Existió a principios del Siglo XX un presidente de los Estados Unidos bajo cuyo mandato le ocurrieron a su país una serie de catastróficas desdichas que nunca antes habían concurrido juntas.
No solo recibió el mayor ataque terrorista de la historia, y en la forma más brutal que se pueda concebir. Armado con el palo de la venganza, tan querido por sus conciudadanos por merecer un puesto de honor en la Biblia, enzarzó a su país en una guerra de la que debían derivarse 'beneficios inimaginables', como se los definió el entonces gobernador de Florida al entonces presidente del gobierno Español para alistarlo al banderín de enganche.
Sin embargo, esta guerra solo supuso apalear el avispero integrista y esparcir su ponzoña por todo el mundo, además de causar unos cuantos centenares de miles de victimas colaterales cuya responsabilidad jamás aceptó este presidente, en base a la inteligencia disponible.
Constatada la anomalía en el plan de guerra, los precios de la vivienda y el petróleo también alcanzaron récords inimaginables, como también lo hizo el calentamiento global derivado de su combustión masiva. Para financiar tanta actividad, los créditos se multiplicaron mucho más allá de la capacidad cabal de sus tomadores para devolverlos.
Pero eran tantos los 'beneficios inimaginables' que el dinero siguio inundando las economías hasta hacerlas escorar. ¿Qué se podía perder? La tipica espiral de nacionalizaciones y privatizaciones, donde tanto puede ganar un joven despierto, avispado y con ganas de prosperar, no arredraría sus ambiciones en lo más mínimo.
Y fruto de todo ello, el hundimiento en cadena de bancos de inversión o hipotecarios, en una crisis cuya naturaleza solo se había visto durante las postrimerías del siglo XX en los salvajes mercados financieros iberoamericanos o asiáticos.
'Los bancos secuestran a los bancos, piden rescate, ¡y lo cobran!' fue el titular que pudo leerse en medio mundo. Efectivamente, puestos a salvar, mejor salvar los bancos, que son como los aviones de las Torres Gemelas, que cuando caen lo hacen donde más duele.
La naturaleza no quiso ser menos, y se pasó un par de lustros azotando y destrozando las zonas más deprimidas del país, y exponiendo, de paso, las peores vergüenzas nacionales.
Y ya se aprestaba este presidente a llenar de pozos petrolíferos la porción estadounidense del santuario ártico cuando, por fín, sonó la campana.
Sólo un milagro podria evitar que el resto del mundo se viera arrastrado a una espiral de recesión e invierno económico en medio, qué irónico, del calentamiento global, pero al coste de millones de personas desempleadas y arruinadas.
Y todo esto lo pudo hacer en dos periodos de cuatro años, porque fue democráticamente reelegido cuando ya era patente el rumbo de colisión del líder del mundo libre.
Sólo cuando se gestaba su relevo en la presidencia, pudo oírse a un acólito aspirante defenderse de los ataques de su rival con un airado -¡Oiga, que yo no soy Bush!