La noche les había parecido eterna. Tan sólo unas horas atrás, no se conocían. Así que aquella vida de ayer parecía ahora irreal a la luz de un nuevo día. No habían existido antes de conocerse, y ya no habría vida separados. Habían hablado, habían compartido cigarrillos, gintonics, whiskies, se habían besado. De hecho, no paraban de besarse, descubriendo en cada beso un nuevo sabor o una nueva sensación, como alquimistas de amor. Ahora, la arena de la playa parecía húmeda y fría bajo sus pies, pero la música seguía fluyendo dentro de ellos, gracias en parte al móvil de Juan, impulsando al uno en torno al otro como estrellas de un sistema binario en la oscuridad del cosmos.
Juan tomó de las manos a Imma, que es como un siglo atrás ella le había confesado que se llamaba, y la miró al sol del amanecer, cuando aún las últimas estrellas se hacían las remolonas antes de desvanecerse en la radiante luz del día. Y lo que vio le gustó. Rabió de gusto porque Imma era la mujer de su vida, y no había nada en aquella mirada, en aquel cuerpo, en aquella voz, en aquella historia que no fuera perfecto.
No podía recordar cómo la había conocido. Hasta donde sabía, ella era amiga de una amiga, y había aparecido de repente cuando él más la necesitaba, en las sombras entre la pista de baile y la barra del bar. Y luego, fue química, piel, o simplemente deseo.
Pero no era cuestión de buscar explicaciones a lo que sin duda era un golpe de suerte. El golpe de suerte de su vida. Quizá el de ahí arriba se había apiadado por fin de su soledad y había recompensado sus méritos como hombre y como buena persona.Había cuidado de su madre hasta su muerte, había trabajado con tesón en turnos de noches y fines de semana, y se había apuntado a un sinnúmero de organizaciones cívicas para la protección animal o contra el hambre.
Pero ahora que el sol empezaba a teñir de dorada la arena, descubrieron que eran ellos quienes tenían hambre y buscaron un chiringuito abierto donde pedir algo. No eran las únicas personas en la playa. Se confundieron con gente haciendo footing o paseando al perro, y pescadores de vuelta a casa con sus zurrones vacíos tras una noche en vela. A Juan le extrañó ver escrito en la arena un nombre de mujer que las olas aún no habían borrado, y se preguntó durante un segundo cómo podía ser aquello.
Pero Juan no dejó en ningún momento de sujetar fuertemente la mano de Inma mientras entraban en el bar y se sentaban. No es que temiera que se la robarán: no había nadie más en aquel lugar y en aquel momento, y de hecho a Juan le sorprendió que la puerta cediera abriéndose al empujar. Era simplemente que quería sentirla, y no le importaba un poco de incomodidad.
Así, sentados en aquella mesa sin mantel, frente a frente, hablaron durante mucho tiempo sin dejar de mirarse a los ojos, transmitiendo toda la ternura que pueda haber entre dos jóvenes adolescentes enamorados.
Al cabo de cierto tiempo, Juan empezó a preguntarse por el camarero, ya que nadie parecía estar ocupándose del local. Así que, en un acto de viril iniciativa, se levantó y se fue en busca de alguien capaz de servirles un café, un bocadillo o algo para comer.
Juan se coló en la trastienda y pronto se encontró con una puerta trasera entreabierta que daba a la playa. La empujó y sobre la arena fresca de la mañana vio unas huellas que conducían a la figura de un hombre cerca del mar; así que fue en su busca. Mientras se alejaba del chiringuito, Juan sintió un temor infantil. Inma se encontraba allí, sola y expuesta a cualquier peligro. Pero pronto desechó por ridículos estos temores y gritó al hombre al lado del agua. Pero el hombre no se inmutó. Juan siguió andando hasta que pudo por fin posarle su mano en el hombro y rodearlo. La cara del hombre, bañada por el sol, permanecía inexpresiva y no respondió a las preguntas de Juan, así que Juan tuvo que concluir que aquel tipo era un tarado o un fumeta que se había quedado colgado en la playa, sin nadie a quien tomar de la mano al final de la noche.
Pero Juan era un chico afortunado. Y por eso no pudo evitar que una gran sonrisa se dibujara en su cara. Una sonrisa con la que iba a obsequiar a Inma en cuanto se presentara de nuevo ante ella, aunque sus manos, como las de los pescadores, estuvieran vacías.
Cuando volvió, su sonrisa no se borró porque el asiento que antes ocupara Inma estuviera vacío. Como esa sonrisa que no se borra cuando la primera bala rompe el cráneo, sino que simplemente se congela. Exactamente así se congeló la sonrisa de Juan cuando miró a su alrededor y no vió más que mesas vacías, y el sol elevándose en silencio sobre el mar.
Juan salió a la playa y rodeó el local. Luego corrió y gritó durante un tiempo que no pudo precisar. Finalmente, se sentó en la arena al sol de la mañana, y comprendió que estaba, de nuevo, solo. Se levantó, le quitó el polvo a su chaqueta e inició el camino de vuelta, decidido a decir No al amor. Las mujeres eran malas y sólo habían nacido para romperle el corazón.
...
En la playa, más tarde y con el sol ya en lo alto, por fin llegó el propietario del bar. Descubrió que algunos vándalos habían forzado la puerta durante la noche, aunque todo parecía estar en orden. Sólo encontró una servilleta de papel en el suelo con un número de teléfono garabateado. Lo marcó y sonó al otro lado del hilo telefónico una voz alegre y femenina.
-Oh, Juan... ¿ya me echas de menos?-pero pronto se enmudeció al oír la ronca voz del hombre, que colgó, hizo un ovillo con la servilleta y, enfadado, lo tiró a la papelera antes de ponerse a preparar el bar para abrirlo a los primeros clientes de la mañana.