lunes, mayo 20, 2013
Aguja
No hay pajar demasiado grande para la eternidad.
CUENTO DE HADAS
En esa tarde de primavera, el hayedo parecía algo así como el escenario de un cuento de hadas en el que flotaran millones de estrellas de luminiscente verdor, encendidas todas por el sol del ocaso sobre un manto ocre de hojas caídas.
A otros, el lugar les inspiraba temor y no faltaba quien juraba haber adivinado sombras y voces entre la niebla que frecuentemente invadía aquellos parajes. Pero Sebastian lo consideraba su hogar al cabo de tantos aniversarios recorriendo sus veredas y acariciando cada tronco y cada piedra de la mano de Sarah, su prometida.
A veces, los dos se quedaban charlando, abrazados hasta que la oscuridad lo envolvía todo, completamente ajenos al misterio que les rodeaba. Entonces, y sólo entonces, Sebastian se despedía de Sarah con un beso emocionado y cargado de sentimiento, y volvía a su monótona vida en el pueblo.
Hoy, los pasos de Sebastian por la arboleda eran inseguros y su mirada rehuía la de Sarah. No sabía cómo plantear lo que venía a decirle, pero ya no quedaba tiempo para más. Por fin la sujetó del brazo y la encaró con gravedad.
—Quizá al final no pueda encontrar tu aguja —le dijo.
—¿Por qué no? Aún hay muchos lugares en los que no hemos mirado —replicó alegremente la muchacha.
—Hay millones de lugares en los que no hemos mirado, Sarah, pero a este viejo corazón mío se le está acabando la cuerda...
—Me estas asustando. Ya sabes que no me gusta cuando te pones dramático. Si lo que quieres es dejarme, sólo tienes que decírmelo —interrumpió Sarah.
—Trato de ser realista y ver qué podemos hacer si no aparece.
—Pues… ¿qué vamos a hacer? Seguir buscando, supongo.
Sebastián sonrió tímidamente y la estrujó entre sus brazos.
—Me pediste que lo encontrara para tí, pero he sido incapaz. Podría ser que fuera lo mejor —añadió tristemente, mientras mantenía la cabeza de Sarah apoyada en su pecho.
—No te aflijas, cariño. Aparecerá. Esa aguja es muy importante para mí y no puedo irme sin ella. Si me quieres, lo comprenderás.
—Sarah, tu hermana y tus padres hace mucho que abandonaron este bosque —replicó Sebastián—. ¿Recuerdas a la Señorita Vickers? ¿A la adorable familia Jones? Y a aquellos chicos que jugaban al fútbol… ¿Cómo se llamaba su equipo? Pues bien, todos se han ido yendo y ahora te has quedado completamente sola.
—Nunca estoy sola. A veces me siento triste porque me gustaría ver a mi hermana, pero tú siempre estás a mi lado y no me importa quedarme aquí hasta el fin de los tiempos si tú eres feliz —y la muchacha le dedicó una de sus luminosas sonrisas—. Además, el capitán Neal no se ha ido. Sigue por ahí musitando cosas incomprensibles. De nada ha servido que todos le perdonáramos.
—Yo, sin embargo, no puedo ser feliz imaginándote vagando entre la niebla. Tus pies están fríos y tu aliento se congela.
—Ya no queda mucho, darling. Pronto nos reuniremos para siempre.
«Para siempre.»
Estas palabras sonaban en los oídos de Sebastián como un bálsamo que calmara todas sus heridas.
INFIERNO
El descubrimiento de los restos del avión de pasajeros inglés desaparecido el día anterior había corrido como la pólvora por el pequeño pueblo de Arbucias, al pie de la sierra del Montseny. Habían estado buscándolo por Sabadell —la última posición conocida— e incluso en el mar frente a Mataró, hasta que el sábado por la mañana alguien lo atisbó desde el aire en una ladera cerca del pico de Les Agudes.
Enric, un joven periodista aficionado, había decidido que no podía estrenar de mejor manera su nueva cámara que cubriendo aquella noticia. Subió desde el valle siguiendo el rastro de vehículos por la estrecha y enrevesada carretera de montaña hasta un punto en el que era preciso internarse en el bosque descendiendo por un empinado camino.
