La capital de Alemania ya no tiene el morbo que poseyera durante la era del Muro. Pero sigue siendo una ciudad enigmática. Y no importan sus denodados esfuerzos por crecer como una ciudad moderna, abierta, joven y guay.
Será esa combinación de espectaculares vistas sobre sus hermosos lagos y esos sombrios recuerdos de un pasado incomprensible sobre los que transitan a diario, y con nórdica parsimonia, millones de jovenes ciclistas de todas las razas y colores.
Será la enigmática sonrisa de Nefertiti, la más bella berlinesa, entre las miles de jovenes que se tuestan al sol en cada pedazo de cesped a lo largo del Spree un caluroso dia de primavera. O quizá sea ese tranquilo poderío que destila la luminosa y moderna Cancillería junto a los ominosos vestigios de un muro que ahora nos parece ridículo.
Osea, que no lo sé. Que no tengo ni idea de dónde emana esa corriente que se percibe al pasear por sus calles. No es una sensación desagradable. De hecho, uno puede llegar a enviciarse con ella.
Quizá sea que es cierto lo que rima esa cancioncilla que hicieron suya dos presidentes estadounidenses. Berlin es aún Berlín.
Y a mi sólo se me ocurre implorarle, bitte, bliebt doch Berlin!