lunes, agosto 07, 2017

El caldero, la serpiente y el hongo

Se cumplen estos días 72 años de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, y he pensado que mejor que enrollarme sobre aspectos morales será escribir un nuevo relato corto aprovechando alguno de los maravillosos parajes y experiencias cosechadas durante mi viaje al Japón.


La ascensión había sido dura, pero ahora la recompensa estaba al alcance de la mano.

Lo había logrado. Para una adolescente como ella, abandonar de madrugada el familiar ambiente del pueblo atravesando sola oscuros bosques y escalando empinadas paredes rocosas era lo más parecido a entrar en la madurez. Había alcanzado la cumbre de la isla, la sagrada cima del monte Misen, justo al despuntar los primeros rayos del alba. Había penetrado por fin en los dominios del complejo de templos fundado en aquellas alturas más de mil años atrás y en el que decían brillaba una llama eterna. Una llama que calentaba en un caldero un agua capaz de curar cualquier mal. Acaso capaz incluso de curar el mal de amores que tanto la atormentaba, y cuyo remedio había venido hoy a buscar aquí.

Pero ahora mismo, Keiko estaba agotada y sólo trataba de orientarse por entre las grandes paredes de roca y la vegetación que cubría los aledaños del complejo. Imponentes figuras talladas en piedra de antiguos monjes flanqueaban caminos que subían y bajaban y parecían conducir a ninguna parte.

Miró en torno a sí y vio el sol resplandecer sobre las cumbres de la vecina isla de Nomi. Arriba en el cielo, sobre la lejana ciudad del continente, flotaba un minúsculo destello plateado, como un insecto suspendido del cielo azul, que luego desapareció sin dejar rastro.

Vagabundeó en silencio durante un rato hasta que un silbido la detuvo en seco. Justo en un recodo del camino, una figura inmóvil la observaba. Era una mamushi, una víbora de letal mordedura. La serpiente le miró durante un rato, y luego siguió su camino. Normalmente, la mamushi habría esperado enroscada y oculta, y habría atacado al paso de su victima como movida por un resorte, pero esta vez se había limitado a cederle el paso.

—¡Buenos días a ti también! ¡Gracias por dejarme pasar! —le gritó Keiko, inclinándose hacia ella en señal de saludo.

Con el corazón aún latiendo desbocado ante este encuentro inesperado, llegó a una explanada en la que se alzaba una pagoda de una sola planta, ricamente decorada. Allí estaba el Reikado: un pequeño caldero bajo el que brillaba un pequeño fuego. Keiko se aproximó y tomó con un cuenco un poco de agua que sorbió sin pensar.

Estaba caliente pero creyó sentir ya un influjo benefactor bajando por su garganta, así que salió corriendo hacia uno de los caminos de piedra que llevaban de vuelta al pueblo que se levantaba abajo en la playa en torno a la estación del ferry que unía la isla al continente.

Un nuevo y lejano rumor llegó del cielo. Ahora, era una especie de punta de flecha formada por otras tres polillas plateadas avanzando perezosa en las alturas hacia la ciudad. Apenas le llegaba el lejano zumbido de los motores. Si eran bombarderos, eran demasiado pocos y estaban demasiado alto para atacar la ciudad y también para ser alcanzados por las defensas antiaéreas. Pero, por algún extraño motivo, se quedó como hipnotizada mirando aquella aparición y creyó ver algo caer desde el centro de la formación. Pero el sol que tenía directamente enfrente le impedía discernir bien si era real o sólo un reflejo.

Entonces, el inesperado amanecer de un nuevo sol a la izquierda del otro sol la cegó.

Se tiró al suelo instintivamente echándose las manos a la cara en medio de un silencio irreal y reptó hacia los arbustos en busca de cobijo. Un bramido profundo barrió el bosque agitando árboles y proyectando ramas, hojas y piedras por doquier. Y a este bramido siguieron otros incluso más terroríficos, que le hicieron creer que algo mucho más poderoso que el más poderoso de los tifones o los terremotos o de los bombardeos se había producido. Pero Keiko no podía ver nada. El nuevo amanecer le había cogido por sorpresa y los ojos le dolían mucho. Tanto que no podía abrirlos.

