martes, noviembre 22, 2011

Breve historia natural de la destrucción

Quizá sea verdad que la primavera es mala para el organismo. Hay más defunciones por cualquier causa, incluido el suicidio. Y parece un contrasentido que la muerte reclame tantas vidas cuando parece que, por fin, tras el frío y la oscuridad invernal, la vida vuelve a apoderarse de la tierra.

Precisamente, en aquella pequeña población costera, aquel día de primavera había quedado marcado con dos ceremonias fúnebres en el pequeño cementerio que se erigía sobre una colina tapizada de viñedos.

Un notable ciudadano y un personaje casi desconocido habían pasado en ese día a ocupar nicho en el sector nuevo, casi de diseño, que parecía condenado a no llenarse nunca debido a la creciente moda de la cremación.

El desconocido era Juanet, o El Alemán. Así llamaban a aquel enjuto viejo del que casi nadie sabía nada, pese a llevar más de treinta años viviendo en una pequeña casa en las afueras del pueblo, cultivando su pequeño huerto.

Por supuesto, tampoco nadie había venido a su entierro, como en la canción de los Beatles.

Sin embargo, a primera hora de la tarde, una figura, que parecía haber salido de la nada, se perfiló bajo una repentina lluvia primaveral. Cuando me acerqué a advertirle que debía cerrar el cementerio, se volvió hacía mi y entonces descubrí que se trataba de una mujer mayor, de apariencia asiática y porte distinguido.

Me costó hacerme entender. Finalmente, la mujer se dirigió a la salida, y pude verla de nuevo al bajar la cuesta del cementerio. Mientras se perdía entre la lluvia, me preguntaba quién sería, de dónde vendría... y por qué.

Al caer la tarde, volví a verla. Esta vez en la parada del autobús. Yo sabía que no habría más autobuses a esa hora, y me decidí a acercarme, resuelto a explicarle la situación. La mujer parecía azorada, pero apenas pude comprender que no tenía dónde ir, y apenado por su estado, insistí en que aceptara mi hospitalidad, y se alojara en mi casa con mi familia aquella noche. Luego, al dia siguiente, yo personalmente la devolvería a la parada del autobús.

Ya en casa, le pedí que escribiera su nombre en un trozo de papel. Primero en caracteres incomprensibles para mi, y luego, mágicamente, en letras romanas. Akizuki Sugako, enfermera retirada y viuda del doctor Tatsuichiro Akizuki. De caligrafía primorosa, no me pareció la letra de un doctor.

No separó los labios durante la cena, y apenas pudimos comprender que al día siguiente tenía una cita en un notario del centro de Barcelona para abrir el testamento de Joanet.

Terminada la cena, se retiró a su cuarto después de dedicarnos una elegante reverencia que nos dejó a mi mujer y a mi impresionado.

En la gran ciudad, la mujer parecía confusa, y agradeció llegar al suntuoso despacho del notario.
El hombre le entregó un sobre, que tan solo contenía un pliego de papeles manuscritos, amarillentos, y algunos dibujos, de aspecto infantil, pero que describían inquietantes escenas de destrucción y muerte.

Empecé a leer lentamente.

"Weller, Sweeny, Tibbets, tuvieron el valor de descender entre las ruinas, confrontar la tragedia sin limites, pocos dias después. Pero ellos no fueron los primeros occidentales.

Hoy quiero referir mi propia historia. La historia de Heinz Müller. Nací en 1919 en un pequeño pueblo de Westfalia, segundo hijo de un comerciante de telas. Estudié teología y, en cuanto pude, me ordené sacerdote y me hice misionero.

Durante algunos años, seguí las huellas del jesuita Teilhard de Chardin por toda China, en busca de pruebas de una evolución respetuosa con las Sagradas Escrituras, pero comprendí que me había alejado de la gente por la que me había ordenado sacerdote.

