domingo, julio 31, 2011

Terror of Love

Esta historia es muy especial para mi. La historia en torno a la cual ha empezado a girar todo el universo de Microhistorias de amor. Donde termina una vida y empieza otra. Y como en todas las vidas, morir y nacer es muy duro.

Albert era un hombre al que cualquiera consideraría un triunfador. Dueño de un negocio de éxito en el campo de la tecnología, continuamente rechazaba ofertas de adquisición multimillonarias por parte de grandes empresas y fondos de inversión. Pero Albert amaba lo que hacía. Todo cuando tenía ante sus ojos era, como recordaban sus aduladores, obra de de su visión y genio.

Sin embargo, el éxito de Albert no fue temprano, e implicó primero un matrimonio con la heredera de un importante grupo industrial. Pero decir que aquel matrimonio fue de conveniencia sería ir demasiado lejos. Albert la amaba de verdad por aquel entonces, y estaba convencido de que ella era el amor de su vida porque confundía su elegancia y su natural gracia con el amor. Pero siempre fue un buen marido y mejor aún padre, y llegó a la cincuentena con los deberes hechos, convertido en un valioso miembro de la comunidad a la que pertenecía.

Por supuesto, Albert tenía sus debilidades. A veces, bebía un poco más de la cuenta, aunque siempre durante las comidas. También era un poco soñador y sentimental, si esto puede considerarse una debilidad. Finalmente, a Albert le gustaban las mujeres. Éste era un tema que sólo él conocía, y quizá su esposa sospechara aunque hacia tiempo que habían acordado soslayarlo por el bien de todos. Educado por su madre y su hermana, siempre había estado mimado por mujeres, entre las que se encontraba muy a gusto aunque su inquietud empresarial le hubiera llevado por un mundo dominado por hombres.

Sí, a Albert le gustaban mucho las mujeres, de las que decía en privado que eran, desde la más humilde, diosas capaces de regenerar la humanidad. En realidad, Albert no era un mujeriego y nunca dejaba que esta debilidad le afectara en su forma de llevar sus empresas, donde era un negociador duro y hábil, un líder al que todos sus colaboradores trataban con cortesía y deferencia porque lo consideraban también justo y bondadoso.

Pero un día llegó a la empresa una joven becaria, de apenas veinte años. Aún en su juventud, era una mujer de una belleza deslumbrante, dueña de un sonrisa radiante como el sol y unos ojos azules como el firmamento, que ella dirigía como un arma desintegradora contra todo aquel del que deseara algo. Se llamaba Inés, un nombre engañosamente inocente para una joven engañosamente inocente, y sin saber muy bien cómo, se convirtió en asistente de Albert e inseparable compañía en apenas unas semanas.

Aunque Albert reclamaba su presencia con frecuencia y atendía solícito las continuas peticiones de Inés, pronto empezó a experimentar dificultades para concentrar su pensamiento, porque siempre emergía la belleza de la joven dirigiéndolo hacia extrañas fantasias en las que ellos dos vivían una vida distinta, una vida de contemplación mutua y extasiada alegría.

Estas ensoñaciones terminaron naturalmente por preocupar a Albert, porque Albert sabia que esa vida distinta no era real ni posible. También era muy consciente de que la belleza de Inés, aunque pasajera, era de una peligrosidad infinita y capaz de una destrucción de efectos permanentes y muy tangibles. Pero él parecía incapaz de hacer nada por evitarlo, y los cruces de mensajes entre ambos eran cada vez más explícitos y emotivos. Inés le explicaba que la diferencia de edades no significaba nada, que sus propios padres se llevaban veinte años. Inés le explicaba que ella necesitaba un hombre maduro, capaz de protegerla y guiarla. Inés le recordaba que ella le pertenecía.

Estas palabras se iban clavando como alfileres en el corazón de Albert, que cada día volvía a su lujosa residencia del extrarradio como un marido cansado y ausente. Cansado porque apenas dormía. En cuanto cerraba los ojos, Inés aparecía ante él, con esa sonrisa luminosa y esos ojos azules en los que Albert hundía su propia mirada, aunque temeroso de perderse en un laberinto de emociones del que jamás volviera a salir.

Sí. Durante la noche, Albert sólo soñaba con ella, y durante el día sólo la veía a ella, que se había instalado en una mesa muy próxima a la suya desde la que durante horas se dejaba mostrar en su ultimo modelito, dirigiéndole miradas furtivas y sonrisas de complicidad.

Entonces, Albert intentó racionalizar la situación, incapaz de contarle nada de todo esto a nadie, ni siquiera a Barb, su eterna amante y confidente en otros tiempos de todas sus fantasía.

