sábado, noviembre 19, 2011

La promesa

Aún no se había disipado la neblina del amanecer cuando Jon se encontraba ya conduciendo lentamente su potente Volvo S60 a través de los barrios de casitas en las afueras de Finspång, una pequeña localidad en la región de Östergötland.

Jon ya sabía que cada casa era un hogar. Cada hogar era una amalgama de sueños, ilusiones rotas, esperanzas y olvido. Pero hoy venía buscando una casa en particular, y cuando la encontró, detuvo su coche y se quedó inmóvil en su interior, mirando hacia su entrada.

Apenas eran las siete y sólo algunos niños circulaban por las aceras de la urbanización tirando de sus carritos en dirección a la escuela, indiferentes.

Jon no quiso siquiera acompañarse de un poco de música, aunque en realidad, ya la tenía puesta, siquiera fuera sólo en su cabeza. Era una misteriosa pieza que parecía describir muy bien el paisaje de niebla y casitas que se despertaba ante él.

Los minutos pasaban lentamente mientras Jon seguía escrutando la fachada de la casa y sus ventanas —sin cortinas— a través de las cuales se podía divisar un paisaje hogareño de postal; irreal, sin embargo, ya que sabía muy bien que la estancia visible desde el exterior no se usaba para la vida diaria, reservándose sólo como símbolo de hospitalidad.

Los primeros rayos del sol se abrieron paso entre la niebla e iluminaron con el dorado nuevo de la mañana las maderas y los cristales de la casa. Entonces, Jon encontró fuerzas para bajar del coche y caminar hacia la puerta principal. Recorrió apenas unos metros, pero en cada paso dudó si debía dar el siguiente o volver. Cuando llegó ante el portal, volvió a mirar a ambos lados. Ahora, el sol se prodigaba por doquier, mientras algunas patrióticas banderas ondeaban alegres al frio viento. Sonrió y pulsó el timbre mientras dirigía su rostro hacia la puerta, dispuesto a recibir el impacto. Sin embargo, no se produjo reacción alguna.

Jon pensó en darse una última oportunidad para regresar al coche y volver a Estocolmo. Si se daba prisa, llegaría a su oficina solo un poco más tarde de lo normal, retraso que podría fácilmente explicar.

Pero no podía abandonar ahora. Algo le mantenía allí, de pie, con los ojos clavados en la puerta y una sonrisa algo forzada que empezaba a rendirse a la evidencia de que no había nadie para recogerla.
Pensó en lo que había venido a hacer allí. Isabelle era apenas una niña cuando la conoció, pero ambos cayeron en una especie de locura de amor que a punto estuvo de destruir la carrera de Jon como arquitecto. Pero Isabelle no quería destruir la carrera de Jon. Sólo quería quererlo como lo hacen los adolescentes, sin mesura, sin miedo, y sin compromiso. Y Jon estaba casado sin amor y atrapado en una intrincada red de la que él mismo se había hecho prisionero.

Jon resolvió decir adiós a Isabelle para darse ambos tiempo a encontrar un momento en sus vidas más propicio para lo que Jon consideraba su destino rebelado: hacer de Isabelle su mujer. Jon dijo «tres años». Tiempo para divorciarse; arreglar sus cosas; tiempo también para Isabelle encaminando su carrera, madurando: descubriendo si de verdad quiere a Jon.

Tres años le pareció a Isabelle una eternidad, pero pensó en que sería más soportable si ambos seguían manteniendo su compromiso de amor aunque fuera sin exigencias, de forma libre. Jon no tuvo otra alternativa que creerla. Se mudó a vivir solo, y pronto descubrió que Isabelle pertenecía a un mundo distinto al suyo.

Las llamadas telefónicas, que antes eran diarias y llenas de emoción, fueron escaseando y finalmente, Jon descubrió que ella ya no leía siquiera sus mensajes. Sin embargo, Jon había hecho una promesa. Así que, como le habían enseñado, la mantuvo.

En ese día en el que Jon se encontraba finalmente delante de la puerta de Isabelle, se conmemoraba el aniversario de aquella promesa.

Habían pasado veinte años.

Hacía mucho que Jon había renunciado a buscar el rastro de Isabelle en internet. Había renunciado a buscar su foto en las redes sociales porque aún ahora le produciría dolor verla convertida en una imagen muda y bidimensional, y prefería aferrarse a su recuerdo, a aquella impresión cada vez más vaga que ahora parecía ya casi irreal. Así que ahí estaba Jon frente a lo desconocido.