Supe entonces que mi hermano Johannes había emigrado a los Estados Unidos, y se había convertido en capellán de las Fuerzas Aéreas. En 1945, estando destinado en Tinian como capellán de las tripulaciones de bombarderos, bendijo la bomba que luego arrasaría la ciudad de Nagasaki, 2.500 kilómetros al norte. Veintidós años después, mi hermano se retiró como teniente coronel.

Por mi parte, llegué al Japón en la primavera de 1938, y me establecí en una pequeña congregación, precisamente en la prefectura de Nagasaki, de descendientes de Kakure Kirishitan, aquellos que durante siglos habían ocultado su fé desde la llegada del jesuita Francisco Javier en 1549 y la prohibición del cristianismo tras la Rebelión Shimabara de 1630. Y muy cerca del rio Urakami que regaba nuestro huerto, se erigía orgullosa la catedral de Santa María, construida en 1917 sin ayuda del gobierno.

Se trataba de gentes humildes pero de corazón indomable, que habían defendido su fe en un tiempo en el que ser cristiano sólo podía tener como castigo la muerte.

En aquellos días, el racionamiento, los kempeitai, el agobiante ambiente de guerra eran ya parte desde hacía años de nuestra vida diaria. Pero las cosas no hacían sino empeorar con las noticias que llegaban, ya no sólo del frente, sino de las principales ciudades. Cada semana nos llegaban familias huyendo de Tokio, Kobe, y otras ciudades desvastadas por las tormentas de fuego que descendían desde las Superfortalezas para castigar los pecados de sus padres.

En el mes de Julio de 1945, desbordados por el número de refugiados, decidimos llevarlos a un edificio anexo a la catedral, en el centro de la ciudad.

Creíamos que Nagasaki no era un objetivo estratégico para los Estados Unidos. Aunque Mitsubishi tenía allí sus astilleros y talleres, la ciudad había sido históricamente nexo de cultura y negocios con occidente, y fue allí donde Francisco Javier terminó su peregrinaje."

Los folios, manuscritos con una preciosa caligrafía, aparecían amarillentos y frágiles, como un tesoro en mis manos. Con el mimo de un historiador improvisado, pasaba las hojas ante la mirada imperturbable de Akizuki .

"9 de Agosto de 1945, 11.02 de la mañana

Habíamos oído que la ciudad entera de Hiroshima había sido completamente aniquilada unos días antes por una fuerza desconocida, pero aún así seguíamos convencidos de que Nagasaki se libraría de la destrucción. Nuestra fe en la Virgen María nos mantenía unidos y esperanzados en un pronto final a la guerra.

Aquella bochornosa mañana había despertado un cielo cubierto de nubes. Como cada día, me dirigí al hospicio donde recogíamos la marea de huérfanos de la guerra. Una alarma aérea nos sobresaltó, pero al cabo de cierto tiempo se detuvo. Pude oír el rugir lejano de unos motores. Un solitario avión en el cielo, alejándose... han decidido dejarnos tranquilos. Vuelta al trabajo. Tomoka no para de toser. Las gemelas juegan. Voy a...

Entonces, un resplandor cegador lo inundó todo en silencio. No importan los años que pasen. El mero recuerdo me produce escalofríos. No sé cuanto tiempo estuve sin sentido. Cuando por fin me recuperé, todo estaba envuelto en la oscuridad. Algunas sombras deambulaban entre las sombras, en silencio. Las horas siguientes, cargadas con las imágenes más horrorosas que la más diabólica imaginación pueda concebir, transcurrieron como en un laberinto de pesadillas."

Al leer estas líneas, Akizuki bajó la mirada. Ella no podía entender el texto, pero vio reflejada en mi expresión el drama que se estaba desplegando ante mi, y yo pude, a mi vez, ver desfilar ante sus ojos escenas que ella había luchado por borrar de su memoria toda su vida.

"Durante los meses siguientes, ayudé sin descanso a los muchos Hibakusha que se hacinaban a las puertas de nuestros hospitales, con el Doctor Nagai al frente, quien, aunque él mismo enfermo, nunca dejó de ayudar a los supervivientes.

