La primera es, naturalmente, poder ir a trabajar, y hacerlo sobre mis propias piernas. A continuación, ver salir el sol sobre el mar (es que, verán, se trata de un tren que circula al lado de la playa), rodeado de un puñado de administrativas recién duchadas y arregladitas, y finalmente, leer la tira cómica de Ernesto Rodera.

Para entenderlo mejor, es preciso recordar que, cuando somos pequeños, no somos conscientes de la maldad. Cuando llegamos a la adolescencia, creemos que basta con denunciarla para que desaparezca. Cuando nos convertimos en adultos, pretendemos ignorarla. Sabemos que saben que sabemos, pero actuamos con naturalidad como si no lo supiésemos.
Los chistes de Rodera me recuerdan que los adultos podemos convertirnos en una especie de adolescente culto, dar una nueva mirada al mundo que nos rodea, y hacerlo como si, realmente, bastara con citar las palabras mágicas para conjurar la maldad.
Gracias, Ernesto. Aunque parezca mentira, me ha parecido ver cómo se desvanecía un poquito de esa mala leche que nos ahoga a todos desde que ponemos el telediario a las 7 cada mañana.