sábado, octubre 27, 2012

Anillo

No puedes salvarme.

Comenzó a llover copiosamente mientras se dirigían al metro. Pero no era una lluvia fina, fría y pertinaz, como las invernales. En lugar de eso, era una lluvia cálida y repentina, como el amor a primera vista —si se me permite decirlo—, y Eric reaccionó como su intuición le dictó: cubriéndola con su chaqueta. Sin darse cuenta, los dos estaban besándose bajo aquel paraguas improvisado, aislados del mundo y caminando un poco torpemente sobre un resbaladizo y reluciente pavimento. Es cierto que otros miles de personas se cruzaban con ellos como meteoritos en una órbita equivocada, pero estos dos no necesitaban realmente verlos para encontrar su camino hasta la boca del metro. Era la estación Lliceu —la ópera—, aunque no era realmente muy refinada ni nada de eso. En realidad, tan sólo una angosta escalera que conducía hasta un laberinto de pasadizos poblados por otros cientos de personas de todos los tipos y tamaños.
Esperaron en el andén la llegada del tren que los conduciría hasta la estación en la que ambos por fin se separarían, continuando luego sus viajes por vías diferentes. Ahora estaban muy juntitos y correctos sentados en un banco; sabían que pasaría mucho antes de volver a estarlo, y no sabían muy bien qué decir o hacer —supongo que algo parecido a los últimos momentos de un condenado.
Sin embargo, en un instante, Eric sacó de su bolsillo una baratija que le había comprado a Eva esa misma tarde. Ella había mostrado interés en aquella pieza en concreto y él se la compró a escondidas mientras Eva seguía mirando por la tienda. Pero había algo en aquel anillo que también capturó su atención: una gema del color verde esmeralda de los ojos de Eva, engarzada en una complicada cenefa plateada que le recordaba volutas de humo. Ella le había narrado lo maravilloso que es fumar una pipa de agua, y como él nunca lo había probado, ella le había prometido mostrárselo —le había prometido tantas cosas...—. A cambio, Eric no fumaría jamás una pipa de agua sin haberlo hecho antes con ella. Pero fue éste un pensamiento fugaz, que atravesó su mente mientras le tomaba la mano y, arrodillándose ante ella, le colocaba el anillo en el dedo anular.
Los que les rodeaban no vieron —o simularon no ver— la escena. Si hubieran sido perspicaces, sin embargo, deberían haber sospechado que estaban ante una escena que habría de cambiar la vida de aquellas dos personas. Claro que, después de todo, tan sólo hablamos de dos personas, de dos vidas anónimas... así que nadie prestó atención. Y, cuando llegó el tren, ambos se acomodaron en sus asientos sin apenas hablar durante el trayecto. Luego, en la estación de destino, buscaron un recodo en un pasadizo a resguardo de los demás meteoritos, y allí se despidieron. No fue una despedida larga. Apenas un contenido y tímido beso y Eric pidiéndole —como cada vez que se despedían— que ella se alejara sin volverse, por miedo a que, si lo hacía, ambos ya no pudieran separarse. Eva, obediente, se alejó por fin y en un instante se perdió en un entramado húmedo y bochornoso de túneles y meteoritos inexpresivos. Llevaba el anillo en su dedo anular.
No era necesario ser un gran experto para pronosticar que aquel romance no sobreviviría al verano. El amor es extraño y a veces parece desafiar a la lógica, aunque no lo hizo aquel otoño. Ni tampoco aquel invierno, ni las primaveras, veranos, otoños e inviernos que le siguieron. Pero, un buen día…
…Un buen día, Eva se enfadó con Marc. Estaba realmente furiosa. Marc correspondía a sus atenciones y cariños con desdén e indiferencia, como suele suceder cuando nos sentimos amados incondicionalmente. Pero ella no sabía o no deseaba desengancharse de aquella droga malévola en que se había convertido su vida con Marc. Al fin y al cabo, casi desde que se podía considerar mujer —apenas unos años atrás—, él había sido su compañero. Una pequeña lista de infidelidades, entre las que se encontraba Eric, no desdecía para nada su devoción para con Marc. Ambos solían engañarse con relativa frecuencia, y era en ese delicado equilibrio de afrentas y humillaciones mutuas que ambos se sentían seguros.