Mucho antes de llegar, un penetrante olor que el joven no supo definir hacía presagiar un escenario sobrecogedor. La zona parecía tomada completamente por los militares y, sin poder acercarse al punto cero del hallazgo, dudó qué hacer. Frente a él, un joven recién llegado estaba siendo retenido por algunos policías. Permanecía en silencio, pero su rostro aparecía transido por el dolor.
Al poco, llegó hasta la entrada del camino un vehículo oficial transportando un militar de alto rango. Enric no dudó en fotografiarlo sin reparar en que sus propios pantalones azules parecían corresponder al uniforme del recién llegado. Quizá por todo eso, los militares que custodiaban la zona dieron por hecho de que el joven pertenecía a su comitiva oficial y le franquearon el acceso al camino. Enric traspasó la barrera sin preocuparse más por el chico que dejaba atrás.
Dentro del perímetro, la actividad era febril. Las brigadas llevaban horas buscando restos humanos entre niebla y humeantes piras para introducirlos en bolsas de plástico transparente que luego depositarían en el único medio de transporte disponible, un camión de la basura. Era menester recoger todos los restos antes del amanecer del día siguiente, domingo, y llevarlos al cementerio del pueblo más cercano, Arbucias. Los soldados, en su mayoría cumpliendo el servicio militar obligatorio, no estaban preparados ni física ni mentalmente para acometer semejante tarea y deambulaban entre los escombros conteniendo las nauseas.
Enric empezó pronto a toparse con restos de la tragedia dispersos entre la vegetación; por doquier podían encontrarse fragmentos del fuselaje y piezas, pero ninguno muy grande. Algunas ropas de vivos colores aparecían colgando de las ramas, y en el suelo, maletas abiertas, zapatos y toda suerte de objetos daban al paisaje un aspecto irreal. Por fin, Enric se cruzó con los primeros restos inequívocamente humanos —apenas algunos trozos de incierta procedencia cubiertos a veces con girones de ropa— y una amarga y negra angustia emergió súbitamente desde su estómago. A su alrededor, apenas podían contarse un puñado de cuerpos enteros en un mar de restos dispersos, algunos carbonizados y difícilmente reconocibles. Sin embargo, no dejó de apretar el botón del obturador de su cámara con frialdad casi profesional. Fue tomando así imágenes de cuanto veía y postergando para más tarde la labor de asimilar el horror que mantenía atenazado su corazón. Y procuraba también no pisar nada.
Las brigadas ampliaban su área de acción en busca de restos humanos ocultos entre la vegetación mientras algunos agentes de la Guardia Civil recogían relojes, joyas, dinero y cualquier otro objeto de valor que de otra forma pudiera ser robado por alguien sin escrúpulos.
Después de un cierto tiempo vagando por la arboleda, el joven se topó con un grupo de hombres aserrando el tronco bañado en sangre de un alto haya. Cuando Enric alzó la vista, le sobresaltó más allá de lo imaginable el cuerpo desnudo de una mujer joven entrelazado entre sus ramas. Su cuello parecía seccionado pero su rostro reflejaba una horrorosa inexpresividad, como dormido. Un humilde alfiler de plástico azul seguía prendido de un mechón dorado de cabello que ocultaba parcialmente sus aniñadas facciones. Por lo demás, el resto de su cabellera se ondulaba libre al viento como el trigo en verano.
A diferencia de las muecas macabras que la muerte había dibujado en las facciones de los otros, a Enric le sobrecogió la serena belleza de aquella aparición. No encontró sin embargo fuerzas para fotografiarla y la condenó a hundirse en su memoria.
«Tuvo que venir desde allí. Iría aún muy rápido, bajando suavemente y con el tren de aterrizaje aún plegado, cuando se topó entre la niebla con la montaña», oyó Enric explicar a alguien mientras trataba de abandonar el lugar. Había agotado dos carretes de fotos, todo su material.
Aquella noche Enric se la pasó en blanco, sudando y dando vueltas en su cama. El domingo por la mañana se levantó temprano para dirigirse sin desayunar al pequeño cementerio del pueblo. Allí le sorprendió la presencia de forasteros enfundados en guantes y batas blancas. Se trataba de un patólogo militar inglés y sus ayudantes. Iban extrayendo con británica flema los restos humanos que habían recolectado el día anterior; luego contaban las cabezas que iban apareciendo y a continuación lo devolvían todo a las bolsas para depositarlas finalmente en una pequeña fosa común excavaba a toda prisa a la entrada del cementerio.
