"Domingo, 22 de junio de 2008
Una mujer se ha inmolado hoy en Baquba, matando a otras 16 personas, e hiriendo a 40. 8 eran policías, pero también había 2 mujeres y un niño. Es la vigésima suicida este año. El año pasado fueron solo 8."
Todo son cifras. Estadísticas. Tendencias. Se pueden poner en un gráfico y hacer una rigurosa crónica que alguien leerá durante el desayuno en alguna cafetería de Viena o Santiago.
Y ahora viene el análisis, el 'perque de tot plegat'. Un señor con pinta de actor de Hollywood, vestido de camuflaje del desierto, y que lleva una galleta donde se lee 'US Maj Gen Mark Hertling', dice: -La suicida es, frecuentemente, una mujer joven inculta, fanática y con problemas económicos. Muchas veces, viudas de personas asesinadas como terroristas'.
La galleta es esa pieza de ropa que se cose sobre el pecho del uniforme, donde se escribe el nombre de guerra del usuario, pero con letras muy poco contrastadas. De esas que sólo se pueden leer cuando ya estás encima del sujeto en cuestión. No es cosa de ponérselo fácil al francotirador que siempre acecha. Nada que ver con aquellas vistosas casacas, visibles a mucha distancia en el campo de batalla o la taberna. La profesión de soldado ha cambiado.
En estos momentos, vuelo sobre la verde llanura leridana, a bordo de un moderno tren de alta velocidad. Son las 6.47 de la mañana, y el cielo, de un azul gris, aún parece resistirse a amanecer.
Al acercarme al lugar, un fuerte olor a quemado. Un policía permanecía sentado en su silla de plástico. La cabeza hacia atrás. Estaba sesteando en el instante de la explosión. A veces, la eternidad te pilla haciendo las cosas más triviales.
A unos metros delante suyo, el cuerpo de un niño. La cara contra el suelo. Mejor así.
Más allá, un cuerpo orondo. Una mujer. Nada hay más opuesto a la muerte que el cuerpo de una mujer. Por eso, siempre me impresiona más el cadáver de una mujer que el de un hombre.
Otros cuerpos más allá. Alguno, retorciéndose, como esos mariscos agonizantes de los que tanta gala hacen las pescaderías. Sus pinzas siguen moviéndose, mientras el cerebro se va apagando, y la vida, extinguiéndose.
Me tomaría una copa de ese vino de reyes, de la región de Tokaji. Y brindaría por el sol. Un brindis inútil. Como estas muertes a mi alrededor.
Una gran mentira, una guerra en un país lejano, el incremento del precio del crudo, el aumento de los tipos de interés. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria, las hipotecas basura, el paro.
¡Crisis. Crisis. Crisis!
La nave se va a pique. Pero este tren sigue volando a ras de suelo, atravesando campos y valles en mil tonos ocres y verdes, bañados por el sol de la mañana.
Ha pasado una pequeña eternidad. Un absurdo silencio. Una absurda quietud. Llegan algunos hombres. Parecen policías, o soldados. Quizá sean enfermeros. Son valientes. Podría tratarse de una bomba trampa. Ellos podrían ser los siguientes cuerpos en el suelo. Se acercan con precaución. Examinan a toda velocidad los cuerpos, por si aún se pudiera hacer algo por alguno de ellos. Por si aún fuera posible arrebatárselo a la muerte que parece tenerlos a todos bien atrapados.
Uno de los cuerpos abandona su pétrea inmovilidad. Alza lentamente una mano. Es un grito inaudible de ayuda. La onda expansiva lo habrá sumido en la confusión y el silencio. Un hilillo de sangre mana del interior de cada una de sus oídos. Abre los ojos y mira sin ver. Es un muchacho.
El reloj de la cabina marca la 8.04 de la mañana. 292 Km/h. Afuera, los campos huyen sin cesar, y nuevos campos los reemplazan, infinitos.
Yo no estaba allí cuando llegaron los furgones. Tampoco bolsas de plástico. Los cuerpos rotos se amontonaron en camillas metálicas. Hay vidrios, manchas de sangre, por todas partes. Me encontraba bien, aunque de pronto eché en falta mis brazos. No, los había perdido. Aún los llevaba a ambos lados del cuerpo, los veía ahí, cruzados ante mi. Sólo que ya no los notaba. No me pesaban ni me decían nada. Pronto comprendí que el desvanecimiento avanzaba. Cuando llegara a la cabeza, al centro de la conciencia, dejaría de existir. No me alarmé. Dejar de existir estaba a la moda aquella mañana en aquella calle de Baquba.
El tren avanza lentamente hacia el final de su trayecto. Los tonos ocres y verdes de los campos ya han sido reemplazados por los grises del cemento. Estabamos entrando en la estación final de trayecto, Atocha.
Bueno, maquinalmente, me senté, esquivé el desvanecimiento. Ordené a mis manos que buscaran mi teléfono móvil. Que encendieran su cámara de fotos. Y mis manos hicieron todo eso, pero no grabé nada. ¿Para qué? Si lo que de verdad me iba a costar durante el resto de mi vida sería olvidar cada segundo de aquella mañana.
"Jueves, 11 de marzo de 2004
Tres bombas han sido detonadas en el interior de un tren de cercanias a las 7.37 de la mañana en la Estación de Atocha. Unos minutos más tarde, otras cuatro bombas destrozan otro tren a pocos metros de la estación, y otras tres más en las estaciones de El Pozo y Santa Eugenia, matando a 191 personas e hiriendo a más de 1.500."
Aquellas detonaciones cambiaron la historia de España.
Pero ésta es sólo otra tranquila mañana en Baquba.