Esta vez, sin embargo, Marc parecía apostar fuerte. Le había comunicado que la abandonaba, que la despreciaba porque ella no respetaba su ideal vital, consistente en drogas, mujeres y alcohol. Bueno, él no lo llamaba exactamente así; prefería hablar de «vivir su vida». Su proyecto, además de nihilista, era tan poco ambicioso que no había espacio en él para dos. Ella había correspondido a sus amenazas anteriores con nuevas infidelidades, pero éstas parecían no surtir ya efecto en el ego de su hombre. Y eso es lo que más le dolía a ella. A veces, cuando llegaba borracho de madrugada, se deslizaba a su espalda en el lecho y la penetraba sin siquiera despertarla; no por no molestarla, sino por no molestarse él mismo en prodigarle algún tipo de afecto. Y si ella lo notaba, optaba por pretenderse dormida. Aún así, o quizá por eso, ella le amaba porque Marc representaba el tipo de castigo que creía merecer por algún pecado cometido durante su adolescencia o en alguna vida anterior. Y esto le convertía a él, de alguna forma, en su redentor particular.
Pero hoy, su redentor se había hartado de que ella instrumentalizara su maldad, convirtiéndolo, paradójicamente, en algo útil y estaba dispuesto a acabar con toda esperanza. Discutieron, se insultaron y se despidieron. Durante las horas siguientes, ella dejó que ardiera en su ánimo la rabia y la indignación que le permitieron cumplir con gran firmeza su promesa de ignorar las llamadas de Marc. Pero, al anochecer, ella pulsó finalmente el botón que permitía a Marc atravesar la puerta que les separaba, y ambos se fundieron en un hosco abrazo lleno de tormentosos presagios. Y a partir de aquel día, todo continuó como hasta aquel día, excepto un detalle.

«Anillo.»

El mensaje entrante no hizo ruido alguno. Pero una lucecita verde se iluminó en algún punto del teléfono y permaneció así hasta que Eric reparó cansinamente en él. Cuando leyó su contenido, alzó la vista, y ante él las estrellas parecieron brillar repentinamente con más intensidad. Ella no había escrito nada más, y él no necesitaba nada más. Eva le pertenecía, y aquel anillo era la prueba de compra. Ahora era feliz hasta un punto difícil de creer sólo hasta que reparó en el hecho indiscutible de que ella no estaba allí. Luego, se obligó a recordar que lo estaría en algún lugar en ese preciso instante, y sólo ese pensamiento le calmó. Pero debía ponerse en camino inmediatamente.
Sin idea de cual fuera su localización, empezó por recurrir a las redes sociales. Eva mantenía un ritmo moderado de actualizaciones, pero ponía buen cuidado en no proporcionar datos que pudieran localizarla sin ambigüedad. Así que tuvo que ayudarse de ciertas dotes de ingeniería social para obtener una dirección plausible. Se trataba de un barrio humilde, poco acorde con el inmenso valor que él le atribuía, en el extrarradio de Madrid. Pero era, al fin y al cabo, un lugar parecido donde él la había conocido.
Pidió permiso en su trabajo y condujo desde la madrugada hasta aparcar el vehículo frente a la dirección que llevaba garabateada en un trozo de papel. Y esperó. Pasaron las horas, llegó la noche, y dormitó a ratos en el interior del coche, helado, pero sin perder de vista la dirección que tenía como objetivo. Y llegó la aurora. Viernes. El sol le desperezó un poco, y sólo así encontró valor para abandonar su puesto de observación siquiera para visitar el lavabo del bar de la esquina y tomar un bien cargado y humeante café. Cuando volvió a acomodarse en el interior de su vehículo, alguien golpeó el cristal. Se trataba de un policía: Algún honrado ciudadano había alertado de la presencia de un sospechoso que parecía merodear por el barrio. El interrogatorio del agente le hizo comprender lo ridículo de su situación y optó por contarle la verdad. El poli examinó su documentación y se la devolvió displicentemente, sin hacer comentario alguno a la melodramática historia que acababa de oír, limitándose a recordarle que no podía aparcar sin acreditación en aquel lugar.
Eric se vio obligado a ir cambiando de emplazamiento durante todo el viernes, y apenas probó bocado o descansó, con la vista puesta en la humilde entrada del edificio de pisos donde ella quizá habitara. Sobre las ocho de la tarde, y con el barrio rebosante de actividad, se terminó de sacudir la vergüenza y decidió llamar uno por uno a todos los interfonos para preguntar por Eva. Algunas voces le dieron esperanzas: les sonaba el nombre; algunas, le daban otra dirección; otros le colgaban sin más, e incluso había quien le abría la puerta sin mediar palabra. Luego, preguntó por las tiendas del barrio. Nada. Aun así, esperó hasta la madrugada del lunes un milagro que no se produjo. Al menos, no como él esperaba.
