Hay una palabra en España para describir a los hombres casados que, al llegar el verano, y cual valerosos guerreros, envían al pueblo o a la playa a esposas e hijos mientras ellos mismos permanecen aferrados a sus escritorios urbanos, guardianes del bienestar familiar.
Son los Rodríguez, y te voy a hablar de ellos a continuación.
Suele citarse el periodo de los años 60 del siglo XX, conocido en España como el desarrollismo, como origen del término. Más concretamente, en la película de Pedro Lazaga, El cálido verano del Sr. Rodríguez, protagonizada por José Luís López Vazquez.
Sin embargo, según mis eruditas investigaciones, el concepto pudo haberse originado incluso antes, y fuera de nuestro país, como lo demuestra la hilarante comedia de 1955, La tentación vive arriba, dirigida por Billy Wilder y protagonizada por Marilyn Monroe. Desde entonces, muchas han sido las adaptaciones al cine, al teatro y a la literatura de este personaje al que creíamos típicamente hispano. Pero, ¿qué es lo que lo hace tan universal?
El Rodríguez que nos ocupa es un individuo un tanto patético, condenado a repetir su tragicomedia cada año, como un Don Juan Tenorio anónimo, expuesto a sus propias debilidades, y solo.
Claro, claro, ahí está ese puñado de amigos con los que compartir alguna partida de cartas o unas cervezas viendo un partido de fútbol, aunque todo el mundo sabe que en agosto, cuando más lo necesitamos, no hay fútbol. Pero ya sabes, si aún no se han convertido ellos mismos en Rodríguez, tendrán otras ocupaciones, y si están divorciados, eso los convierte en Rodríguez cronificados, personajes con los que los Rodríguez temporales prefieren tener poco que ver.
El verdadero Rodríguez cree que la verdadera felicidad consiste en abjurar de todas las reglas que su mujer le ha impuesto durante todos sus años de matrimonio. Hacer todo aquello que le venga en gana, cosas como trasnochar, buscar compañía femenina y transgredir una por una todas las demás obligaciones que su mujer o su médico le puedan haber impuesto.
Por supuesto, privado de toda capacidad organizativa o habilidad manual, el Rodríguez vivirá pronto sumido en un verdadero caos en el que habrá convertido su casa. Montañas de platos por lavar, camas sin hacer, suelos sin barrer, camisas sin lavar, ropa sin planchar y un largo, larguísimo, etcetera.
Al cabo de unos dias, a nuestro pobre Rodríguez se le ocurrirá una idea genial con la que alcanzar simultaneamente su primer objetivo, cazar una mujer, y el que se ha convertido en el más acuciante: arreglar la casa. No tiene mayor complicación. Basta con hacerse pasar por un separado, y atraer sobre si la condescendiente ternura de alguna señora estupenda. Con un poco de suerte, el osado Rodríguez se levantará por la mañana con el espíritu tan radiante como la casa.
Pero todo esto no son más que ingenuas fantasias, que ignoran el hecho de que el Rodríguez, después de lustros de agricultura y ganadería, ya ha olvidado cómo cazar. Acaso, llevado de un impulso recolector incontrolable, se vea obligado a sobornar alguna pieza con la que simular el antiguo rito de la caza y el apareamiento.
Y así transcurrirá el largo y agobiante verano, sin otra verdadera compañía que la suya propia. Porque éste es el verdadero drama del Rodríguez, y no su incapacidad para realizar las tareas domésticas.
El Rodríguez vive solo, y en la peor de las compañías. Pero no es la suya...