La primera intentona, que ya no recuerdo, no nos pareció sugerente. La segunda, tampoco. Realmente, ¿qué historia podía tejerse en torno a un Ginkgo Biloba?
Foto Diego Rodríguez |
Al principio, nos pareció un árbol un poco triste. Al fin y al cabo, está solo en este mundo. Sus parientes hace millones de años que son solamente recuerdo y, a él mismo, se le considera un fósil viviente. Debe ser una soledad muy dura, porque un Ginkgo Biloba vive dos mil años o más.
Sin embargo, y pese a ello, hoy en día nos sirve de guía, de apoyo, porque de sus hojas, en forma de pezuña, se extraen valiosos remedios para aliviar los padecimientos humanos.
De alguna forma, esa entereza fue la que terminó de conmovernos.
Eran demasiados méritos, así que nos pusimos manos a la obra.
Hicimos que, para proteger a su madre, un huérfano japonés plantara un pequeño Ginkgo Biloba sobre una pequeña colina a la vera de un riachuelo. Era el año de Nuestro Señor de 1252, en un tiempo en el que el Shogun se había instalado en Kamakura, portando consigo una nueva fe, el budismo.
Metimos dentro del árbol un genio travieso, un kami, que siguió protegiendo a la aldea durante generaciones, y que aún hoy en día gusta de pasearse de vez en cuando por los alrededores para charlar un rato con los paseantes del parque.
Hoy se ha estado columpiando con un niño muy curioso, que no ha parado de preguntarle por las muchas aventuras que ha corrido a lo largo de los siglos.
—¡Sí, es verdad! Mis desaparecidos hermanos me contaron cómo vieron pasar ante ellos los más magníficos dinosaurios del jurásico— le relataba el kami. El niño ha escuchado absorto como Sarutahiko, que ese fue el nombre que el kami le reveló, habló ante su primo Susanoo para que éste soplara con todas sus fuerzas sobre el mar para repeler la invasión de los mongoles, y cómo luego pasó revista a los vientos para imponerles la denominación honorífica de kamikaze y defensores del país.
Luego, el árbol siguió interponiéndose entre las facciones rivales de samurai y los sencillos pescadores del lugar, hasta que los guerreros comprendieron que nada podrían hacer para subyugar aquellas gentes mientras tuvieran un aliado tan poderoso.
Sólo una vez se conmovió el árbol, y fue la primera vez que vio una talla de la virgen María, traída por misioneros jesuitas. Dentro de la talla, Sarutahiko pudo distinguir claramente a un kami amigo suyo al que no veía desde hacia tiempo, y que había decidido entregarse a la devoción a la virgen.
Luego, vino sakoku, el aislamiento del país que duró siglos. Y el árbol se mantuvo en pie, refrescando a los caminantes, y dando cobijo a los pájaros.
Y ya no estaba en medio de un campo, sino en un cuidado parque en el centro de una pujante ciudad portuaria. Hasta que una plácida mañana de verano una luz cegadora tiñó súbitamente de oscuridad y muerte la colina donde el árbol había echado raíces durante siglos.
Indescriptible fue la rabia y el pesar que experimentó, pero se resolvió a no desfallecer. Sobreponiéndose al inmenso dolor de sus quemaduras, regeneró su corteza y dio a luz nuevas hojas que, al crecer en medio de la devastación, llenaron de esperanza el corazón de los supervivientes de la primera bomba atómica. Por ese motivo, le dieron el título y renombre de Árbol de la Esperanza.
Luego, todo fue muy rápido. La ciudad se cerró en torno a él, los rascacielos, los aviones, la circulación… los jóvenes de hoy en día circulan distraídos por el parque, absortos en sus pequeños cachivaches electrónicos o hablando por teléfono. Apenas reparan en la existencia del árbol milenario. Pero este niño es diferente. Ha percibido inmediatamente la presencia del kami en el interior de la corteza del árbol, y ambos están ahora jugando juntos.
Cuando su madre se dé cuenta, sólo verá una deliciosa sonrisa pintada en la boca del niño, y mientras lo guíe firmemente de su manita en dirección a casa, quizá podría escucharle pronunciar un nombre, Biloba, pero no le preguntará el por qué, porque esas son cosas de niños.
Y sin darse cuenta, habrá descubierto la verdadera naturaleza del kami, porque pese a tener casi ochocientos años, no es más que eso: un niño que empieza a vivir.
Y ahora, para leer el relato, habrá que esperar a que mi hija lo termine. Un poco de paciencia, por favor...