Durante aquel largo, inacabable, fin de semana, Eric hizo un repaso a su vida y le vinieron a la cabeza una y otra vez escenas de su efímera relación con Eva. Luego, pensó en algo que alguien alguna vez le había contado sobre un triángulo y el papel que cada persona ocupa en cada uno de sus vértices a lo largo de su vida —perseguidor, víctima, salvador—, y se preguntó qué rol estaría encarnando allí, metido en un coche con un terrible dolor de espalda. Como perseguidor, usaría el miedo; como víctima, la culpa; como salvador, la necesidad. Sin embargo, no pudo encajar claramente su perfil en ninguno de aquellos vértices porque amaba a Eva pero no temía perderla, no merecerla o no ser correspondido... De alguna forma sobrenatural, Eric sabía que ambos volverían a estar juntos. Era un sentimiento extraño y a la vez de una fuerza enorme y desconocida, y eso le satisfacía y le asustaba.
Sin darse cuenta, se había quedado dormido cuando alguien golpeó de nuevo el cristal. Sobresaltado, descubrió que se trataba del mismo policía que el viernes le había conminado a ponerse en movimiento. De forma refleja, pulsó el botón de arranque del coche disculpándose atropelladamente por permanecer aún en el barrio, y se dispuso a abandonarlo. Pero la mano que había golpeado el cristal le estaba indicando que lo bajara. Eric lo hizo y el poli se inclinó sobre él para dictarle una dirección que Eric se apresuró a escribir en el mismo trozo de papel que tenía depositado sobre el asiento del acompañante, ya muy arrugado. Cuando quiso agradecérselo, ya no había nadie allí, tan sólo las primeras luces del día.
Recorrió la ciudad hasta la dirección indicada, y ya sin dilación, llamó al interfono… Pero no hubo respuesta. Comprobó la hora. Las calles se habían llenado de un denso tráfico de personas que se dirigían al trabajo, a la escuela, a sus ocupadas vidas. Llamó a otros pisos. Por fin, alguien dijo conocer a la chica, pero aseguró que había abandonado el inmueble sin dejar señas.
Regresó a Barcelona sucio, derrotado, somnoliento, desesperado y repitiendo sin cesar: «Dios mío, ayúdame.»

«Anillo.»

Pero Eva, Eva… Eva había pasado el fin de semana en Barcelona con una amiga, mientras Eric vivía en un coche en las calles de Madrid. En realidad, Eva no deseaba ir a Barcelona porque no deseaba recordar a Eric. En su mentalidad, aun en periodo de maduración, las cosas que habían pasado, pasadas estaban, y no merecía la pena tratar de recuperarlas. Pero luego estaba esa sensación que le asaltaba de vez en cuando —una especie de cálido sentimiento que de repente se tornaba frio y doloroso: los recuerdos. Por eso, no deseaba ir a Barcelona ni visitar ninguno de los lugares a los que le llevó Eric. Temía recorrer el Borne, perderse por las callejuelas del Gótic o reconocer aquel restaurante en la Barceloneta por miedo a encontrarse con un pasado al que jamás retornaría. Pero la insistencia de Vicky terminó por vencer su negativa, y se dejó invitar a condición de que fuera un fin de semana tranquilo —los recientes sucesos con Marc la tenían sumida en una profunda tristeza y ensimismamiento de los que no conseguía librarse. Una vez más, había resulto cortar con él, aunque siquiera ella confiaba en mantener su decisión. Así que el sábado empezó bien, tranquilo y hogareño como ella había rogado pero, al caer la noche, el pequeño apartamento se revolucionó con mil piezas de vestir, zapatos, maquillaje y hormonas. La noche parecía invitar a probar fortuna. Aunque a regañadientes, Eva aceptó acompañar a Vicky a una discoteca de moda donde, según le había dictado su instinto cazador, habría de encontrar al hombre de su vida o, en su defecto, algún idiota viejito que les cambiara unas copas por un poco de su juventud.
No les costó mucho franquear la puerta del local, aunque la competencia era fiera —pese al frio— en cuanto a minifaldas cortísimas y tacones altísimos, y una vez dentro se dejaron fascinar una vez más por la combinación de decibelios, oscuridad, ginebra y sudor.
Algunas horas más tarde, en el metro de madrugada que debía devolverlas a casa, y mientras Vicky luchaba con sus arcadas, Eva se puso a revolver su bolso frenéticamente. Debía estar allí. Sólo era un anillo de baratija, pero había desaparecido y con él una pequeña porción de su vida. No obstante, cuando llegaron al apartamento, Eva decidió extirpar el anillo de su memoria y ambas se quedaron dormidas tan pronto se tumbaron en la cama.
Poco antes del mediodía, el anillo se encontraba atravesando el atlántico por la ruta norte en el dedo de una joven norteamericana. Después de una escala en Filadelfia, el anillo prosiguió rumbo a Miami, donde ella residía junto a su padre. Se lo había encontrado en el lavabo de una discoteca de cuyo nombre no podía acordarse y juzgándolo de poco valor y, después de consultarlo con su hermano mayor John, lo tomó como un recuerdo de su primera noche como mayor de edad. Susan era una acomodada adolescente de la Costa Este, alegre y muy imaginativa, así que su primera noche en compañía del anillo se dedicó a engarzarle mil y una historias de cosecha propia. Algunas, decididamente sobrenaturales; otras, exóticas con regusto a cine mudo. Y decidió que sería su anillo de la suerte.