Pero Inés era una becaria, una flor de un día. En pocos dias, Inés se iría y él tardaría en olvidarla lo que tardara en llegar la siguiente becaria, se dijo. Sí, Inés era una mujer extraordinaria y única, y él sabia lo doloroso que sería decirle adios porque ya lo había hecho antes con otras muchas mujeres extraordinarias y únicas.

Así que pensó en concretar su ansiedad al estilo de la vieja escuela. La llevaría después de comer a dar una vuelta con cualquier excusa por los laboratorios de una de sus fábricas. Un lugar tranquilo y a salvo de miradas en el corazón mismo de su pequeño imperio.

Allí, Inés le demostraría el máximo interés y reverencia en todas sus explicaciones. Allí, Albert la rodearía con su brazo de forma amistosa mientras le muestra la última pieza de equipo adquirida en el extranjero. Allí ella posaría, fingiendo indiferencia, su mano en la de él, y su calor transmitiría un mensaje directo al cerebro de Albert: poséeme aquí y ahora. Allí, Albert la poseería sin siquiera quitarse una pieza de ropa, aunque ella agitara sus manitas y le dijera bajito que se detuviera, o al menos se pusiera protección. Allí los dos en pie, entrelazados como una enredadera, se olvidarían durante unos minutos de la ultima pieza de equipo, del laboratorio y del mundo entero, consumidos en la llama incontrolable y voraz del deseo desatado. Albert sabía lo que tenía que hacer porque ya lo había hecho antes, y ahora tenía la esperanza de que, con el último hálito de deseo se disipara también su ansiedad.

No todo salió como esperaba. Albert tuvo dificultades en poseerla y ella tuvo que fingir no importarle. De nada servía buscar excusas. Ambos recompusieron a toda prisa sus ropas y volvieron a la oficina por caminos distintos y ya no se hablaron aquella tarde.

Pero al caer la noche, ya de regreso en su domicilio conyugal, tumbado en la oscuridad de su dormitorio junto a su esposa, fue aún peor. Ahora ya no era tan sólo la imagen de Inés la que llenaba su noche. Era su tacto, el sabor de su piel, el olor de su pelo. Y ya no había día o noche, madrugada o atardecer, alba o crepúsculo para él.

Durante las siguientes semanas, ambos buscaban cualquier ocasión para estar juntos. Ella le había confesado que si quedaba embarazada, sería su muerte, pero a Albert ya ni siquiera le asustaba la idea de una tardía paternidad porque marcaría un nuevo principio en su vida ahora que su única hija ya había alcanzado la mayoría de edad.

Finalmente, Albert comprendió que estaba enamorado de una adolescente, la peor cosa que pueda sucederle a un hombre casado en la cincuentena, y recorrió una por una todas las alternativas. Ignorarla, divorciarse, convertirse en su protector, vender la empresa y convertirse en ermitaño, quitarse la vida. Sí, tirarse al tren y provocar una de esas incomodas cadenas de retrasos en los transportes públicos que tanto odiaba. Pero, no. Si lo hacía, si se quitaba de en medio, no provocaría inconvenientes a los demás.

Era cierto que, antes de la llegada de Inés, Albert era un hipocondriaco depresivo, sobre todo desde la muerte de su madre, ya muy mayor, pero ahora lo que más miedo le daba era el momento de la despedida. Cómo reaccionarían ambos, qué cosas se dirían y cómo se estrecharían la mano o amagarían un tímido beso a escondidas. Albert odiaba las despedidas. De pequeño, solía llorar durante horas la partida diaria de su padre al trabajo y era conocida su aversión a despedir trabajadores. Una debilidad de la que se podría decir que algunos habían abusado.

Así que, después de mucho meditar, Albert pensó que no sería capaz de abrazarla por última vez y urdió un plan para iniciar un viaje de negocios imprevisto y no anunciado justo el día antes de su marcha, de forma que ambos se ahorraran una dramática despedida.

Aquella tarde, la última, Albert la vio despedirse como cada tarde. Su melenita rubia flotaba cuando ella se giró para dirigirle su sonrisa primaveral, que se desplegó ante él por última vez aunque ella no lo sabía. Albert volvió a hundir su mirada en la pantalla de su ordenador, donde acababa de llegar un correo de alguien diciendo algo.

Entonces, Albert soñó que se ponía en pie y corría tras ella. Soñó que la tomaba del brazo, la traía hacia si y la abrazaba. Soñó que ambos se besaban, que ya nunca se separarían en esta vida, que serían el uno para el otro hasta el fin de los tiempos. Soñó, soñó..., soñó.

* * *

Con Happiness, su único album en el mercado desde el 2010, Theo Hutchcraft y Adam Anderson, los componentes del dúo de Manchester, Hurts, han cosechado notables éxitos. Sin embargo, no son sus muchas virtudes musicales las que los han hecho idóneos para acompañar este relato.

Por motivos personales, este pequeño drama no podía acompañarse de otra pieza que no fuera Wonderful Life.