A la vista de aquello, Enric revivió el horror del día anterior con más intensidad si cabe porque ahora no tenía una cámara fotográfica cuyo frío objetivo pudiera servirle de escudo. Y aquel olor que le perseguía…
Cuando los hombres de las batas blancas finalizaron su macabra contabilidad, el recuento de cabezas se detuvo en la cifra de 113; este número representaba una persona de más respecto a la lista de pasajeros que había facilitado la compañía aérea, pero esta discrepancia no se divulgó ni tampoco se volvió a contar nada. Bien pudo contarse por duplicado lo que no era más que un único cuerpo, o bien se trataba de algún viajero de última hora, o incluso un desventurado excursionista. De ser así, alguien en algún momento denunciaría una desaparición.
Así que, habiendo descartado repatriar los cuerpos ante la imposibilidad de identificarlos con alguna fiabilidad, se decidió que aquella misma tarde el párroco del pueblo y un pastor anglicano oficiaran conjuntamente una misa y se les diera a todos sepultura en aquel pequeño terrón de tierra a las afueras de aquel pequeño pueblo del Montseny.
Así se hizo, teniendo como testigos a algunas autoridades de menor rango y una pequeña nube de feligreses, turistas y curiosos que atestaban las angostas calles del cementerio. Pocos familiares habían llegado a tiempo al acto. Como un invitado silencioso, el misterioso castillo de Montsoriu parecía observarlo todo desde su lejana atalaya.
Mientras, la crónica de la catástrofe del joven Enric —al que pomposamente La Vanguardia llamaba «nuestro corresponsal en Arbucias»— se había hundido desde la portada del sábado hasta la página 29 del domingo.
La vida seguía.
ENCUENTRO EN LA NIEBLA
—¡Mira, abuelo!—Y la pequeña le mostró una pequeña pieza de plástico azul—. ¡Me la ha dado un hada!
Enric no había regresado a ese paraje desde aquel día de verano de 1970. Había pasado ya mucho tiempo —toda una vida, en realidad— y parecía haberlo olvidado casi por completo. Pero este domingo algo le había hecho escoger aquel lugar precisamente para pasear con su nieta. Había insistido en llevarla hasta allí en busca de un pequeño tesoro que algún aficionado a los tesoros había escondido cerca del monumento que los vecinos habían erigido a las víctimas al poco de producirse el accidente.
—¿Y dónde está el hada? —preguntó socarronamente el abuelo.
—Oh, estaba allí, bajo aquel árbol —la pequeña señaló hacia un alto y joven haya.
—Pero ahora no lo sé. Ya se ha ido —añadió inocentemente con cara de desilusión.
El hombre examinó la pieza de plástico mientras la pequeña volvía a corretear por los alrededores. Era una de esas agujas que las mujeres utilizaban —a modo de hebilla y con la ayuda de un pequeño aro— para recogerse el pelo; hacía ya muchos años sin embargo que no se usaban. Jugó con ella y a continuación miró al árbol donde su nieta dijo haber visto el hada: su tronco parecía haber brotado de un tronco más antiguo que hubiera sido cortado de raíz. Sus ramas se mecían a la brisa del mediodía como los cabellos de una mujer, y Enric repitió esta operación algunas veces, mirando alternativamente al pequeño objeto de plástico que sostenía entre los dedos y al árbol, tratando de unir los puntos.
Algo pugnaba por salir a la superficie desde lo más profundo de su memoria, pero le inquietaba la idea de que se tratara de una imagen que él mismo hubiera condenado mucho tiempo atrás al olvido.
Se metió la aguja en el bolsillo, y de repente el fragor de un trueno que no cesaba recorrió la arboleda, como si un avión de pasajeros se aproximara a toda velocidad en curso de colisión. Enric se cubrió instintivamente la cabeza refugiándose tras el árbol. El ruido cesó de repente y un penetrante olor invadió el lugar. Era el olor de una pestilente mezcla de excrementos, sangre y keroseno recordándole estar en aquel mismo lugar mucho, mucho tiempo atrás. Alzó por fin la cabeza y le pareció ver un líquido oscuro descendiendo a lo largo del tronco. No se atrevió a averiguar de dónde caía porque el horror ya se había apoderado de él.
Buscó nerviosamente la aguja en su bolsillo y la arrojó al lado del árbol, como devolviéndosela para conjurar algún tipo de maldición.