Pero aquel sábado, en justa recompensa por su viaje a Europa, Susan decidió ceder a los deseos de su padre y acompañarlo a pescar en su barco. A veces y durante los largos periodos en los que el barco permanecía detenido a la espera de que picara algún pez, a Susan le gustaba nadar en los callos mirando bajo la superficie, como si volara sobre un mundo de arena infinito. Y llevaba consigo su nuevo amuleto de la suerte. Pero el otoño llega incluso a las cálidas aguas de las Bahamas, y Susan no pudo reprimir una sensación de frio por más vigorosamente que nadara, hasta que al fin se encaramó a la escalerilla de popa del barco y tras un último vistazo al mundo acuático que la rodeaba, subió a bordo con la piel de gallina. Sus dedos, encogidos en las gélidas aguas, no habían sabido retener el anillo que, sin que su nueva dueña lo advirtiera, había descendido algunos metros hasta llegar al suave lecho marino. Mucho sintió Susan su perdida.
Y allí tuvo por compañía un extraño cortejo de seres que lo recibieron con tanta curiosidad como fuera posible sentirlo cuando uno es apenas una partícula viva.
Michael presionó el controlador de flotación y se permitió a sí mismo hundirse un poco más hasta sentirse volar a ras del fondo marino. Sintió la presión estrujar su cuerpo suavemente mientras descendía hacia un frio intenso, pero no deseaba hacer nada en particular excepto disfrutar del entorno sombrío que le rodeaba. Entonces, algo captó bruscamente su atención. Refulgía en la oscuridad verdosa de un campo submarino, entre bosques de algas y miríadas de pequeños seres que iban y venían en todas direcciones. Una estrella de mar de color malva se disponía ya a proyectar su estómago sobre el objeto cuando lo recogió. Lo observó con curiosidad entre sus dedos enguantados a través de miríadas de burbujitas, y decidió llevarlo a la superficie lo antes posible. Ya a bordo, se llevó una pequeña desilusión al comprobar, tras examinarlo a fondo, que sólo era una baratija a la que un rayo de luz afortunado había rescatado de la oscuridad eterna. Sin embargo, seguía siendo una casualidad increíble que hubiera dado con aquel objeto al poco de haber sido arrojado al mar. Quizá aun navegara por los alrededores la embarcación desde la que fue lanzado, pero hasta donde podía ver, su pequeño barco se encontraba solo en aquel mar.
Cuando llegaron a puerto, se colocó el anillo en el bolsillo y saltó a tierra. Lo volvió a examinar a la luz del sol, incrédulo, y se lo enseñó a Robyn, su esposa, pero ella no le dio la menor importancia porque carecía de imaginación y sólo veía en él un ejemplo de deterioro del fondo marino. Así, agotada la capacidad de asombro, el anillo fue a parar a una pequeña arqueta en la habitación de Joc —la hija de ambos—, junto a otros abalorios, muchos de ellos rescatados del mismo fondo marino. Luego, llegó el otoño y el mágico día de Halloween, y la pequeña se puso un atuendo de bruja a base de gasas de color negro que simulaban los brazos tenebrosos de árboles en la oscuridad. El anillo refulgía en su dedo anular. Un momento más tarde, la niña formaba ya parte de una algarabía infantil en busca de caramelo o truco, e innumerables velitas iluminaban su alegre desfile desde el interior de innumerables calabazas alineadas ante cada puerta. El cielo ya había oscurecido, y la noche era propicia para tanta magia, pero la cosecha de caramelos fue magra. Sólo un puñado en el fondo de la bolsa, y aunque la mayoría jamás llegarían a la boca de ningún niño —los gustos habían cambiado—, a ella le gustaba sentir el peso de su botín incrementarse con cada nueva inocente extorsión.
Viendo que iban a volver a casa con una sensación de fracaso, resolvieron llegar hasta aquella casa en las afueras, mucho más lejos de lo que nunca se habían aventurado. Sobre todo porque, para llegar hasta allí, había que atravesar un bosquecillo por una calle en la que todas las farolas se habían roto tiempo atrás sin que nadie se molestara en repararlas. Caminaron a lo largo de aquella calle en dirección a la casa situada al extremo de la calle, todos juntos en un grupo compacto, alternando risitas nerviosas con inesperados silencios que les permitían oír los ruidos de la noche en derredor suyo. Ya ante la entrada principal, y tras una breve deliberación, decidieron que fuera la brujita del resplandeciente anillo de baratija quien se adelantara e hiciera sonar el timbre de la puerta. Y así lo hizo, sin obtener, aparentemente, reacción alguna. Se giró hacia sus compañeros encogiendo los hombros, pero éstos la animaron a volver a intentarlo. Pulsó de nuevo, y esta vez fue una pulsación larga, decidida, casi imperiosa. Quizá por eso, no le sorprendió ver como una de las ventanas de la fachada se iluminaba de repente. Luego, se oyeron algunos pasos, ruido de cerrojos, y la puerta se entreabrió lentamente.
