Hubo un tiempo en el que el mundo tuvo que decidir qué fuerza motriz sustituiría al músculo de caballos y hombres.
Y el candidato con más posibilidades era la electricidad.
Simple, de arranque instantáneo y muy potente, el motor eléctrico era, sin duda, el futuro. Sobre todo comparado con el ruidoso y sucio motor de combustión interna, que, incapaz de ponerse en marcha por si solo, requería que el conductor se arremangara para hacer girar una manivela que diera inicio al proceso cíclico de combustión.
Pero algo fue mal, y el mundo se sumergió en un espeso y pegajoso manto negruzco que cubrió el planeta de carbón y sangre.
En la era del petroleo, los paises que encontraron bosques fosilizados del carbonífero en su subsuelo pudieron financiar guerras y dictadores, mientras se convertían en objeto de codicia por parte de quienes nos los tenían, justificando más guerras y dictadores. Pero todos, absolutamente todos, pudieron envenenar sus pulmones, devastar sus bosques, tiznar sus edificios y calentar el planeta hasta llevarlo al borde del desastre.
Entonces, y sólo entonces, se acordaron de aquel momento, muchos años atrás, en el que se abandonó el coche eléctrico en favor de un combustible barato y de fácil extracción.