En respuesta, una ráfaga de aire barrió violentamente el bosque y a continuación una espesa niebla oscureció el cielo y todo se sumergió en la bruma, excepto el árbol que tenía ante sí. Pero el hombre le dio la espalda temblando de miedo, y ordenó a su nieta regresar a toda prisa. Enric había oído muchas historias sobre los espectros del avión inglés que vagaban por aquellos parajes sin siquiera saber que estaban muertos. No creía nada de todo aquello, pero ahora no podía negar hallarse al borde del pánico.
—Venga, vámonos, que va a llover —le ordenó imperioso a la pequeña, asiéndola fuertemente de la mano.
—¡Pero, abuelo, el hada está en el árbol! A lo mejor no quiere quedarse sola… ¡Por favor, abuelo!—pero Enric tiró de la niña sin mirar atrás hasta alcanzar la carretera.
—¡Mírala, mírala! —continuó la pequeña.
En el camino de vuelta a Arbucias, la bruma era tan espesa que Enric tuvo que conducir extremadamente lento, y le pareció ver una sombra observándole impávida desde una de las curvas. Era la figura de un hombre vestido de uniforme.
Enric no contó nada a nadie por miedo a que lo tomaran por loco, pero se juró no regresar jamás.
DESPEDIDA
—Hoy he traído una cosa para ti. ¿Sabes? Creo que éste es el día más feliz de mi vida —y Sebastián le mostró a Sarah el pequeño objeto sobre la palma de su mano —. Estaba al lado de nuestro árbol. ¡Cómo pude no verlo en todo este tiempo!
—Oh, por fin… ¡Lo has encontrado para mí! Pero no te culpes por la tardanza. A veces, las hadas del bosque son traviesas…
—¿Podemos irnos ya? —le preguntó Sebastián.
—Sí —y Sarah extendió su mano, ahora cálida y suave, para entrelazar sus dedos con los de Sebastián.
UNA HISTORIA COMO TANTAS
—¿Sabe usted dónde puede estar su hermano? —preguntó el policía a la mujer.
—Tengo una idea... Es un punto concreto en la sierra del Montseny, a una hora de aquí, más o menos.
—Y, ¿qué tiene de particular ese lugar?
—Se trata de algo que sucedió hace más de cuarenta años. Un avión de pasajeros inglés se perdió en la sierra cuando estaba a punto de aterrizar en Barcelona y se estrelló contra la ladera de una montaña. No sobrevivió nadie. Durante décadas, los que conocían donde pasó mantuvieron discreción para no atraer gente… rara. Pero ellos mismos fueron recolectando restos —piezas, trozos de ropas, envases y zapatos— y dejándolos al pie del monumento funerario que pusieron allí. Acabaron formando una especie de pequeño vertedero. Yo no le encuentro ningún sentido, y además me parece sórdido.
La mujer continuó:
—Mi hermano sube a pasear por allí con mucha frecuencia.
—¿Por qué? —le preguntó el funcionario.
—Sebastian tendría 17 años y trabajaba de camarero en Calella cuando conoció a Sarah, una chica inglesa que veraneaba allí con su familia. Se trataba de un matrimonio con dos hijas, gente humilde que trabajaba todo el año para pagarse dos semanas en España. Y Sarah era la mayor, una niña muy mona, rubita con los ojos azules como una muñeca, pero muy decidida y madura para su edad. Ella y mi hermano se enamoraron inmediatamente. Se prometieron en secreto y antes de separarse se juraron el uno al otro reunirse al año siguiente. No hablaba de otra cosa y se puso a ahorrar. Nuestra madre había muerto hacía unos años y vivíamos con nuestro padre, pero el pobre hombre era un alcohólico y Sebastián no le soportaba. Mi hermano quería casarse. Planeaba irse a vivir a Inglaterra y labrarse un futuro… Como si allí ataran los perros con longaniza, ¿no le parece? Una historia como tantas, seguramente.
—Entiendo —respondió el policía.
—Pero esa fue la última vez que se vieron mi hermano y la chica —continuó la mujer—. Era el verano de 1969, creo. Al año siguiente, ella, su hermana y sus padres murieron en ese avión cuando estaban a punto de llegar a Barcelona. Y desde entonces, fíjese usted….
—¿Su hermano tiene alguna enfermedad mental?
