Un domingo Maravilloso, 1947 |
En la escena inicial, mientras espera a su enamorada, Yuzo, un escéptico veterano de guerra que no consigue hacerse un hueco en la nueva sociedad civil, se hace discretamente con una colilla que alguien tiró al suelo. Justo en el momento en el que se la lleva a la boca, aparece la blanca y delicada mano de Masako, su prometida quien, con enérgico gesto, le aparta la colilla mientras le reprueba severamente con la mirada. Es toda una declaración de principios.
Ya juntos —y mientras va menguando el magro presupuesto que han podido reunir durante la semana— la joven pareja va topándose con diferentes situaciones que ponen a prueba no sólo su moral, sino su propio amor. Visitan una casa que no podrán comprar; se mezclan con huérfanos jugando en un descampado; se cruzan con un misterioso y hambriento muchacho capaz de conmover la sensibilidad de Masako; se enfrentan con sus propios miedos y deseos bajo la lluvia y han de sufrir cómo unos revendedores desalmados arruinan su esperanza de asistir a un representación de la Sinfonía inacabada de Schubert que se celebra al otro lado de la ciudad.
Ya caída la noche, entre las ruinas de un solar, Yuzo y Masako juegan a ser dueños de una granja en la que servirán deliciosos cafés con crema «cortesía de la casa». Pero se ven sorprendidos por unas sombras que los escrutan en silencio. Son supervivientes sin rumbo. Ambos huyen despavoridos.
Pero no se rinden. Por cada ilusión, una desilusión, y a la inversa. Yuzo insiste en dar forma a sus sueños y, en un auditorio abandonado, se apresta a dirigir para Masako la Sinfonia inacabada al frente de una orquesta imaginaria. Pero el viento barre el escenario desnudo haciendo inútiles los intentos de Yuzo por dar comienzo al concierto. Yuzo se desespera y desiste mientras Masako trata en vano de convencerle de que su ilusión convertirá en realidad sus sueños.
Entonces, hacia el minuto 95, Masako abandona momentáneamente su prometido, se pone en pie y, después de dudar durante unos segundos, se dirige a los espectadores tras la cámara:
«Escuchen todos. Por favor, aplaudan. Anímenlo con el cariño de su corazón. Ayúdenlo. Hay muchos pobres enamorados como nosotros. Por favor, ayúdenlos y anímenlos. Están helados por el viento frío que barre el mundo. Pobres jóvenes enamorados. Esperan el cariño de todos ustedes. Ayúdenlos a tener sueños hermosos. Denles ánimo. Apláudanles. Por favor. Aplaudan sus sueños. Por favor. Por favor. Por favor, háganlo todos.»
En exactamente un minuto, Masako alcanzó mi corazón con mucha mayor fuerza que el largo monólogo de Charles Chaplin en El gran dictador. No es que no me importen las libertades y la democracia. Sólo que creo que todo eso y mucho más está implícito en el alma de dos jóvenes enamorados. De hecho, creo que el mundo entero y todo lo que de bueno haya en él se encuentra en los sueños de los enamorados.
Diez minutos más tarde, al concluir la película con un ilusionado Yuzo despidiendo en la estación a Masako hasta el próximo domingo —y rechazando de paso recoger otra colilla—, terminé de sorber mi whisky con hielo, apagué el proyector y me fui a la cama. Pero en mi cabeza seguía resonando La sinfonía inacabada y las palabras de Masako: «... Por favor. Aplaudan sus sueños. Por favor. Por favor... ».
Sin embargo, dicen los estudiosos del Séptimo Arte que los espectadores japoneses jamás cedieron a sus ruegos: Nunca aplaudieron. Reconozco que yo tampoco aplaudí, pese a emocionarme. O quizá por eso mismo.
Pero, ¿aplaudirás tú?