Llevaba yo ya algunos kilómetros en las piernas y acababa de alcanzar el punto más alejado de mi carrera matinal, la Torre del Agua de Sabadell. Ahora, estaba enfilando una de las calles más largas y rectilíneas —la de Covandonga— de una ciudad que se distingue por sus calles largas y rectilíneas, herencia de su pasado fabril. Normalmente, la visión de estas calles que parecen perderse en el infinito no tiene un buen efecto sobre la moral del corredor, pero aquella madrugada me encontraba en plena forma, sumergido como estaba en la musica de mis auriculares.
Arriba, sobre las casas y en un cielo aún completamente oscuro, se recortaba nítida la constelación de Orión. Y justo en frente, en la lejanía, se perfiló de súbito una mancha oscura que parecía abarcar el ancho de la calle. Pero no era una mancha normal... Tenía vida. ¡Se movía! Tardé algunos segundos en determinar que se trataba de un grupo de personas, y un poco más en deducir que se trataba de un grupo de personas que estaban corriendo directamente... hacia mí.
Entonces, preferí descartar la explicación obvia y empezar a fantasear. Ahora yo no eran un grupo del Club Natació en un ejercicio matutino de fondo, no.
Ahora eran una partida del ejercito persa, quizá exploradores, para un único guerrero espartano y yo los acometería con furia y brava determinacion para darles muerte e impedir que dieran noticia de mi aldea a su sanguinario señor. Y lo hacía asiendo con fuerza mi lanza y corrigiendo mi rumbo para embestir al enemigo justo por medio, aunque me superaban en proporción de diez a uno. Nada de movimientos envolventes ni flancos. Mi corazón palpitaba mientras mis aletas nasales se dilataban. No sentía miedo, sino ardor guerrero. Esa especie de garra gigante que te atrapa y de la que no puedes huir aunque sabes que vas a tumba abierta.
A medida que nos aproximábamos, empezaba a revelarse con detalle la fuerza enemiga. Pude resolver un grupo compacto de algunos lanceros que corrían en línea, y ante ellos su jefe. También, a la izquierda, adiviné la presencia de una mujer guerrera, sin duda una amazona, a la que trataría con el debido respeto una vez la atravesara con mi lanza.
Un poco más adelante, pude incluso distinguir que algunos de los guerreros iban cubiertos con curiosos tocados de guerra o quizá fueran vendas que revelaban que se encontraban heridos y cansados tras haber librado alguna cruenta batalla. Quizá deba reconocer que —sin el concurso de la imaginación— tenían todo el aspecto de pasamontañas de lana para combatir el frío invernal.
Pero yo no estaba para tecnicismos. Viendo ya cercano el cuerpo a cuerpo —y la gloria— comprobé la empuñadura de mi espada, aumenté la cadencia de mis zancadas para ganar ímpetu en el asalto y así con más fuerza si cabe mi lanza, disponiéndome a lanzarla cual Aquiles.
Y así transcurrieron algunos segundos hasta que entramos en contacto. El comandante enemigo alteró un tanto su rumbo para acometerme a un ritmo vertiginoso, pero mi valentía era legendaría y no frené un ápice mi marcha.
Finalmente, y antes de volver a perdernos en la madrugada, cruzamos aceradas miradas en el estruendo del entrechocar de metales con un vigoroso Bon dia!