—La verdad es que, desde aquel día, no volvió nunca a ser el mismo. La obsesión destruye las personas. Pero, que yo sepa, no está enfermo.
El policía tomó nota e informó por radio. «Las personas mayores hacen a veces cosas raras», pensó. Se marchan en busca de otras personas desaparecidas y se pierden ellos mismos al olvidar dónde viven o a dónde se dirigen.
UNA HISTORIA VERDADERA
Sebastian no había olvidado nada, y recordaba vívidamente cada minuto del verano de 1969. En realidad, no paraba de recordarlo a todas horas. Recordaba con que firme dulzura y con qué dulce firmeza ella le entregó el primer beso después de decirle mirándole a los ojos: «Sé lo que estoy haciendo y deseo hacerlo». Recordaba también aquel último día en el que no quiso despedirse de su prometida sin darle algún obsequio, y le hizo entrega de una aguja para el pelo. Sebastián jamás pudo olvidar como, con movimientos que denotaban femenina destreza, con ella Sarah se apartó del rostro un mechón de su rubia cabellera y le sonrió con sus grandes ojos azules cubiertos de gruesos lagrimones mientras ambos se despedían abrazados en aquella barca varada en la arena. Le prometió que, en símbolo de fidelidad, aquella aguja recogería su pelo hasta que él no pudiera quitársela de nuevo con sus propias manos. Luego, se separaron entre sollozos.
Pero la tristeza de Sebastián por aquella separación duró poco. Ella le escribió inmediatamente desde Inglaterra y ya no dejaron de intercambiarse cartas durante el resto del año, esperando ansiosamente la llegada de un nuevo verano.
Finalmente, ella le escribió contándole que llegaría a Calella la noche del viernes 3 de julio y lo citó en la barca de la playa donde solían besarse y acariciarse durante horas.
La tarde de ese día, Sebastian fue a ayudar como de costumbre en el bar de su tío, tratando de ocultar la enorme emoción que le producía el reencuentro con su amada. Era tanta su dicha que Sebastián no paraba de sonreírle a todo el mundo con una tonta expresión de felicidad.
Sin embargo, de repente, mientras atendía a un cliente, Sebastián se quedó sin habla, inmóvil con la mirada fija en un reloj de pared. Había derramado la cerveza sobre el hombre y su tío, alarmado, trató de devolverlo a la realidad.
—¡Sebas, Sebas! ¿Qué te pasa?
«Ha trabajado mucho, y luego los exámenes. Debe estar agotado», le disculpó mientras Sebastian parecía regresar en sí.
El reloj marcaba las siete y cinco.
La tarde continuó con aparente tranquilidad hasta que la noticia del avión desaparecido sumió al muchacho en la más absoluta desesperación; en aquel mismo instante juró ante los presentes que se quitaría la vida si algo le pasaba a su joven enamorada y salió corriendo del local sin que nadie pudiera detenerle o averiguar a dónde se dirigía. Pasó la noche vagando por la playa, cerca de la barca que permanecía ahora solitaria.
Cuando al día siguiente se enteró de que los restos del avión habían sido encontrados en el Montseny, condujo su motocicleta hasta allí, pero no pudo llegar a ellos hasta la retirada de las brigadas. Luego, no quiso asistir al entierro en Arbucias. Ella no podía estar allí, hacinada con los demás en aquella minúscula fosa —se repetía— y vagó desesperado durante días por la arboleda entre los restos aun humeantes de la tragedia.
Hasta que una voz familiar que parecía provenir de un árbol cercano, le llamó:
—Sebastian…
Era Sarah, iluminada entre el hayado por un rayo de sol que le confería el aspecto de un ángel.
—¿Dónde te habías metido? Te estuve esperando en la barca —le reprochó él cariñosamente, mientras ella se arreglaba el pelo con coqueta feminidad—. Te he estado buscando sin descanso, créeme —continuó—. Estuve perdido sin ti.
—Y yo te he estado llamando sin descanso —le respondió Sarah—. He pasado mucho miedo. Han venido hombres que no conocía. Por favor, no me vuelvas a dejar sola —le replicó severamente la joven.
—No lo haré. ¿Y tu familia? ¿Tu hermana? —preguntó ansioso el joven.
—Se han ido. Les he dicho que les seguiría cuando te encontrara.
