jueves, enero 05, 2012

El hombre que quería ver

Desde que le diagnosticaron aquella enfermedad, a Thomas sólo le apetecía dar largos paseos por el campo llevándose consigo su cámara y su fiel perro. En cada curva del camino, ante cada campo o bajo cualquier bandada de aves, Thomas sacaba invariablemente su cámara y tomaba fotografías. A veces, se detenía ante algún motivo, montaba un pequeño trípode y se pasaba largo rato sacando fotos y haciendo pruebas.

Luego, cuando su esposa se unía a sus paseos, le hablaba de técnicas y trucos fotográficos mientras trataba de hacer de ella su mejor alumno, aunque sólo obtenía un poco de su indulgencia. Pero Thomas fingía no darse cuenta.

Siempre aferrado a su vieja cámara, Thomas descubrió, practicó y refinó los innumerables trucos que había encontrado por Internet o que su siempre inquieta imaginación le dictaba.

Así, sus fotos fueron ganando en calidad técnica y expresividad, porque Thomas siempre interpretaba una historia en cuantas escenas retrataba. Su verdadero anhelo era igualar al ojo humano, producir imágenes cuya calidad las hiciera indistinguibles de la vida real, pero capaces también de conmoverlo, y en cuanto se acostaba para conciliar el sueño, le asaltaban ideas que mantenían su vigilia hasta bien entrada la madrugada. Toda esta actividad mental hacía que Thomas se sintiera extrañamente feliz para alguien que lo iba a perder todo.

Sus amigos interpretaban que, cercano ya su final, Thomas trataba obsesivamente de capturar para la eternidad todos aquellos momentos que vivía en la naturaleza, y se dejaban seducir por su pasión al mostrarles su último reportaje fotográfico. La verdad es que sus imágenes podían llegar a resultar verdaderamente inspiradoras porque ninguna técnica le era ajena.Y esto era porque Thomas había sido antes de la enfermedad un gran fotógrafo que había recorrido el mundo. Pero lo había olvidado todo. Había tenido que aprender de nuevo a hablar, a escribir, a usar una cámara fotográfica.

Ahora, de su cámara emergían bellísimos panoramas de grandes contrastes, secuencias ultrarrápidas de pájaros en vuelo, imágenes de árboles y cabañas que simulaban maquetas, secuencias mostrando el movimiento del sol y las nubes en el cielo durante el día, y de la bóveda celeste en la noche, o el nacimiento de una flor.

Incluso cuando no se encontraba en el campo, solía refugiarse en su estudio, desde el que se podía divisar el mar y una montaña a la que nunca había ido, para poder observar la evolución de la luz a lo largo del día, y los tonos siempre cambiantes del cielo azul, el ocre de la tierra, el gris plateado de las nubes o el verde marino.

Así, a medida que pasaban las semanas, las imágenes de Thomas iban adquiriendo cada vez mayor realismo e impacto. Sus vibrantes colores, la acertada composición de la escena o la belleza del sujeto capturaban cada vez con mayor fuerza el ojo del espectador.

Pero Thomas sentía que tenía todavía mucho que aprender. Había descubierto que, pese a todos los trucos fotográficos, la naturaleza impone restricciones a lo que es posible ver, así que adquirió un poco de equipo para tratar de burlarlas y seguir avanzando en su particular carrera contra el tiempo. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, de todos los halagos y la pequeña fortuna gastada, Thomas no estaba satisfecho con los resultados. Cuando oía con cuánto entusiasmo sus amigos alababan éste o aquel detalle de una de sus fotos, pensaba para sí cuán lejos se encontraba aún de haber capturado la esencia de la vida.

Cuando la enfermedad empezó a reclamarle para sí, Thomas se encontraba aún preparando su obra maestra: Un panorama en tres dimensiones del valle. Una obra que mejoraría al original tanto por el detalle como por la cantidad de tonos, hasta hacer sentir al espectador como si de verdad se hallara en la naturaleza, o mejor aún, en un paraíso del que no quisiera partir. Así Thomas podría estar seguro de haber encontrado realmente lo que nos hace sentir realmente vivos.