—¡Caramelo o truco! —gritó la brujita del resplandeciente anillo de baratija.
—Espera —y el hombre desapareció sin más, dejando la puerta entreabierta.
La pequeña Joc, satisfecha, se volvió hacia sus expectantes compañeros pero entonces no pudo interpretar la expresión de asombro y terror con la que todos la miraban. Y cuando por fin comprendió que estaban mirando algo que ahora quedaba a su espalda, dudó en volverse para ver de qué se trataba. Pero lo hizo porque era una brujita valiente. El susto fue terrible: El espeluznante rostro de un horrible ser la estaba mirando a una distancia tan escasa que podía sentir su aliento en la cara. Y los ojos del monstruo, inyectados en sangre, estaban clavados en los suyos. En cuanto consiguió vencer su parálisis inicial, arrancó a correr tan rápido como pudo, aunque no lo suficiente como para alcanzar a sus compañeros. El grupo atravesó la calle oscura y sólo cuando les venció el agotamiento se detuvieron jadeantes para reunirse, ya del lado seguro de la calle. Sin embargo, la brujita no estaba con ellos.
—¿Te has hecho daño, pequeña? —le dijo el hombre de la casa cuando llegó a su altura, con toda la ternura que pudo reunir—. ¡Nero,… perro malo! —Y volviéndose, regañó en forma poco convincente a un pacífico aunque poco agraciado Bulldog.
—No, no… estoy bien… No me ha pasado nada —balbuceó la brujita del resplandeciente anillo de baratija perdido.
—¿Quieres que llame a tus papás?
—¡No, me voy!
—Eh,… ¿y vuestros caramelos?
Pero la brujita del resplandeciente anillo perdido salió corriendo sin siquiera coger la bolsita que el hombre guardaba, como cada año, preparada para ellos. La vio desaparecer corriendo en la oscuridad y, agachando la cabeza, se dispuso a regresar. Pero Nero se empecinaba en olisquear algo entre las hierbas.
—Déjalo, viejo tonto. Los niños se asustan sólo con vernos —le dijo al perro su dueño—. Otro año será.
Pero Nero no cejaba. Y en la oscuridad, un pequeño objeto resplandecía reflejando un rayo de luz afortunado proveniente de la casa.
—¿Qué diablos es esto? Se le habrá caído —dijo, mientras lo recogía del suelo después de dejárselo olisquear a Nero—. Vamos a guardarlo, por si viniera a buscarlo.
Y así es como el resplandeciente anillo de baratija de la brujita fue a parar al bolsillo de un viejo escritor llamado Albert que vivía recluido en aquella casa en el extremo oscuro de la calle. Pero con un montón de cosas en la cabeza en las que pensar, el anillo se quedó en el bolsillo de su anorak y ahí se quedó hasta que el viejo Albert se lo volvió a poner a la mañana siguiente para irse al aeropuerto. Luego, atravesó sin dificultad el control de rayos X y voló como equipaje de mano de vuelta a Europa nuevamente a través de la ruta del atlántico norte.
El tráfico en el centro de Paris era, como siempre, infernal. El hombre llegó rendido al hotel y abordó con verdaderas ganas su habitación, la 12108. Sólo entonces reparó en el pequeño polizón que le había acompañado de forma inadvertida. Lo observó detenidamente antes de dejarlo sobre la mesilla de noche y cerrar la lamparita. La torre Eiffel refulgía en la oscuridad de la noche parisina como un gigantesco árbol de navidad, iluminando la habitación y proyectando extrañas sombras chinescas en las paredes. Uno de aquellos rayos de luz se reflejó inesperadamente en el anillo. Molesto e irritado, Albert se levantó y corrió las gruesas cortinas hasta que la oscuridad lo invadió todo, incluido el pequeño anillo, que durmió con su nuevo dueño hasta bien entrada la mañana.
El agente de la editorial, un tipo de aspecto anodino llamado Yves, esperaba impaciente en la recepción del hotel desde hacía media hora, y apenas pudo disimular su enojo cuando vio aparecer al huésped tan tranquilo — aunque con cierto aspecto despistado— en el comedor de desayuno. Sin apenas tiempo de nada, se pagó la cuenta y ambos salieron apresuradamente rumbo al otro lado de la ciudad donde se celebraba el acto que tenía a Albert como protagonista. Pero el anillo se quedó en la mesilla de noche, por supuesto.