—Pero para estar contigo, supongo que debo… —y Sebastian extrajo de una funda una escopeta de caza. Tomó unos cartuchos y se dispuso a cargar el arma.
—¿Qué quieres decir?
—No seas tonta, Sarah. Nadie ha sobrevivido.
—Entiendo. Pensé que eso no te importaba...
—Claro que no me importa. Pero si queremos estar juntos, ahora sólo es posible si yo también paso al otro lado.
—Sebastian, mírate. Apenas eres un niño.
—No deseo vivir más si no es a tu lado.
—Debes vivir. Yo puedo esperar —le dijo Sarah.
—No puedo imaginar vivir sin tenerte a mi lado.
—Pero me tienes —ella tomó su mano, pero sus propias manos estaban ahora frías.
—Perdóname —y apoyó el cañón de la escopeta en su mentón.
—Eres un estúpido —le dijo indignada. Se hizo el silencio entre los dos.
—Sarah…
—Además, no podemos irnos ahora—añadió la chica—. He perdido la aguja de pelo que me regalaste. La de color azul. Antes tendremos que encontrarla. ¿Me ayudarás?
Sebastian miró a su alrededor. Los bosques de hayas suelen ser escenario de cuentos de hadas porque sus hojas paralelas al suelo impiden eficazmente el paso de la luz hasta la superficie, manteniéndola limpia de vegetación. Pero ahora un manto negruzco de detritus lo cubría todo. Encontrar su aguja de pelo entre tantos acres de vegetación, tierra y desechos sería, sin duda, una ardua tarea. Como encontrar una aguja en un pajar.
Pero Sebastian comprendió que no tenía otra opción que darle aquella satisfacción: Devolvió la escopeta a su funda y se puso a buscar la aguja.
Tras varias horas de búsqueda sin resultado, Sarah, abatida, le rogó a Sebastian que la abandonara, que viviera; que buscara amor en otra mujer; que tuviera hijos; que fuera feliz.
En nada de esto pudo Sebastian complacerla porque ambos eran ya uno solo; Le dijo que en cuanto la encontrara, se reuniría con ella. Así que aquella tarde, y la siguiente y también durante los cuarenta años siguientes, Sebastian buscó la aguja por el bosque sin encontrarla.
Y ahora, próximo ya el final de su vida y sin apenas esperanza, un diminuto punto de color azul entre el musgo al pie del árbol donde ella había aparecido el primer día… le había convertido súbitamente en el hombre más feliz del mundo.
DELTA NOVEMBER
En la cabina del De Havilland Comet 4 procedente de Manchester todo era actividad en preparación del inminente aterrizaje en Barcelona. El avión estaba repleto. La compañía Dan Air había encontrado un floreciente y lucrativo negocio llenando aviones de turistas ávidos de sol con destino a España.
—Por favor, Dave, diles que ya estamos en la frontera española aún a 22 mil pies, y queremos bajar —le dijo tranquilamente el capitán Alexander George Neal al copiloto, primer oficial David Shorrock.
Galimatías en la radio.
—¿9 mil? Eso está bien. Confirma que ajustamos el altímetro a 1017 milibares—continuó el capitán.
«1017, gracias», confirmó por radio el copiloto.
—16 mil pies. Llegamos a Berga en un minuto, capitán.
«119,1. Gracias.», radió Shorrock.
—Aproximación en 119,1. Oye, Dave, ¿sabes español?
—Es lo único que sé decir, capitán. Quieren que giremos a 140.
—Ok. Girando a rumbo 140. Parece que hay mucho jaleo ahí abajo. Mantenemos altitud. Diles que llegamos a Sabadell en 7 minutos.
Y el copiloto le obedeció.
—Maldita radio. Perdona, di 5.
«Entonces, cancele mi última transmisión. Proceda con rumbo a Sabadell», respondió el controlador.
Algunos metros tras ellos, en la fila 7, Sarah y su hermana se disputaban un espacio en la ventanilla por donde se colaba el ocaso reflejándose en las alas metálicas del avión. «Oh, qué bonito. ¿Cuándo veremos el mar?», no paraba de preguntarle Yvonne, su hermana. Pero Sarah misma se preguntaba a su vez dónde se encontraría Sebastián en aquel instante. Le cedió a Yvonne la ventanilla para caer en una especie de ensoñación en la que ella y su enamorado caminaban por una vereda. Era un hermoso sueño en el que ambos vivían para siempre en un bosque encantado. Se tocó instintivamente el pelo, acariciando la humilde aguja de plástico con la que sujetaba un mechón. «Pronto su mano te liberará», pensó. Cerró los ojos y se reclinó en su asiento.
