viernes, octubre 19, 2012

Werner y Henry y un mundo sin fronteras

Por una simple coincidencia, cada mañana, a eso de las nueve, paso bajo la efigies del Sr. Werner y, nueve horas más tarde, del Sr. Henry, presidiendo la entrada de dos ajetreados edificios situados el uno muy lejos del otro y que, por lo demás, no tienen nada que ver entre sí

Werner y Henry probablemente jamás llegaron a conocerse, pero fueron coetáneos en el siglo XIX, y amantes de esos mostachos de morsa con los que pretendían mostrar una dignidad que hoy, paradójicamente, nos hace sonreír.

¿No sabes quiénes son? No pasa nada. No cantan ni juegan al fútbol: Es normal que no los conozcas.


Pero verás,... A Werner, su idea de unir los pueblos a través de las fronteras mediante nuevas formas de comunicación —como el telégrafo o el ferrocarril eléctrico— le llevó a crear una de las organizaciones empresariales más exitosas y longevas de la historia. Ni siquiera dos guerras mundiales pudieron acabar con su sueño. Y aún hoy en día ese sueño es sinónimo de salud, energías limpias y calidad de vida para millones de trabajadores y consumidores.

A Henry, por su parte, lo que le inspiraba era la utópica idea de una unión mundial de voluntarios dedicada a aliviar el sufrimiento humano allí donde se produjera, sin distinción de edad, credo, sexo, raza o condición social, y por el mero hecho de que podían hacerlo. Humanidad, imparcialidad, neutralidad, independencia, carácter voluntario, unidad, universalidad... pasaron a formar parte de un lenguaje común que hoy se nos antoja a veces demasiado politizado. Sin embargo, después del Sr. Henry, y por primera vez en la historia, ya nadie estaba solo. Cada día, más de trece millones de voluntarios en todo el mundo velan por mantener viva esa esperanza.

Vale, a pesar de todo, quizá no te importe quienes fueron pero, bajo esos ridículos bigotes, se esconden dos seres capaces de dejar un mundo mejor al que encontraron. Sus miradas se clavan en mí a través de los tiempos y los daguerrotipos, y me gustaría pensar que todos —yo incluído— llevamos dentro algo de su espíritu soñador. Aunque no me siente bien el mostacho o la pajarita.

Por eso, cada día, a eso de las nueve y nueve horas más tarde, cuando paso bajo las efigies de Werner y Henry, pienso en tí, como lo hacían ellos aún sin conocerte.




Werner Siemens nació el 13 de diciembre de 1813 en Lenthe, cerca de Hanover, el mayor de 14 hermanos. Con sólo 24 años, tuvo que asumir las funciones de cabeza de su numerosa familia al morir sus padres con un año de diferencia. Sin otro recurso para estudiar, Werner optó por la carrera militar, llegando a teniente de artillería. A los 30 años, con su amigo Johann Georg Halske y su primo, fundó Siemens AG para comercializar su primera invención: un nuevo tipo de telégrafo. El título nobiliario que le permitió pasar a llamarse Werner von Siemens se lo concedió al llegar al poder en 1888 el Káiser Guillermo II, último rey de Prusia. Hoy en día, Siemens emplea directamente más de 400.000 personas en casi todos los paises del mundo y vende más de 100.000 millones de euros anualmente.

Henry Dunant nació el 8 de mayo de 1828 en Ginebra. Sus intereses como hombre de empresa se vieron trastornados al ser testigo en 1859 de una batalla en Italia, convirtiéndose a partir de aquel momento en filántropo y activista de la causa humanitaria. El 17 de febrero de 1863, Dunant y otros miembros de la comisión creada por la Sociedad Ginebrina para el Bienestar Público fundaron el Comité Internacional de la Cruz Roja, y un año más tarde se celebró la primera Convención de Ginebra en la que doce estados se comprometieron a respetar los postulados de Dunant. Sin embargo, el propio Dunant se arruinó y vivió olvidado y en la pobreza durante mucho tiempo, y no fue hasta los ultimos años de su vida que recibió reconocimiento a través del Premio Nobel de la Paz.