Poco más tarde, dos mujeres llamadas Aminata y Sujeidi aparcaron el carrito de limpieza delante de la puerta de la habitación, y condujeron una detenida y minuciosa limpieza. Sin embargo, ninguna de las dos vio el anillo porque el anillo no quería ser visto. Aminata pudo haberlo hecho, pero en su mente sólo había espacio para Anthony, un hombre al que había conocido en el chat la noche anterior y al que suponía la respuesta a sus plegarias: Un padre para su pequeña y un marido para ella, y capaz de apartarlas de aquella miseria en la que vivía desde que su marido la abandonó al poco de llegar a Francia para regresar a su Mali natal. Respecto a Sujeidi, levantada desde mucho antes de salir el sol, una lumbalgia le dejaba poco espacio para consideraciones que no tuvieran que ver con acabar el trabajo lo antes posible para regresar a su diminuto apartamento en uno de los suburbios más humildes de Paris, y por más que eso sólo representara seguir trabajando ahora como ama de casa para su numerosa familia.
El siguiente huésped en la 12108 llegó un poco más tarde aquel mismo día. Era un alto y desgarbado empleado de una firma de ingeniería llamado Heinz. Se topó con el anillo al depositar su billetera en la mesilla; lo examinó apenas un segundo y optó por entregarlo en recepción cuando saliera a cenar. Así que se lo metió en el bolsillo, pero lo olvidó completamente porque las cosas no estaban yendo bien y Heinz no tenía tiempo para nimiedades, y el anillo regresó consigo al día siguiente hasta Múnich.
Allí, Heinz vivía con su esposa en una casita, a casi dos horas del centro de la ciudad, pero apreciaba su calidad de vida. El matrimonio no tenía hijos porque la esposa no podía. Quizá por eso, ella sufría frecuentes depresiones y cuando descubrió el anillo de baratija en uno de los bolsillos de una chaqueta de su marido se sentó sobre uno de los escalones que conducían al sótano y se puso a llorar al comprender súbitamente los frecuentes viajes de Heinz al extranjero. No obstante, Ann Marie siempre se había jactado de ser una mujer inteligente, con una carrera, y poseedora una vez de un brillante porvenir. Un porvenir que —convenían todas sus amigas— había arruinado al casarse demasiado joven, así que conservó el anillo y no le dijo nada a Heinz hasta determinar un curso de acción: casi inevitablemente, una venganza.
Un martes de unas semanas más tarde, Heinz se topó con una nota manuscrita al llegar de la oficina. Era de Ann Marie: Había «dejado el nido», había volado lejos, y no debería tratar de encontrarla. Y una cosa más: se había llevado consigo «el anillo». Pero Heinz, por más que lo intentó, no pudo recordar anillo alguno. Estaba demasiado conmocionado por los sucesos del día: Acababa de ser despedido pese a sus esfuerzos por convencer a la dirección en Paris, y ahora descubría que su esposa, quizá hastiada de convivir con un perdedor, le había abandonado. Con toda probabilidad, habría ido a ver a su madre en Italia, y se había perdido la iluminación navideña con la que acababa de engalanarse Múnich. Y Múnich es una ciudad preciosa cuando se prepara para la navidad. Heinz trató de guardar la compostura. No encontró nada en la nevera, así que se fue andando hasta un Kebab en el cruce carreteras. Estaba lloviendo a raudales, pero Heinz siquiera se dio cuenta hasta que vio sus zapatos anegados en el barro.
Ann Marie, sin embargo, no se encontraba en Italia. Más o menos a la hora a la que Heinz trataba de quitar la nieve que se había acumulado en su parabrisas para abandonar por última vez el parking de su empresa aquella misma tarde, ella aterrizaba en Barcelona a bordo de un vuelo Low Cost. Dejó sus cosas en el hotel y se puso a vagar por las calles hasta llegar a la playa de la Barceloneta. Entonces, se quitó los zapatos y se tumbó en la arena. En pleno invierno, el tibio sol de la tarde acariciaba su rostro hasta conducirla suavemente a cerrar los párpados. Apenas fueron unos minutos, pero cuando Ann Marie los abrió de nuevo, se sobresaltó al comprobar que su bolso y sus zapatos habían desaparecido. Y una sensación de rabia e impotencia, incluso de ridículo, la embargó.
