La experiencia estaba resultando hasta aquel momento bastante tranquila. Llevaba ya unos días de camino y me había acostumbrado a aquel ambiente de silencio sólo roto por el murmullo del rio que iba discurriendo a mis pies, surcando un profundo valle excavado entre altos picos.
Aunque joven, yo me consideraba entonces un brillante abogado capaz de resistir tanta presión como fuera necesario, siempre conectado, siempre listo para defender a mi cliente. Pero este paisaje, en el que un domingo por la tarde tenía el mismo aspecto que un martes al mediodía, me estaba obligando a relativizarlo todo.
Aquella tarde lluviosa, una espesa neblina ocultaba el rio y el paisaje que me rodeaba, dándole a todo un ambiente fantasmagórico. Según mi mapa, aún tenía un largo camino ante mí antes de llegar a la posada, y me sentía confuso y desorientado, así que me detuve para recapitular.
Mientras estudiaba mi guía tratando de mantenerla a salvo de las primeras gotas, un caminante salido de la nada me rebasó con paso decidido.
–¡Eh, eh, perdón!–grité al hombre, una vez repuesto de la sorpresa–. ¿Es éste el camino?
–¿A Zamora?
–Sí, a Zamora.
–Sí, pero aún queda, ¿eh?
–Ya, pero si sé que estoy en el camino bueno, no es lo mismo. ¿Le importa si hacemos parte juntos?
–Por supuesto que no –replicó el hombre alegremente–. Pero debemos apresurarnos porque va a arreciar de un momento a otro.
Ambos nos pusimos a caminar en medio de la niebla tan rápido como podíamos, pero mi nuevo compañero parecía saber muy bien dónde se dirigía.
Durante el trayecto, que apenas duró una hora, hablamos de mil temas. Política, economía, deportes... qué sé yo. El individuo parecía muy culto y se me ocurrió cuán afortunado había sido al encontrar una compañía tan grata después de tanta soledad.
Sin embargo, llegamos a una bifurcación donde mi acompañante se detuvo bruscamente y, con aire solemne, se despidió de mi. Estábamos solos él y yo en medio de un camino que se dividia en dos. El que parecía haber tomado mi amigo se internaba entre la espesura.
–Pensé que iba a Santiago... –balbucee desilusionado.
–Oh, lo siento, pensé decírselo antes, pero no sigo ninguna ruta.
–¿Ninguna ruta? ¿No va a ninguna parte?
–No. Sólo camino.
–¿Por qué? Perdone, soy muy entrometido.
–No, no tiene importancia. Pero yo sólo camino.
–¿Busca a alguien?
–Todos buscamos a alguien -respondió con indulgente sonrisa.
Yo le miré de reojo tratando de adivinar si mi insistencia le había molestado, pero sólo lo vi un poco azorado.
Ambos nos miramos en silencio, sin atreverse ninguno a pronunciar la siguiente palabra. Al fin, hice gala de mi famosa elocuencia.
–Esta bien, sé reconocer cuando me paso... –dije–.Lo mejor será que siga mi camino y le desee a Usted lo mejor en el suyo. Adiós –agité mi mano derecha en señal de saludo, y me puse a caminar sin mirar atrás.
Me sorprendió que aquel hombre, que hasta ese momento había parecido tan educado, no hiciera ademán alguno para devolverme la despedida. Pero estaba equivocado. Al cabo de un instante, una voz queda como el rumor del rio llegó hasta mi.
–Espere, amigo. ¿Sabe a qué distancia queda su posada?
–Mmh, calculo que aún me quedan unas horas.
–Yo hago noche a poca distancia de aquí. Si quiere, podemos ver si hay plaza para los dos.
–Me parece una idea estupenda.
–Pero recuerde que yo no voy a Santiago. Usted se estará desviando un poco de su ruta.
–No importa. Estoy deseando quitarme estas botas.
Así que seguimos andando en silencio un rato más mientras una fria lluvia empezaba a golpear nuestros chubasqueros. De repente, me asaltó la idea de que quizá había aceptado demasiado a la ligera seguir a aquel extraño por una vereda desconocida.
La posada en cuestión no era más que una pequeña casa muy mal conservada y sin signo alguno que revelara que allí se hospedaran caminantes. Pero alguien nos abrió la puerta y nos mostró las habitaciones. Mi extraño compañero de viaje se deslizó rapidamente en la suya y cerró tras de si la puerta antes de que pudiera preguntarle por la cena. Y ya estaba yo haciendo cábalas sobre cómo encontrar algo para llenarme el estómago cuando el posadero me informó de que la cena estaba ya servida en el comedor. Pero el comedor estaba desierto, y yo era el unico comensal aquella tormentosa noche. De todas formas, me encontraba agotado y di cuenta rápidamente de la cena, que resultó sencilla, aunque deliciosa y acompañada por un excelente vino.