Luego, sentí que todo cuanto creía, todo cuanto amaba, me había sido arrebatado. Abandoné el Japón para no regresar jamás. Traté de olvidar, y sólo encontré la paz entre estas colinas, entre viñedos al borde del mar mediterráneo.

Aquí he vivido el resto de mi vida, sin abandonar jamás mi soledad. Entregado a la escritura de una obra que versa sobre la maldad humana y que jamás se publicará. Pido perdón. Pido perdón por haber arrastrado a mi fe, a mi gran mentira, a personas inocentes. Por haberlos condenado a una muerte horrible, a una vida miserable, con mis mentiras. Todas aquellas personas confiaban en la bondad de la virgen, y mi propio hermano bendijo la bomba que hizo descender del cielo el infierno sobre todos estos inocentes cuyo recuerdo me atormenta cada noche."

Y la carta terminaba con una oración que no pude leer porque mis ojos se anegaron en lágrimas.

Dentro de un sobre grueso, se encontraba una pila de folios manuscritos con la inscripción "Historia natural de la Destrucción". Contenían una minuciosa recopilación de ignominias, desde la que mencionara Johann en el libro del Génesis, hasta Guernica, Dresden o Hiroshima, con abundantes anotaciones.

Era un legado formidable, pero no era el único. Aun había algo más sorprendente. El ayudante del notario puso sobre la mesa una maleta de madera conteniendo dentro muchos compartimentos en los que se apretaban rollos de película.

Entonces, Akizuki sacó de su bolso un sobre desgastado y amarillento, de muy viejo aspecto. Contenía una carta manuscrita, como la de Joanet. Amarillenta, como la de Joanet. Me la entregó. El sobre estaba cubierto de extraños signos y matasellos. Estaba fechada a principios de agosto de 1945, iba dirigida a Heinz y se la escribía su hermano Johann. Debió seguir un camino muy tortuoso, a través del mundo y de las largas vías de comunicación romanas en plena guerra del pacífico, desde una localización desconocida y probablemente de alta seguridad. Aún así, la carta había conseguido llegar a su destino.

Con mi pobre alemán, pude traducir algo así:

"Queridísimo hermano, no tengo tiempo ni se me permite disponer de él para comunicarme con mis seres queridos en este esfuerzo bélico que parece querer llevar el mundo al borde del abismo, pero necesito hacerte saber que es del todo imperativo que leas atentamente Génesis, 19, y te pongas a ti y a los tuyos en disposición de obedecer la palabra de Jehová.

Que dios te bendiga, hermano.

Firmado, Johann."

Claramente, Johann había omitido toda referencia a su condición de párroco militar estadounidense en el remite. Miré a Akizuki. Ella me miró a través de sus gafas y extendiendo una mano, señaló con el índice una de las inscripciones en el sobre escritas en caracteres numéricos arábicos:

09-08-1946

Tardé un poco más de lo normal en comprender. Aún estaba bajo los efectos de la fuerte emoción que sentía al tener en mis manos ambos documentos. Así que, después de todo, Johannes había intentado avisar a Heinz de que algo terrible iba a suceder, pero, simplemente, el mensaje se había perdido en algún punto.

Puse una carta sobre la otra. Por un momento, las contemple, juntas por primera vez.

Bueno, los hermanos se han reconciliado al fin. Todo está bien, ¿no les parece?

Al día siguiente, llevé los manuscritos del libro, las dos cartas y la maleta conteniendo los rollos de película a una editorial de Barcelona. A juzgar por la expresión del editor, aquel material parecía valioso. Y en realidad, gracias a los beneficios económicos de aquellos documentos, en torno a los cuales se organizan exposiciones y ediciones especiales, pudimos constituir una organización pacifista, de la cual ahora Akizuki, que se ha quedado a residir en el pueblo, es presidenta.

Decidimos celebrar un responso por Heinz. Alguien depositó una solitaria rosa sobre el altar que el sacerdote no quiso retirar.

La rosa quedó en la penumbra del coro mientras el cortejo se dispersaba hacia la salida y fuera brillaba el sol del mediodía.


Foto Diego Rodríguez