—Estamos en Sabadell, giramos a rumbo 140. ¿Nos ven desde Barcelona en el radar? —preguntaba en la cabina el capitán Neal.
—Sí, capitán. Han informado contacto radar.
—Excelente. Eso quiere decir que estamos donde debemos. Buen cálculo, caballeros —se alborozó el capitán.
—Autorizado bajar a 2.800 pies. El altímetro está bien en 1017. Preguntaré qué pista tienen en servicio —dijo el copiloto.
«Pista en servicio 25», sonó la voz del controlador de aproximación en la radio.
La pequeña Yvonne seguía mirando por la ventanilla, pero ahora estaba decepcionada porque una blancura monótona le impedía ver nada más allá de las alas.
«DELTA NOVEMBER pasa los 4.000 pies en 1047», informó el copiloto por radio.
Algo se perfiló delante de la cabina. Algo que no debía estar allí. Los dos pilotos se miraron con expresión perpleja.
—Esto no parece Barcelona. Sugiero girar a 120, capitán.
—¿Dónde demonios estamos? ¡Sube inmediatamente, sube! —gritó de repente el capitán, mientras su mano se aferraba a las palancas de gas de los cuatro motores en un intento desesperado por ganar altura. El súbito incremento de potencia produjo un ruido ensordecedor.
«Están pasando los 4.000 pies. Delta November, confirme que mantiene rumbo», preguntó el controlador de aproximación desde Barcelona.
Ruido blanco.
A bordo, todos pudieron sentir una extraña y profunda sacudida a la que siguió una espantosa sinfonía de chirridos, vibraciones y pequeños golpes: Las copas de los árboles estaban acariciando la panza metálica del Comet, y luego la abrieron limpiamente, liberando un reguero de ropas veraniegas de alegres colores que fueron quedando prendidas de las ramas al paso de la aeronave.
«¡Dios mío, esto no puede estar pasando… !», pensó Sarah sujetando fuertemente la mano de su aterrada hermana entre fuertes sacudidas. «Pobre Seb…», empezó a decir, pero una cegadora luz lo envolvió todo en un súbito silencio antes de que concluyera la frase. Su cuerpo voló a través del bosque junto con el de los otros ciento once, como si se hubieran convertido en ángeles por un instante cabalgando sobre una gigantesca onda expansiva. Pero sus cuerpos se fueron fragmentando y todas sus piezas fueron encontrando reposo en un lugar distinto entre el hayedo.
«Delta November, aquí Barcelona. Delta November, aquí Barcelona», insistió el controlador de aproximación. Ruido blanco.
«Golf Alfa Papa Delta November, aquí Barcelona. Oye torre, el Delta November, cómo está», pero desde la torre de El Prat no se veía ningún avión. «Aquí no está», contestaron lacónicamente
El impacto contra la ladera fue brutal. La densa y húmeda vegetación evitó una gran explosión, pero no pudo evitar que el aparato se partiera en tres partes y su contenido se desintegrara en millones de fragmentos que se esparcieron a lo largo de varios quilómetros.
En los alrededores, sin embargo, nadie vio ni oyó nada.
El reloj de un pasajero se paró a las siete y cuarenta, pero la caja negra del avión que apareció más tarde reveló que lo hizo cuando su dueño llevaba ya treinta y cinco minutos muerto. La hora del accidente fue establecida así en las siete y cinco de la tarde.
«Golf Alfa Papa Delta November, aquí Barcelona... Por favor, torre, hazle una llamada a ver si por casualidad está.» El tono del control de aproximación era ahora el de una angustiosa súplica.
«Ya lo hemos hecho y no contesta. De todos modos, vamos a repetir», concedieron desde la torre.
«Golf Alfa Papa Delta November, aquí Barcelona.»
Ruido blanco.
PAREIDOLIA
Era noche cerrada en el cementerio de Arbucias.
—Aquí yacen 113 cuerpos, pero a bordo sólo viajaban 112 personas —dijo Jordi señalando teatralmente hacia la fosa—. Misterioso, ¿no te parece?
