conversaciones profesionales y devotos empleados abstraídos en meter o sacar datos de sus ordenadores. Es una gloriosa visión.

Pero es pura pantomima.

Es la cuarta pared, que decía un tal Diderot, tras la que los actores representan sus papeles y que se hace más gruesa cuando crece la audiencia.

Pero no es una pared invulnerable. Es costosa y tiene grietas. Los empleados no consiguen sacar adelante sus planes de trabajo a consecuencia de las continuas interrupciones a las que otros colegas les someten, en forma de reuniones, solicitudes de informes, peticiones de ayuda o simples charlas de café. En ocasiones, se ven obligados a compartir espacios con personas con las que no se llevan bien, lo que les conduce al aislamiento y a reducir al máximo la interacción profesional. Y las más mínimas ventajas en cuanto a privacidad, mobiliario, proximidad a la salida o luz natural se perciben en este tipo de oficinas como ejemplos de nivel jerárquico, de buena sintonía con la dirección. Una pantalla que nadie más pueda ver, por ejemplo, denota una posición privilegiada. ¿Puede aun alguien defender que los espacios compartidos son buenos, cuando lo primero que se hace al ascender a alguien es justificar su necesidad de privacidad?

Sí, la oficina abierta provoca ineficacia, pero es tan generalizada que, por no atisbar nada con lo que comparar, queda paradójicamente disimulada. Es verdad que la jefatura emite de tanto en tanto encuestas de satisfacción o cursos de motivación que los empleados atienden en obligado cumplimiento, en modo minimizar daños, sin comprometerse, sabedores de que una simple encuesta no acabará con un estado de cosas en el que la jefatura ha demostrado medrar tan bien. Y es así como el Open-plan encuentra acomodo en una mentalidad insegura y horrorizada ante la idea de perder el control.

Tanto hacinamiento lleva a veces a que la dirección, en su enorme magnanimidad, autorice la instalación de pequeños cubículos en los que los empleados puedan realizar aquellas llamadas telefónicas que por vergüenza o deferencia no quieran airear. Pero su propia existencia es la mejor prueba del deterioro que el trabajo sufre cuando se pretende cosificar al individuo.

Yo digo que la clave para la competitividad de una organización se basa en que todos y cada uno de sus integrantes se sientan íntima y sinceramente orgullosos de su pertenencia. Orgullosos por la confianza que la organización deposita en ellos, en forma de recursos y libertad para desarrollar sus propias competencias.

Una empresa capaz de entender esto entenderá que va en contra de sus propios intereses deshumanizar, despersonalizar, hacer completamente intercambiables los puestos de trabajo, porque al hacerlo genera desapego, desmotivación y desafección. Porque al hacerlo, en suma, convertimos colaboradores leales y predispuestos en funcionarios apáticos, absentistas y cínicos, incapaces de empatizar con el destino de su propia empresa. Solo una visión limitada al interés propio, y ajena al de la organización, podría justificar algo así. Las empresas de más éxito son las que mejor atienden a las necesidades de sus empleados.

Para que un colaborador rinda, su empleador debe empezar por preservar su espacio. Hay mucho más en el contrato, pero esta es la primera cláusula.