domingo, enero 29, 2012

Aurora

Cuando ves una estrella fugaz, pides un deseo. ¿Qué deberías hacer cuando ves una aurora?


Apenas habían transcurrido unas horas desde que despegara del aeropuerto de Girona-Costa Brava bajo un radiante sol, y ahora se encuentra en la helada noche boreal, conduciendo a lo largo de una rectilínea carretera entre infinitos bosques cubiertos de nieve.
Pero Robert no suelta prenda. A su lado, viaja una mujer que se no se cansa de mirar las siluetas de las colinas recortadas sobre el cielo estrellado. Ella hace tiempo que ha dejado de preguntarle dónde van y cuándo llegarán. No hablan. Robert sólo conduce sin perder de vista la carretera y el panel de control, iluminado en rojo sangre.
Finalmente, Robert ha tomado un desvío y un poco más tarde las luces del coche iluminan la nada espectacular entrada de una cabaña en la nieve. Sólo algunos detalles de color en los marcos de las ventanas revelan que la casa no está abandonada. Está esperando en silencio a sus huéspedes en la gélida noche invernal.
La casa cuenta en su jardín trasero con un embarcadero sobre el lago. Pero ahora el lago está helado y aparece iluminado por las estrellas como un manto monótono de una blancura fantasmal. Se puede pescar haciendo un orificio sobre su superficie. A este efecto, el alquiler incluye una caseta en el lago con su propio agujero y calefacción, le explicó la agencia.
Robert entra las maletas con el poco equipaje que la compañía de bajo coste les permitió traer e invita a Eva, que está un poco retraída, quizá muerta de frío, a seguirle dentro. La casa le parece a ella confortable, y lo inspecciona todo con la vista. La estancia principal es sencilla, pero espaciosa, y todo aparece limpio y ordenado. Y lo más importante: es cálida. Alguien ha dejado encendida la chimenea a la que corre a calentarse las manos, proyectando accidentalmente sombras chinescas en las paredes.
Y en el centro de la estancia, una pequeña mesa. Sobre la pequeña mesa, un mantel a cuadros. Sobre el mantel, dos platos vacíos separados por una vela encendida y una flor. Robert invita a Eva a sentarse en un pequeño taburete situado frente a la mesa. Robert desparece y regresa en un momento con bandejas de salmón ahumado, queso, uvas y una botella de vino. A Eva se le ilumina la cara. Tiene mucha hambre. Está claro que Robert tiene golpes escondidos. Cuando lo conoció, Robert era un hombrecillo de aspecto tristón. Pero Eva vio algo en sus ojos… Suspira. Ahora no puede recordar qué.
Ambos cenan en silencio. Robert olvidó traer música y Eva apenas levanta la mirada del plato para evitar encontrar los ojos de Robert. Cuando terminan, llevan los platos al fregadero. Ella se adelanta. Robert rodea su cintura y la trae hacia sí. Ella se deja hacer, mansamente. Pero Robert no hace las cosas de esta forma. La deja ir, y trata de reponerse con un toque de humor.
—Los lavo mañana —asegura Robert. No puedo permitir que algunos platos sucios me arruinen esta noche mágica —sonríe, pero Eva no le contesta. Parece ausente.
Robert la abraza de nuevo. No puede evitarlo. Ella es lo que más ama en esta tierra. Eva parece tener frío. Se ha arrodillado ante el fuego. Él la ha cubierto con una sábana dorada tachonada de estrellas, y ha besado su mejilla con timidez, acariciando su rostro. El espejo del vestidor refleja la escena a media luz, que a Robert se le antoja inspirada por una obra de Klimt. Pero ella no sabe quién es Klimt. Tanto da. Alguien sin importancia. La toma de la mano y la conduce a la cama.
De alguna forma, Robert desea respetar su reserva. Quizá ella esté emocionada por esta súbita escapada. Por este viaje sorpresa. De hecho, había pensado en la eventualidad de que ella no quisiera acompañarle, pero no había decidido qué habría hecho en ese caso. Eso es agua pasada. No merece la pena pensar en ello. Ahora están juntos en una cabaña en un remoto bosque, lejos de todo y de todos, frente a una amplia y bien mullida cama.
—Una vez, te pregunté qué preferirías antes de dormir si viviéramos juntos: que te contara un cuento o que te hiciera el amor. Y me respondiste…
—…primero cuéntame el cuento y luego hazme el amor —terminó ella, y ambos, por fin, rieron. Pero fue sólo eso: una risa un poco nerviosa, embarazada.
Ambos se desnudan de forma maquinal y se deslizan dentro del plumón. Eva descubre que huele a limpio, que su tacto es suave, cálido y ligero. Robert apaga la luz. Fundido en negro. Pero los ojos de Eva siguen abiertos y busca a alguien en la oscuridad, o quizá dentro de su mente.
Entonces, un lejano rumor rompe el silencio de la habitación y poco a poco se abre paso un débil rayo de luz que termina por inundar el dormitorio. Eva no puede creerlo… Una especie de techo solar se ha deslizado sobre sus cabezas, dejando al descubierto la bóveda celeste, aunque separada por un cristal que mantiene la cálida atmósfera interior.
Y más allá, miríadas de puntos luminosos titilan en el negro azabache del cielo nocturno.
Pero, por encima de todo, un irreal cortinaje de suaves tonos verde azulados parece ondular lentamente suspendido de los cielos, mecido por un extraño viento magnético.
—Mira, ésta es mi sorpresa. ¿Te gusta? Pues no es ni la mitad de hermosa que tu sonrisa —le susurra Robert al oído. Y Eva se hunde en su plumón hasta los ojos, un poco asustada porque jamás ha visto una cosa así.