Tras el divorcio, que resultó mucho más doloroso y len-to de lo que pensó, Jon vivió en un pequeño apartamento del centro de la capital, y trató de consagrar su vida al recuerdo de Isabelle y a preparar el reencuentro. Pero Isabelle se enamoró de alguien, se fue a vivir con él y nunca terminó su carrera. Jon, por su parte, conoció a Kate, pero Kate no descubrió hasta más tarde que su único papel en la vida de Jon era hacerle olvidar su promesa. Luego, Kate quedó embarazada y le dio un hijo tardío que, pese a sus reticencias, pronto ocupó enteramente su corazón. Además, Jon empezó a obtener éxitos en sus proyectos inmobiliarios que le hicieron pensar que quizá había encontrado su camino en la vida al lado de Kate. Así es como ambos se concentraron en darle al pequeño Petter una cuidada infancia que terminó dando frutos: el joven resultó ser un muchacho alegre y fuerte; un verdadero triunfador.

Sin embargo —y aunque hoy muchos sostengan que avisó—, la verdad es que cuando la crisis del 2008 llegó, golpeó sin piedad sobre los más débiles, como lo hizo en todo el mundo, y arruinó a Jon casi por completo, amargando su carácter de tal forma que, sólo un par de años después, Kate le pidió el divorcio llevándose consigo a Petter y lo poco que Jon aún conservaba de su patrimonio.

Ahora, Jon estaba allí, solo. A su espalda, un deportivo de alquiler que no se hubiera podido permitir si en Hertz no se hubieran quedado sin coches pequeños, una habitación en un piso compartido y un empleo como oficinista. A través del espejo de la puerta de entrada recordó que, además, ya no era el atractivo cuarentón que sedujera a aquella muchacha tiempo atrás.

Pero Jon seguía esperando de pie, ante la puerta. Miró arriba y vio un pájaro en lo alto, y comprendió de repente. Bajó la cabeza y giró sobre sus talones. El cielo se había vuelto a encapotar y las primeras gotas caían sobre sus ca-bellos grises.

Abrió la puerta del coche y se puso al volante. El murmullo del potente motor le devolvió a la realidad y pronto dejó a sus espaldas aquella casa, resuelto a no volver a pensar en Isabelle… jamás.
«Hay oportunidades en la vida que no se repiten», se dijo en voz alta. «Por lo tanto, es menester disfrutarlas sin martirizarse por el mañana», concluyó.

Isabelle ya no sería jamás suya de la misma forma que ya nadie podría negar el hecho de que una vez lo fue. Además, ¿qué importaba? Miró a los árboles de la carretera. Hayas, robles, pinos, abedules... Ellos seguirían allí cuando ya ni él ni Isabelle existieran sobre la tierra. Así que, ¿por qué sufrir?

Al pensar esto, Jon se encontró a si mismo frenando y girando a toda velocidad de vuelta a aquella casa. «No me rendiré», se dijo con determinación. Había hecho una promesa, no importa cuánto tiempo atrás, y Jon —como vimos— no había sido educado para incumplir promesas.

La puerta principal de la casa cedió al empujarla; no estaba cerrada con llave. Cuando traspasó el umbral, Jon oyó una voz:

—¿Alexandra? ¡Dónde te has metido! —Era la voz de una mujer asustada.

Jon avanzó en la penumbra de la estancia hacia la cocina situada en la parte trasera de la casa. Su corazón latía desbocado y estaba seguro de que, de necesitarlo, no sería capaz de articular ni una sola palabra.

Allí estaba Isabelle. No tuvo necesidad de mirarla dos veces. Jon se acercó a ella agachándose y dejó que la luz del día iluminara sus rasgos.

La contempló largo rato y cuando pronunció su nombre, ella respondió al instante:

—Jon.

Entonces, él le tomó suavemente una mano y la acercó a su propio rostro. Isabelle hundió sus largos dedos en su cabello —como hiciera aquel primer día en que se besaron—, y luego las bajó hacia sus rasgos para descubrir en la punta de sus dedos lágrimas derramándose por las mejillas de aquel pobre viejo.

Pero Jon no lloraba por verla en silla de ruedas, postrada e incapaz de ver la luz por un cruel accidente de tráfico que le acaeció a los pocos años de dejarlo.

Lloraba de felicidad porque por fin y a partir de ahora nadie le disputaría que Isabelle sería ya suya para siempre.



Mientras lees, quizá te guste recrearte en el misterioso in crescendo de Dayvan Cowboy, del duo escocés Boards of Canada.

Foto, Diego Rodríguez