Más abajo, los ciervos que pacían en torno a los relicarios de la playa habían huido a esconderse en la espesura.

Poco a poco, Keiko recobró la vista y tambaleándose aún consternada reinició el descenso. Cuando por fin llegó al templo, lo encontró desierto. Todos se habían dirigido al muelle en busca de noticias sobre aquel prodigio temiendo por la suerte de sus seres queridos, porque inmóvil sobre la ciudad aparecía visible, como un heraldo de muerte, una enorme nube en forma de hongo.

Pero las horas pasaron, la gente regresó y nadie podía proporcionar una información coherente sobre el origen y la extensión de la terrible desgracia que había carbonizado y evaporado la mayor parte de los populosos barrios del centro de la ciudad, convertidos en aquella gigantesca nube blanca que al paso de las horas volvía a tierra convertida en negra lluvia.

Llegó por fin el ocaso y el templo se llenó rápidamente con los lamentos de los heridos y también de aquellos que habían perdido a sus amigos, a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos. Keiko no se explicaba cómo habían llegado desde la ciudad, hasta que comprendió que muchos ni siquiera estaban en la ciudad en el momento de la explosión, sino en la propia isla, a unos quince kilómetros de la ciudad, y empezó a abarcar la enormidad de la tragedia.

Los heridos se hacinaban como podían sobre los tatami para recibir atención médica. Pero toda la atención médica que podían recibir era la que los aldeanos podían proporcionarles, y se reducía a remedios caseros y vendas que pronto se fueron agotando. A veces, a la vista de las heridas, Keiko se preguntaba qué tipo de seres humanos podían provocar semejante sufrimiento, e incluso reprochaba a la misma muerte que los permitiera.

Entonces, Keiko tuvo una idea.

Regresó a la cima para traer consigo todo el agua que pudiera del Reikado, y lo hizo sin reparar ni en el cansancio ni en los gritos de su madre para que permaneciera a su lado. Pero cuando regresaba con su pesada carga, volvió a interponerse en su camino la víbora, escondida entre las sombras del crepúsculo.

—¡Por favor, serpiente, déjame pasar! ¡Llevo alivio a los heridos! —le gritó Keiko. Pero la serpiente no se movió, y Keiko le suplicó de nuevo, sin éxito.

—¡Voy a pasar de todas formas, no me muerdas! —le gritó, y después de dudar unos instantes, echó a andar en dirección a la serpiente. Pasó por su lado sin que el animal hiciera el menor movimiento. «Gracias», pensó.

Fue al encarar la bajada al pueblo cuando sintió una ligera punzada en su pantorrilla izquierda, pero no se detuvo.

Al llegar al templo, fue dando de beber a quien tuvo fuerzas para hacerlo. Nada de aquello ahorró una sola vida ni probablemente ninguno de los sufrimientos que durante décadas siguieron atormentando a los supervivientes de aquel día, pero el caso es que los lamentos fueron cesando a lo largo de la noche y el silencio fue ganando terreno a medida que la piadosa muerte empezó por fin a derramar sus bienes lentamente por entre las filas de heridos. Los cuerpos de los fallecidos iban siendo colocados en filas a lo largo del muelle para ver si podrían ser identificados antes de arder en una pira funeraria a la mañana siguiente. La calor y el hedor eran insoportables, pero Keiko no paró en atender a unos y a otros hasta que, al anunciarse el amanecer, cediendo a un desfallecimiento cada vez mayor, decidió salir y respirar.

Los ciervos regresaban lentamente a la playa. Keiko acarició una cría que mansamente se le había acercado. Luego, se reclinó bajo una linterna de piedra y se durmió justo cuando un nuevo sol proyectaba sus primeros arreboles sobre Hiroshima.



Foto: Playa de Miyajimacho, Hatsukaichi, Hiroshima, por Diego Rodríguez.