martes, noviembre 13, 2018

No me juzgues. Ayúdame.

Cuando se reúnen varias personas con un objetivo único, como ganar dinero, no pasa mucho sin que se distribuyan funciones. Eso no tiene nada de raro: Algunas son mejores en algunas cosas y, otras, en otras. El problema surge cuando algunas de estas funciones atribuyen derechos de paso a quienes las ejercen.


La justificación de estos derechos surge de la necesidad de poder tomar decisiones rápidamente, de hacer prevalecer lo bueno sobre lo mejor. Y es una buena justificación. Muchas buenas iniciativas se quedan sin ir a ninguna parte debido a lo que se ha dado en llamar parálisis por el análisis. Además, las discusiones tendentes a la toma de decisiones conducen demasiado a menudo a choques entre personalidades. Choques en lo que menos importa es la calidad de la decisión final. Así que el derecho de paso, la jerarquización de las estructuras, suele verse como un mal necesario y por más asamblearia que una organización presuma de ser, al final siempre son unos pocos los que terminan por hacerse con las riendas.

[...] no quiero juzgar, sino ayudar a dar lo mejor de cada uno. Porque los juicios tienen que ver con el pasado, y las organizaciones deben mirar al futuro.
Por lo tanto, este derecho de paso, por necesario, no debería ser fatal para una organización. Y sin embargo, su abuso es una de las principales causas de mortandad entre organizaciones de todas las edades.

Uno de los principales riesgos en la asunción de ese poder es la tentación de aunar las funciones de valoración con las de ejecución. Así, los jefes de los órganos ejecutivos sienten la tentación de hacerse también con los órganos judiciales, como vemos de forma cíclica en la historia de la humanidad. El poder absoluto corrompe absolutamente, dice el dictum de Acton. Y esto no solo ocurre a escala macroscópica, qué va. Ocurre a todos los niveles, y es especialmente pernicioso en el mundo de las empresas.

Que una empresa NO es una democracia... lo entendemos y casi aprobamos, pero que en una empresa se tengan que plegar las reglas del sentido común al capricho de la iniciativa privada, no. Para empezar, aunque la mayoría de empresas privadas dividen la propiedad de las acciones por un lado y la gestión del negocio por otro, la función de valoración del trabajo de los empleados de menor derecho de paso queda reservada al nivel inmediatamente superior. Así, pese a no ostentar la propiedad, y pese a carecer de toda formación, actúan con poder omnímodo haciendo algo más que gestionar. Juzgan. De hecho, se especializan de tal forma en juzgar el trabajo de los demás que ya no necesitan otra justificación a su posición jerárquica. Ellos juzgan. Y lo hacen con frecuencia escudándose en complicados sistemas de evaluación que solo pretenden ocultar o escamotear su propia responsabilidad otorgándoles un falso aire de independencia y objetividad. Estos sistemas pueden ir desde simples formularios con oscuras fórmulas hasta completos y externalizados servicios corporativos.

Los empleados son así juzgados sistemáticamente por sus jefes, que pueden decidir impunemente sobre contrataciones, ascensos, traspasos, despidos y todo tipo de beneficios e iniciativas. Solo se salva aquello que por ley corresponda a algún otro estamento, como comités sindicales o agrupaciones profesionales. Y es que juzgar es algo tan genuinamente representativo del poder que su ejercicio termina por hacer olvidar el verdadero papel del jefe, que no es juzgar sino guiar en la consecución de los objetivos legítimos de la organización.

Pero es que además del prestigio que juzgar otorga, hay que admitir que es mucho más fácil que hacer cosas. Dicen que detrás de cada crítico hay un artista frustrado. Quizá sea una exageración, pero sin duda detrás de cada jefe que juzga hay un jefe que no trabaja, un jefe que decide abandonar el puente de mando para retirarse a una posición mucho más cómoda y segura cual es la de valorar el trabajo de los demás. Esa que debería reservarse para aquellos mucho mejor preparados y legitimados para esta función, como son los propietarios o aquellas personas que han decidido dedicar su vida al estudio de las relaciones humanas sin buscar en ello una fuente de poder. El resultado final es frustración, pérdida de rendimiento, fuga de valores y gente que creyendo odiar y huir de la empresa quizá en realidad odie y huya de un jefe.

Por eso, yo no puedo tener ningún interés en ser justo con las personas que colaboran conmigo. Podría tenerlo, y podría incluso creerme el falso sueño de que puedo realmente llegar a ser un juez justo y equitativo con ellos, sabio y prudente, pero no. No he escogido ser juez porque no tengo, como tampoco la inmensa mayoría, capacidad. Puedo ser mucho más útil para cualquier organización asegurándome de que cada persona a mi lado permanezca informada, formada y motivada.

Porque no quiero juzgar, sino ayudar a dar lo mejor de cada uno. Porque los juicios tienen que ver con el pasado, y las organizaciones deben mirar al futuro.

Ningún empleado necesita un jefe que le juzgue arrogándose ese privilegio exclusivamente por su posición jerárquica. ni siquiera basándose en la mejor información que su posición jerárquica le pueda proporcionar o que él mismo se haya encargado de obtener. El derecho a juzgar debe basarse en la capacidad para emitir un mejor juicio, que a su vez debe demostrarse y caracterizarse en un entorno controlado y calibrado. Algo demasiado complicado para el común de los mandos, siempre ocupado en mantenerse al tanto del equilibrio de poder y su propia supervivencia.

Mientras esto no sea así, los buenos colaboradores seguirán viendo como superiores no preparados siguen juzgando alegremente su rendimiento, sus iniciativas y su compromiso, en lugar de guiarlos anticipándose a sus problemas y allanando el camino al éxito para toda la organización.

Imagen cortesía de 123RF.