Eran pasadas las once de una fría y lluviosa noche de noviembre.
Acababa de llegar desde Berlin a la Rathaus Spandau, la estación central de Spandau, y recorría la ahora silenciosa ciudadela, deshaciendo el camino que había recorrido unas pocas horas atrás desde mi hotel, deteniéndome de vez en cuando para observar cómo la soledad puede tomar forma entre la lluvia y la oscuridad de sus callejuelas.
Las orgullosas torres de la iglesia de San Nicolás, erigiéndose iluminadas entre la bruma nocturna, parecían reinar por fin una vez más sobre la fortaleza.
Todavía quedaban abiertos algunos pequeños locales, de los que salían olores y risas. Me encontraba bien. La ciudad se preparaba para dormir, porque Spandau, como Berlin, duerme. No son Nueva York ni Tokio. Spandau arrastra a sus espaldas muchos siglos de historia desde que, en 1232, obtuviera sus derechos como ciudad.
Como ciudadela, sus calles fueron tomadas por ascanios, suevos, franceses, prusianos, rusos… Convertida en un enorme cuartel, Spandau se lanzó a la forja de cañones que retumbaron por toda Europa, hasta su caída definitiva como enclave militar para ser ocupada una vez más —esta vez por británicos— y convertida en cárcel para los jefes nazis acusados de crímenes de guerra.
Me preguntaba dónde habría sido encarcelado su más el celebre prisionero, el antiguo lugarteniente de Adolf Hitler, Rudolf Hess.
Mientras mi pensamiento vagaba por estos hechos, las calles, flanqueadas de infinitas y sombrías veredas, me iban conduciendo dulcemente bajo la fría y oscura llovizna hacia algún destino desconocido.
Hoy en dia, Spandau es tan solo un apacible barrio de Berlin, extendiéndose de forma radial en infinitos arrabales a lo largo del río Havel.
No podría decir dónde me encontraba en el momento exacto del paso por la medianoche, pero en ese preciso momento, yo cumplía años. No es un mal regalo el que un cumpleaños te pille andando bajo la lluvia. Ni siquiera que estés agotado y perdido.
No vas solo.
Vas con tus pensamientos, haciendo desfilar ante ti tu mundo interior, como en una parada militar organizada exclusivamente en tu honor. Pasan ante ti tus anhelos con paso marcial, y a paso más rápido, para que desaparezcan cuanto antes, también algunas preocupaciones. Y tú eres el jefe de estado que saluda a las tropas desde la tribuna.
¿Pánico? No me había perdido por los arrabales de Bagdad. Lo peor que me podía pasar es que me viera obligado a vencer mi masculina reticencia a preguntar. Por eso, los hombres preferimos invadir a preguntar a los lugareños.
Al menos, sabía que el río me guiaría hasta mi guarida, un moderno hotel Spa sobre el Havel. Un hermoso y bien cuidado puente de hierro, el große Eiswerderbrücke, salvaba el río a su paso ante el hotel. Lo había comprobado el día antes.
Escuchaba los ecos del mundo en los auriculares de mi teléfono móvil a través de la BBC World Service. Revueltas en el Congo, alegría universal en la victoria presidencial de Obama.
Realmente, no me preocupaba amanecer andando por sus largas veredas, aunque mis piernas empezaban a dolerme.
Estaba perdido. Perdido en Spandau.
O ¿era quizá que Spandau se había perdido en mi?
Foto por Diego Rodríguez