Cuando me retiraba, pude ver que en la sala de estar se encontraba sentado mi amigo, absorto frente al fuego del hogar. Sus pupilas, inmoviles, adquirían un aire pensativo, ensimismado y triste al iluminarlas el trémulo fulgor de las llamas.
Me senté a su lado, frotándome las manos frente al fuego, respetando su silencio.
«Una tarde me encontraba en mi apartamento, aún en pijama –empezó a decir el hombre, casi por sorpresa–. Me dolía mucho la cabeza, así que salí a tomar el aire. Me encontré mucho mejor. El cielo aún era azul, no había oscurecido. Me sorprendieron los colores, los aromas...–giré lentamente mi cabeza para mirarle. Sus ojos seguían fijos en las formas hipnóticas que adoptaban las llamas y las sombras que proyectaban en la estancia–. Venía del mismo infierno. Había descendido allí perdido. No toleraba contacto alguno con los demás. En mi mente, sólo una idea. Una mujer a quien amé para despues perder. Me pasé meses encerrado en casa. Luego, en una institución. Me tomaron por loco, pero al final se dieron cuenta de que tan sólo era otra víctima de los tiempos modernos. Depresión severa. Me recetaron algo y me abandonaron en la calle.
Lo perdí todo –sus ojos adquirieron de repente todos los reflejos acuosos de las lágrimas.
Estuve viviendo así durante meses hasta que alguien me ofreció un empleo. Pude alquilar un pequeño apartamente. Pensé que me había curado. Pero aquella tarde, aquella precisa tarde de verano, volví a asomarme al abismo. Mi mente se volvió a inflamar con recuerdos y no sabía qué hacer, cómo quitarme aquel dolor que me laceraba el alma. Abrí el botiquín, puse todos los tranquilizantes en la palma de mi mano, abrí la boca y me los metí dentro.
Pero entonces, me miré en el espejo. En él, un hombre de aspecto ridículo con ambos carrillos hinchados me miraba atónito. Escupí todas las pastillas a la taza del váter, me puse unos tejanos, una camiseta y salí a la calle.
No sabía dónde ir. No tenía, nunca he tenido, amigos.
Así que me puse a andar. Me encontraba mejor cuando lo hacía. He andado desde entonces. He visto las aglomeraciones de humeantes fábricas del sur de Alemania, las infinitas praderas de Argentina, las carreteras bajo el monzón en la India. He subido a montañas sagradas en el Japón y me he perdido en el silencio del desierto australiano, y si alguna vez me detuviera, en ese preciso instante yo moriría, porque sin esperanza, ¿quién aguantaría este mundo? ¿Me entiende Usted?»
Pero yo tenía un nudo en la garganta que me impedía responder.
Luego, el hombre se puso en pie, me dirigió una sonrisa vacía y se dirigió a su habitación. «Buenas noches» alcancé a decirle, sin obtener respuesta. Pero no me pareció una falta de educación. Comprendí el esfuerzo que había hecho aquella noche al confiarme cuanto había contado.
Me levanté al romper al alba, alegre al ver por fin el sol brillar sobre las altas cimas. Pero, por más que busqué a mi amigo, no lo encontré. Sólo pude ver algunas huellas sobre el barro del camino. Le desee suerte, y que encontrara aquello que busca.
Después de desayunar, llamé a casa.
Me levanté al romper al alba, alegre al ver por fin el sol brillar sobre las altas cimas. Pero, por más que busqué a mi amigo, no lo encontré. Sólo pude ver algunas huellas sobre el barro del camino. Le desee suerte, y que encontrara aquello que busca.
Después de desayunar, llamé a casa.
–Oye, no te lo vas a creer. Ayer por la tarde, conocí a un tipo alucinante, que ha estado en todas partes, que empezó a andar en el 2011 y ¡aún no ha parado!
–¡De eso hace casi treinta años! –respondió una voz al otro lado.
–Pues estuvimos andando juntos un rato. Me contó historias increibles. Alucinante.
–Pero, ¿a quién busca?
... Me quedé pensativo ante esta pregunta. Tan simple, tan evidente, y a mí, un brillante abogado, ¡no se me había ocurrido!
Pero, de repente, supe la respuesta.
Pero, de repente, supe la respuesta.
* * *
Andar, andar, dejarlo todo a la espalda, buscar sin pausa para encontralo todo sin dejar jamás de andar...
Mientras escribía, escuchaba la elegante y extrañamente melancólica 'Cool As A Fire', incluida en el tercer album 'Something' del dúo neoyorkino Chairlift.
«Weakness wins if weakness shows»
«Weakness wins if weakness shows»