Los zapatos acabaron abandonados en el espigón, entre las rocas, pero el bolso y su contenido fueron registrados cuidadosamente por aquella pareja de jóvenes rateros que habían reparado poco antes en la turista tumbada en la arena. Una inspección rápida les reveló que había allí, además de plásticos, unos trescientos euros en efectivo con los que decidieron celebrarlo a lo grande saliendo a cenar a un local de moda. Pero Ahmed tenía una pequeña sorpresa: Entre las cosas del bolso de la turista, había un anillo que retiró discretamente sin que Esther reparara en él para ofrecérselo después durante la cena. Durante la velada, no obstante, ambos permanecían en silencio y apenas comieron, así que Ahmed prefirió esperar. Ella asintió alegre cuando, terminada la cena, Ahmed le propuso ir al mirador de la planta 12. Pagaron con un billete grande y subieron. Y fue allí donde Ahmed le entregó al anillo. Ella sonrió tímidamente mientras observaba el presente, pero luego sus ojos se volvieron con amorosa severidad hacia los del joven.
—Así, no, Ahmed —le dijo, y pudo ver el reflejo de ambos en una superficie próxima—. Vamos a devolverlo todo. Me siento mal… Esa mujer debe estar desesperada.
Se levantó y arrastró consigo al muchacho. Salieron a la calle. Pero jamás pudieron devolverlo todo. No sólo un billete de 50 euros se quedó allí: el anillo también los vio salir.
En ese momento, Eric y Carla paseaban sin rumbo por una calle cercana. Eric y Carla se habían conocido hacía poco y ambos formaban parte de la siempre numerosa cofradía de los corazones rotos. Practicaban una especie de terapia circular o cíclica en la que cada uno escuchaba pacientemente al otro su retahíla de lamentos antes de recomendarle ser fuerte y empezar a continuación su propio relato. En esta conversación inacabable recorrían las callejuelas del Raval, descubriendo pequeños locales donde se tentaban los sentidos de mil formas diferentes. Las reglas del juego, aunque no escritas, era cuidadosamente observadas por ambos: estaban enamorados, comprometidos, sí, pero con un tercero ausente. Este tercero ausente jugaba el papel del gran motivador de su ilusión por vivir, y lo hacía hasta tal punto que a veces se preguntaban si no sería esa la verdadera y única razón de esa búsqueda aparentemente sin fin del amor perdido.
Carla le había explicado en varias ocasiones que el amor es como una jarra. Si está llena a rebosar, no caben otros amores. Si está vacía, o si la ocupa algo de menor densidad que el verdadero amor, su llegada la colmará rápidamente y sin remedio.
Por ese motivo, habían convenido tácitamente no mencionar al tercero ausente, aunque a veces Eric se quedaba como paralizado con la vista puesta en el infinito cuando su tercero ausente se hacía demasiado presente. Entonces, Carla guardaba silencio y pretendía fijarse en otra cosa.
En una ocasión, Carla le invitó a probar una pipa de agua para acompañar un té con piñones, pero no consiguió poner la boquilla en su boca, y él jamás le explicó su negativa.
Ahora habían llegado a una plaza bulliciosa.




Decidieron rodear el edificio negro que coronaba uno de los lados de la plaza, intrigados por su aspecto austero pero que parecía albergar en su interior algún sofisticado espacio para tomar copas o comer. Se decidieron a entrar, aunque tuvieron que sortear una pareja que salía precipitadamente del local, y lo que vieron respondió a sus expectativas: un espacioso y esencialmente solitario hall tapizado de sillones de diseño, algunas mesas y música chill-out. Pero la curiosidad siguió impulsándoles en alguna dirección que no podían precisar y que finalmente les puso en un ascensor que los condujo a la planta once. Allí, empujaron una puerta y subieron por unas escaleras hasta un mirador para cuya vista no estaban, sinceramente, preparados: una increíblemente bella salida de la luna entre los esbeltos y relucientes edificios de Diagonal Mar. Pero esa vista, sin duda la más espectacular de ese atardecer, no era sino una pequeña porción del universo barcelonés que se podía vislumbrar desde el mirador que rodeaba todo el edificio.
Carla se puso a practicar inglés con unos turistas australianos muy simpáticos mientras Eric se dejaba absorber por el panorama que se desplegaba ante él.
Pero algo le llamó la atención. Algo brillaba en un hueco. Lo tomó en sus manos y lo observó una y otra vez. Con curiosidad, al principio, y con creciente ansiedad más tarde. Se trataba de un anillo con una gema esmeralda engastada en unas volutas plateadas. La piedra parecía un tanto gastada, pero de repente refulgió con la intensidad de mil soles, o al menos eso le pareció a él.
—Tengo que irme… —Eric aparecía ahora alterado, increíblemente trastornado.
—¿Ahora… ? —protestó Carla inútilmente, porque Eric se limitó a girarse un momento hacia ella mientras se alejaba, encogiéndose de hombro.
Y luego, mientras se alejaba, pensaba en lo extraño del destino. Un destino que les había separado y un anillo que los había unido. Sin duda, ella lo había perdido en aquella torre aquella misma tarde, y todo sucede por algún motivo, se recordó a sí mismo.
