lunes, diciembre 19, 2011

Lluvia

Ama cada vez como si fuera la última vez.
Un día tendrás razón.


Fuera, queda, sorda, una débil lluvia invernal golpea el parabrisas dibujando con sus frías gotas constelaciones acrisoladas de color ámbar.

Dentro, el aliento de dos seres humanos recubre los cristales de una patina de vaho, pero también hay lágrimas cálidas que resbalan por sus mejillas y narices enrojecidas que gotean, respiraciones entrecortadas y manos crispadas que abrazan y acarician.

Todo esto huele a despedida.

Y ahora, su cabeza está hundida en su pecho, escuchando sus latidos, escuchando la lluvia queda, sorda. Y desea que el tiempo se detenga. Que cada minuto se extienda hasta alcanzar todo cuanto existirá, y que luego ya nada exista —¿para qué, si ella ya no estará... ?

Todo es una ilusión, piensa. Puede oler su piel, el algodón de su camisa. Su aroma penetra su espíritu y recorre las estancias de su memoria, una a una, y se adueña de su mundo, y lo convierte en un lugar húmedo de sollozos, besos y suspiros. Pero no quieren separarse. Continúan abrazados. Ella siquiera se ha quitado el cinturón de seguridad, pese a que el coche lleva casi una hora detenido delante de su casa aquella gélida noche de diciembre. No quiere desatarse, no quiere abrir la puerta, no quiere salir a la lluvia y decirle adiós.

Así que siguen allí, bajo la débil lluvia invernal, bañados por el fantasmagórico resplandor azabache de las luces de la calle donde ella vive.

Finalmente, él encuentra la fuerza para desatarle a ella el cinturón, salir, rodear el coche y abrirle la puerta. Ella le obedece, gira en su asiento y se deja guiar. Cruzan la calle desierta en silencio, bajo la mortecina luz de los faroles, en dirección al portal donde se despedirán. Pero el portal les parece ahora un patíbulo.

Ella abre la puerta, le mira y le concede un último abrazo, un último beso en el refugio del vestíbulo mientras espera el ascensor. Pero el último abrazo está cargado de deseo, y resulta frenético y osado y termina abruptamente cuando la cabina del ascensor se abre y los ilumina con su resplandor aséptico y maquinal. Ella entra y, en un instante, se cierran las puertas tras de si antes de que él pueda impedirlo, pero ella le consuela desde el interior, le mira intensamente y le promete «nos volveremos a ver».

Y él cruza la calle sonriente. Y ya no llueve, ha salido el sol y la primavera ha estallado en torno suyo, a las nueve de la noche de una gélida noche de invierno.

La carretera es ahora una vaga mancha luminosa que engulle la niebla. Tiene aún ante sí seiscientos kilómetros hasta llegar a casa. El limpiaparabrisas oscila cansinamente apartando las gotas de lluvia que resbalan por el cristal. De vez en cuando, aparecen luces en la ruta —otros vehículos que pronto deja atrás.

Tiene sueño. Lucha por mantener los ojos abiertos en aquel paisaje espectral de bruma y soledad. Pero repite una y otra vez las escenas que ha vivido con ella unas pocas horas antes. Es feliz. La imagina en un elegante vestido de noche, en la piscina de su futura casa, rodeada de sus futuros invitados, deslumbrante, mientras sus futuros hijitos duermen en sus futuras camitas. Y él la contempla con los ojos bien abiertos, aunque ahora sus ojos se abren al sueño y al abismo, y no a la carretera, de forma que no puede ver que se ha producido un accidente unos cientos de metros adelante.

Ella le mira en la noche estival, y le sonríe. Pero sus ojos se ensombrecen de repente y él pregunta por qué, y ve una sombra extraña que aparece súbitamente entre las tinieblas. Frena y maniobra con rapidez refleja y, aunque su corazón parece estallar de repente, se detiene a tiempo.

Una ola de calor invade su cuerpo mientras avanza lentamente hacia la sombra extraña que aparece atravesada en la carretera. Es un camión volcado, y pronto comprende que no puede rodearlo porque bloquea toda la carretera, por lo que debe detenerse completamente.

Su corazón sigue desbocado en su pecho, así que espera unos segundos antes de salir a la noche y buscar, usando la luz de sus propios faros, a posibles heridos. Fuera, todo es silencio, roto por el tac tac quedo de la lluvia.

Mientras se aproxima al vehículo siniestrado, descubre que el recuerdo de ella le ha salvado la vida. Ve su sonrisa iluminando la noche. Pero ella sigue allí, inmóvil en su memoria, y su expresión es ahora de incredulidad y pánico. Y él pregunta por qué.

Pero esta vez no hay respuesta. Creía que la luz que le iluminaba era el sol de su sonrisa, pero eran los faros de un camión cuyo conductor adormilado no puede frenar a tiempo sobre el pavimento mojado. Ninguno de los dos puede reaccionar. De hecho, el conductor ni siquiera toca el pedal del freno, como demostró después el atestado. Su cuerpo vuela más de veinte metros antes de caer como un pelele ya sin vida en el arcén oscuro y frío, bajo una lluvia queda. Son las 2:15 de la madrugada.

Ella se despierta a la mañana siguiente, inquieta aunque ignorante de cuanto ha acontecido. No lo sabrá hasta bien entrada la mañana. Pero ahora, se despereza, mira su móvil y sonríe con una expresión de alivio. Ha recibido un mensaje de su enamorado a las 2:16 de la madrugada.

'Nos volveremos a ver'.


Mientras lees, quizá te guste sumergirte en el ambiente húmedo y emotivo de Mend (to Fix, to Repair) de la peruana Elsieanne Caplette y el canadiense Stephane Sotto agrupados bajo el nombre de Elsiane.

Nube de palabras por Wordle. ¿Echas en falta 'amor' y 'muerte'?