Aquella tormentosa tarde otoñal, Thomas se sentía indispuesto, pero sabía que quizá no hubiera otra oportunidad, así que dispuso todo su equipo, lo traslado a la cima de la colina y se pasó algunas horas tomando imágenes con diferentes ajustes que luego habría de combinar para producir una única escena de un tamaño y realismo sin parangón. Sin el brillo del Sol, Thomas sabía que los colores aparecerían fríos y apagados, pero esto no lo consideró sino como un reto a su ingenio como fotógrafo.

Después de un tiempo, Thomas, absorbido por su trabajo, no reparó en la caída de la noche, y pronto los caminos, embarrados y resbaladizos, se tornaron indistinguibles en la penumbra los unos de los otros, y Thomas, cargado con todos sus pertrechos, acabó perdiéndose durante el camino de regreso.

El olor a hierba fresca que emanaba por doquier le servía de bálsamo, así que se sentó en una piedra y esperó hasta que la oscuridad le rodeó por completo. Su fiel perro se empeñaba en mostrarle un camino de vuelta que su olfato conocía a la perfección, pero Thomas había concluido que aquel era un lugar y un momento perfectos para abandonar este mundo, y de paso, ahorrarle a su esposa la penosa y larga agonía que le esperaba.

Después de algún tiempo, se acomodó al pie de la piedra y se acurrucó. Le ordenó a su perro que volviera a casa, pero naturalmente no lo hizo, sino que en su lugar se acurrucó a su vez con toda normalidad contra su vientre, y cerró los ojos plácidamente. Thomas empezó a sentir frío, y buscó calor en las imágenes de su vida que ordenó desfilar ante sí por última vez.

Eran todas ellas escenas bañadas en el tono dorado de los recuerdos, y Thomas las relamía como golosinas, confortado en el juicio de que su vida, en realidad, había sido larga y plena. Sin embargo, una imagen en su memoria le perturbaba sobremanera. Algo para lo que Thomas no estaba preparado.

Un rostro se dibujaba obstinadamente en su recuerdo. El de una joven de lacia cabellera rubia, y tristísima mirada azul. Sus labios, gruesos y sensuales, parecían sedientos de afecto, pero su porte, aunque melancólico, emanaba dignidad. Thomas reconoció en aquella mirada su primer y quizá único amor. Aquellos ojos le habían acompañado toda su vida, sin saberlo.

Pero ahora que su vida llegaba a su fin, le obsesionaba la idea de que algo esencial se fuera a escapar en el último momento, y que todas aquellas imágenes que con tanto afán había capturado no hubieran recogido la imagen que resumiera los anhelos de su existencia.

El frío, antes insoportable, había sido sustituido por el sopor de la muerte que ya empezaba a embriagarlo, y Thomas se dispuso a cerrar los ojos por última vez. Pero al cerrarlos, apareció ante si nuevamente la imagen de aquella mujer. Pero Thomas no podía distinguir si alguna vez esta persona se había hecho real en su vida o si sólo era un reflejo de su imaginación.

Y así surgió el destello en su memoria. Thomas la había retratado en su juventud y, aunque había visto con orgullo como la belleza de su amor secreto quedaría reflejada para la eternidad en un lujoso libro de razas humanas, jamás se había atrevido a reconocer que la amaba. Así pasaron los años, y la vida, hasta que hubo de convencerse que de aquella imagen ya poco quedaría, excepto, si cabe, la vejez.

Sin embargo, siempre había llevado consigo en su memoria hasta el día en que alguna venita en su cerebro se rompió llevándose consigo recuerdos y vivencias y convirtiendo a Thomas en un anciano desmemoriado. Pero no fue poco el gozo que le produjo ser capaz de pronunciar su nombre por última vez. Cuando lo dijo, lo hizo calmadamente, como si hubiera pedido, y la muerte se lo hubiera concedido, un último deseo.

Por fin cerró los ojos y relajó los labios, que ya sin vida, pronto fueron lamidos por su fiel perro.
...

Las miles de fotos que Thomas había tomado de la joven Britta fueron cuidadosamente revisadas y borradas por su mujer, que sólo conservó sus paisajes ya que no deseaba que su obra pudiera ser malinterpretada. Pero olvidó la página 113 del tomo 1 del libro que Thomas había conservado toda su vida en un estante, y que seguiría allí mucho después de que Thomas, su mujer y todos nosotros hayamos muerto.

* * *


Foto Diego Rodríguez reproduciendo una imagen de Camera Press-Zardoya del libro Las razas humanas, Instituto Gallach de Librería y Ediciones Barcelona, 1945.

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