Robert la abraza y pronto el cansancio del viaje les vence y ambos se duermen sin contar el cuento y sin hacer el amor. Robert y Eva yacen envueltos en un grueso edredón mientras sobre ellos prosigue con imperceptible ritmo el baile de los cielos.
Algún tiempo después, Robert se despierta. Habrá sido la luz de las estrellas. El cortinaje celeste sigue ahí, pero se ha tornado anaranjado. Tiene el impulso de despertar a Eva para mostrárselo, pero no lo hace. Para entonces, ya se ha convencido de que la sorpresa no ha terminado de impresionarla. Pulsa el mando a distancia y cierra el techo.
Se vuelve sobre ella, acaricia las suaves curvas de su vientre, tratando de adivinar el perfil de su rostro entre las sombras.
—Es curioso. Creí que ella también brillaría en la oscuridad. Pero no puedo distinguirla aunque está a mi lado —piensa.
A pesar de ello, a pesar de la oscuridad, siente su presencia, su suave calor, su tranquila respiración. Y acaricia su pelo y es feliz y todas esas cosas.
Mañana por la mañana. Sí.
Mañana la llevará al lago, y le dirá que el otro día el médico le llamó y le dio el resultado de los análisis. Le dirá que no son buenas noticias, pero se siente preparado. Le explicará que no se lo dijo antes para no preocuparla. Le dirá que lamenta no haberla conocido en otros tiempos, pero no se arrepiente de nada porque al amarla ha vivido lo que otros siquiera han soñado. Y probablemente Eva se eche a llorar. Pero en ese momento, él sacará de su bolsillo la verdadera sorpresa que ha traído consigo: un anillo de compromiso. De esta forma, asegurará su futuro cuando él no esté. Se le antoja que ella será una hermosa y joven viuda desconsolada, aunque espera que pronto encuentre alivio.
Y allí, bajo el sol de Laponia, a ella le parecerá que todo esto es bonito y que la muerte de Robert es sólo un pequeño paréntesis en una historia de amor sin final. O al menos eso le parece a él que sucederá. Pero por ahora, sólo acaricia el pelo de Eva y la mira dormir.
Pero Eva no duerme. Eva llora en silencio. No para de pensar. No sabe cómo pagará el alquiler si no encuentra pronto un trabajo. Eva piensa que quizá no ha traído ropa suficiente para tanto frío, aunque el conjunto con el que ha viajado le queda mono. Tanta humedad no le va bien, le produce asma. Eva piensa que debería dejar de ver de una vez a Iván. Es un hombre que la desprecia, violento, pero actúa como una droga sobre ella. Y el caso es que cree que lo ama y se pregunta qué estará haciendo en ese preciso momento mientras ella ha ido al culo del mundo a pasar frío con un hombre al que apenas conoce. Piensa que quizá Iván esté con otra mujer y se sobresalta. Siquiera ha notado que Robert la está acariciando en ese preciso instante, y hace tiempo que ha olvidado la danza de las auroras sobre ellos.
Se pregunta por qué aceptó esta invitación súbita, alocada. Quizá lo hizo por despecho, para olvidar a Iván; para ahorrar unos cuantos días de manutención en su pequeño piso. Y la verdad es que el salmón y el vino estaban buenos, aunque quizá comió demasiado.
Había también una posibilidad más oscura que a veces la perturbaba: Quizá buscara un amo. Había oído hablar del juego de la sumisión, y la figura autoritaria y madura que Robert proyectaba en la oficina le convertía en candidato al rol dominador que tanta curiosidad y atracción le producían. En cualquier caso, Robert no habría interpretado correctamente las señales, sumiéndose a sí mismo en una ensoñación amorosa de la que parecía no querer escapar. Finalmente, Eva habría terminado por descubrir lo fastidioso que resulta un dominador ablandado y confuso. Parte de esa confusión —tenía ella que aceptar— se derivaba del hecho de que Robert jamás aceptaría que todo hubiera sido tan sólo un juego.
Pero mañana debe volver a la realidad. No puede posponerlo más. Debe decírselo. Le dirá solemnemente que ella necesita libertad o cualquier otra cosa que él no puede darle. Que él es un buen hombre y un buen padre que debe regresar con su familia. Que ella nunca le olvidará, aunque deben dejar de verse. Pero, ¿cómo se lo dirá? No desea hacerle daño. «Enciende tu brain», se dice. Entonces, recuerda que Robert ha insistido en llevarla al lago a la mañana siguiente. En un entorno relajado, todo será más fácil. Él la comprenderá. Hecho.
Resuelto este aspecto, Eva se duerme arrebujada en su plumón nórdico y, sobre ella, el cielo y su mágico telón celeste gira ahora oculto tras un grueso techo de madera.
Dos días antes, y a una distancia inconcebible para ambos, el sol ha expulsado una enorme masa de plasma de su corona. Plasma magnetizado que ha cruzado el sistema solar y ha barrido la Tierra, precedida de una intensa lluvia de protones. El plasma ha provocado brillantes auroras en ambos polos, una de ellas esta noche sobre Robert y Eva, pero no ha dañado ningún sistema de energía ni de comunicaciones, ni en tierra ni en los cielos.



Mientras describía cosas que nunca he visto, escuchaba una canción de la australiana Kate Isobelle Furler, Sia, llamada Don’t Bring Me Down, incluida en su álbum Colour the Small One.

Al final de la vida, lo que más te duele es haber decepcionado a aquellos que te amaron.

Foto cortesía Juan Carlos Casado.