Pero no pudo encontrarla por más que lo intentó, y a su cabeza volvieron imágenes de su anterior fracaso, y que le hicieron compadecerse de sí mismo. Pero ahora había una diferencia: el anillo que llevaba guardado en el bolsillo había rodeado un dedo anular de la mujer que daba sentido a su mundo. Lo sujetó con fuerza dentro de su puño y volvió a casa.
En Barcelona, las calles ya se están engalanando para otra navidad. Otra navidad triste, oscura, como si todas las luces de la fiesta no pudieran disipar las sombras. En su apartamento, Eric creyó volverse loco y entonces tuvo una idea propia de un loco: al menos conocería a los padres de ella. No sabía su dirección exacta. De hecho, tan sólo recordaba vagamente el nombre del pueblo. Así que sacó un billete para Múnich y una vez allí se dirigió al pequeño pueblo bávaro de Oberburg.
También las calles del centro aparecían engalanadas para celebrar la navidad, pero reflejaban una alegría más inocente y sincera que la de la gran urbe cosmopolita que acababa de dejar atrás. Sólo por eso, sólo por respirar su aire puro y helado, se encontraba feliz. Aunque también había otra razón: en ese aire puro él creía poder respirar —de alguna forma— la presencia de Eva.
Y es que, aunque él no lo sabía, ella había vuelto a casa con sus padres para pasar la navidad. No sería una navidad feliz: sus padres pasaban grandes apuros económicos que proyectaban dudas sobre el propio futuro de Eva; y la propia vida que ella vivía en Madrid y a la que habría de volver en pocos días le dolía con tan sólo recordarla.
Pero esta noche era mágica, especial, y todos en la familia de Eva se obligaron a olvidar cualquier pena y disfrutar de la compañía los unos de los otros, Cuando terminaron de cenar dejaron el árbol de navidad iluminado y se dirigieron a la iglesia del pueblo para celebrar la Misa de Gallo.
La iglesia estaba a rebosar.
Eric había llegado al pueblo poco antes, y portando aun su equipaje en el coche, se dirigió al centro del pueblo y al ver una pequeña muchedumbre frente a la iglesia se decidió a entrar impulsado por un repentino sentimiento de unidad. Había empezado a nevar y la blancura de la tierra en la oscura y gélida noche le daba a todo un aire de extraña y hermosa teatralidad.
Eric entró y caminó como ausente por el pasillo central sin reparar en los feligreses que lo miraba de soslayo como lo que era: un intruso. Sin reparar en las vidrieras, sin reparar en los imponentes muros de piedra ni en la atenta mirada de todos los santos y demonios que desde lo alto le contemplaban, avanzó hacia el altar.
Eva estaba allí, en la tercera fila, segunda por la izquierda. Lo primero que vio fue su hombro izquierdo, su media melena, la montura de sus gafas, el perfil de su mejilla, sus labios, la suave curvatura de su nariz. Y una marea de emociones ascendió desde lo más profundo hasta su garganta, como un torrente tras el deshielo. Tuvo que detenerse sin saber muy bien cómo presentarse ante ella, sin apenas aire en los pulmones.
Eva no reaccionó exactamente como él esperaba.
—¿Qué haces aquí?
Pero Eric no pudo responder porque ahora su mirada nadaba en el infinito océano de los ojos de Eva.

«Anillo.»

Tomó el viejo anillo de baratija y lo depositó dentro de una cajita. A continuación, extrajo un anillo de oro de otra cajita y lo encajó con suavidad en el dedo anular de Eva. Pero ella lo miró con tierna incredulidad y volvió a posar sus ojos en el humilde anillo. Ambos se rieron y Eric entendió: Deshizo la operación, retornando el anillo de oro a la cajita y la baratija al dedo de Eva, y luego ambos se miraron a través de una repentina cortina de cálidas lágrimas, como aquella tormenta de verano bajo la que una vez se besaron, y tampoco ahora supieron qué decirse. Pero no era necesario.
Sus dedos se habían entrelazado, cubriendo la alianza. En la mente de ambos, sólo había una palabra:

«Anillo.»


Puedo ver un anillo girando en el vacio a través de la oscuridad del tiempo, y le pregunto dónde va.«Algo me atrae —me dice—, porque los anillos jamás nos desplazamos por propia voluntad.»

Las estadounidenses Bianca y Sierra Casady escribieron la lóbrega Gallows para su dúo CocoRosie en el 2010, y al hacerlo construyeron un escenario sonoro gótico y estrambótico en el que parece flotar un drama inacabable, atravesado por un anillo volador.

Gallows aparece aquí por cortesía de CocoRosie.