Cristina se quedó mirando, visiblemente acongojada por el frío y el miedo, bajo la mortecina luz de una farola.
Los dos jóvenes se sentaron en uno de los bancos de madera que fueron instalados por cuenta de la compañía aérea en torno a la fosa común, a modo de compensación por las deshonrosas condiciones del enterramiento del accidente aéreo de 1970.
Se trataba del banco más retirado de los dos, el único aún capaz de resistir peso. El otro, dispuesto justo frente a la fosa, aparecía muy carcomido por la exposición a la intemperie y parecía a punto de desintegrarse completamente en cualquier momento.
Una vez sentados, Jordi sacó de su bolsillo un teléfono móvil y reprodujo una grabación obtenida poco antes, arriba en el bosque donde más de cuarenta años atrás había caído el avión. En la quietud de la noche, el sonido resonó entre las calles de nichos.
—¿Lo has escuchado? Justo después de que tú digas eso de la batería —susurró Jordi.
—Wow…—exclamó Cristina.
—Es una psicofonía. Se me ponen los pelos de punta, mira... —El vello de su antebrazo aparecía efectivamente erizado. Estaba clara su intención de espantar a la chica.
—Quizá queremos oír algo que no existe. Como cuando crees ver una cara esculpida en una piedra. Creo que se llama paidofilia o pareidofo... No me acuerdo.
—Pero se oye muy alto. ¿Entiendes lo que dice? —insistió Jordi.
—Algo así como: «Be safe», en inglés. Es la voz de un anciano, parece.
—Y, ¿qué quiere decir?
—Es una despedida. Quiere decir: «Que os valla bien». Como si alguien dijera adiós a alguien.
—Hmmm, ¿el capitán despidiéndose de algunas de las almas que aún vagaban por el bosque?
—Ha pasado mucho tiempo —objetó Cris.
—El capitán debe ser el último en abandonar un naufragio. Especialmente, si lo ha provocado él.
—Quizá protegiera a alguien. Pienso en una extraña historia de amor —aventuró la chica.
—Sea como fuere, ahora todo está en orden. No te preocupes, Cris. Tengo la sensación de que este cementerio no tiene ahora ninguna presencia sobrenatural —aseveró Jordi con varonil seguridad.
Un coche patrulla se había detenido a la entrada del cementerio. Los jóvenes se escondieron como pudieron, y huyeron saltando el pequeño muro que conducía al camino de circunvalación del recinto. El policía buscó en su manojo de llaves las que correspondían a la verja y entró iluminando con su linterna nichos y tumbas. Subió lentamente las escaleras hasta el pequeño replano en el que se encontraba la fosa y dirigió la luz hacia las lápidas flanqueando una gran cruz en las que estaban esculpidos los nombres de las víctimas.
De vez en cuando, algunos chicos saltaban el muro para hacer espiritismo y otras tonterías similares por la presencia de la fosa, pero nunca habían causado problemas. O al menos, nunca hasta aquella noche. La luz de la linterna estaba ahora recorriendo unas hendiduras realizadas sobre el mármol con algún objeto punzante. Al policía aquello le pareció vandalismo obra de los chicos que acababan de escapar. Aunque de torpe hechura, podía leerse sin dificultad un nombre al lado de la inscripción S. NELSON.
¿Qué idiota cometería un acto así y dejaría su nombre inscrito en el lugar del crimen?
El policía se aproximó y repasó las letras con las yemas de sus dedos.
« S E B A S T I A N »
Los suecos Jonna Lee y Claes Björklun intentaron emular el éxito de Lady Gaga estimulando en un puñado de medios influyentes la curiosidad por descubrir la verdadera personalidad de la misteriosa protagonista de una serie de videos.
Estos videos servían de preludios para las primeras canciones de un proyecto denominado Iamamiwhoami, y la segunda de estas canciones, O, lanzada en abril del 2010, muestra una inquietante similitud con varios elementos de Aguja. Jonna encarna aquí una siniestra Sarah seduciendo a un hombre ataviado de piloto para conducirlo hacia una especie de fosa en el suelo de un bosque de cuyas ramas penden telas, mientras canta:
Love, the kind that kills and scars
Will make you kneel and crawl to hell and back
The words that slit your throat
Will make you think of love as the new black, as what you lack
Love
Por supuesto, todo es pura casualidad.
Para saber más sobre la historia tras Aguja, Buscando en un pajar.