Para un orador experto, nada hay más fácil que construir con palabras una mentira tan gigantesca que por su propia enormidad no pueda ser puesta al descubierto. |
Cuando Dios creó los cielos y la tierra, se quedó bastante decepcionado porque no tenían forma ni luz. Así que empezó a nombrar cosas. Y fue suficiente con que lo hiciera para que la oscuridad y el caos dieran paso a la luz y el orden. Entonces, siguió otorgando nombres a casa cosa, y ya ni él ni sus hijos se detuvieron hasta nuestros días.
Pero en el interior las reglas que gobiernan nuestra representación son totalmente diferentes a las que operan en el exterior. En este nuevo universo muchas cosas son posibles mientras que no lo son en el otro, en el viejo. Son posibles, por ejemplo, las contradicciones. Aquello que es cierto y también su contrario. Con tantas posibilidades, no es de extrañar que para muchos, dominar el arte de las representaciones, dominar por ejemplo la palabra, sea más importante aún que dominar un universo por otro lado indiferente e inabarcable. Ya lo dejó escrito Schopenhauer en su inacabada Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas, una curiosidad de la que muchos maestros de la retórica han hecho libro de cabecera.
Y así es como para los ciudadanos el conciudadano más odiado sea precisamente aquel cuyo nombre a más calles otorga: el político. Porque, aunque el ciudadano sabe que miente una y otra vez, no puede dejar de creerle. Tal es su dominio sobre la palabra, y por ende, sobre la psique y el subconsciente del pueblo. Ah, la palabra, qué gran efecto balsámico. Eso lo sabe hasta Freud. Pero no es una medicina. Es un placebo. Y a veces, un veneno. Los anuncios mienten, eso también lo sabe todo el mundo. Lo que no saben es que virtualmente todas las palabras lo hacen, cada una a su escala.
No podía ser de otra forma. Si fuéramos infinitamente sinceros, si pudiéramos expresar todo aquello que anhelamos y que tememos, ¿con qué nos defenderíamos de quienes pretendieran utilizarnos en su provecho?
Como la información es poder, debemos ganar tanta como podamos y ceder tan poca como nos sea posible. Así que aprendemos a hablar sin decir nada, y a tratar de leer entre líneas. Aprendemos, en suma, a sortear las numerosas trampas en busca de pistas ocultas, de pequeños rastros que no hayan podido ser borrados del manuscrito. Para un orador experto, sin embargo, nada hay más fácil que construir con palabras una mentira tan gigantesca que por su propia enormidad no pueda ser puesta al descubierto. Se construyen así imperios y repúblicas donde reinan la justicia y el progreso, y también amores eternos cuyo fuego jamás se extinguirá, y todo se construye solo con palabras. Aunque sean muchas.
Ah, la palabra. Qué gran poder. Mienten, sí, pero no las subestimes.