Una vez habló el último de los managers, se produjo un tenso silencio. Todos clavaron sus ojos en la figura del hombre que se sentaba al extremo de la larga mesa de juntas. Y el hombre que se sentaba al extremo de la larga mesa de juntas no tenía prisa en hablar.
Así que el hombre sentado al extremo de la larga mesa de juntas empezó a hablar. Lo hizo en tono pausado, como ofreciendo a todo el mundo la posibilidad de gozar de cada inflexión, de cada carraspeo, de cada retazo de pensamiento que emanara de su boca. Y todo el mundo le escuchó con atención religiosa, sin pestañear, sin el más mínimo movimiento. Hasta aquel momento, todos los managers habían apostado a una especie de ruleta de la suerte, y ahora la ruleta estaba girando.
Al cabo de unos minutos de reflexiones en voz alta, todos sabían ya quién había ganado y quién había perdido. La opinión de la mayoría, si habían jugado bien, habría quedado enmascarada en un poco de retórica vacía, y aunque la apuesta pocas ganancias les reportaría, les daría al menos la oportunidad de evitar significarse y perder en el arriesgado juego de adivinar lo que piensa el jefe.
Porque a estas alturas y con tanto en juego, ¿quién está de verdad interesado en ser sincero? ¿Quién de los manager tendrá el valor ingenuo de pretenderse más listo que el jefe? Y ni siquiera ha de temer la corrección del jefe en persona, sino de sus lugartenientes, aquellos a los que el jefe ha situado en esa posición precisamente por su capacidad para salir en su defensa, aislando y reduciendo a cualquier adversario con admirable, y acaso única, destreza. Y si hubiera una segunda ronda, desaparecida la incertidumbre nadie tendría el menor sonrojo en cambiar su punto de vista para alinearlo con el del la superioridad.
Los antiguos no tenían algo tan elaborado y sofisticado como el concepto del bien y el mal. Se conformaban con distinguir aquello que era verdad de lo que solo pretendiera confundirles. Pero para este jefe, es precisamente la verdad lo que es relativo y confuso, así que la ha sustituido por otro concepto mucho más manejable: el de la lealtad. Y la lealtad no implica no cometer errores. Meter la pata es, después de todo, la constatación de la superioridad intelectual del jefe. La lealtad implica no desafiar su autoridad.
En la estructura jerárquica clásica, el jefe protege a sus subordinados en la medida en que estos le protejan a él. Es ese el motivo por el cual un ataque a la autoridad del jefe es percibido por sus lugartenientes como un ataque a toda la organización. Es un toque general de rebato. Y el jefe no olvida la importancia de mantener esta red de dependencias bien tupida e impenetrable, afianzando siempre que se requiera la autoridad de sus managers.
El resultado final no por bien conocido es menos dramático: la desconexión del jefe de la realidad de su propia organización, y en el peor de los casos, del propio universo.
Y todo esto, quizá en tiempo de bonanza pase desapercibido, pero en aguas someras se puede pagar muy caro.