Acabo de terminar un curso sobre evolución humana. Uno de esos seminarios diseñados para personas inquietas, que saltan de la cata de vinos al antiguo Egipto sin pestañear.
El doctor Jordi Galbany, joven y voluntarioso primatólogo catalán de la universidad de Duke, se enfrenta a la tarea de darle sentido al puzzle de los hallazgos arqueológicos, que no cesan de remodelar y cuestionar los hallazgos anteriores. Y sólo cuenta con algunas fotos y modelos de cráneos en plástico.
Pero Jordi desgrana lentamente su ciencia, basada en una miríada de fragmentos óseos y conjeturas de la noche de los tiempos ante un heterogéneo y entregado público. Y apostilla cada nueva unidad de conocimiento con un prudente y humilde 'Aquesta es la idea', como si hablara de oídas, como si nunca quisiera abandonar el papel de espectador pasivo y contaminar con su presencia la realidad.
Y así, poco a poco, avanza, envuelve con sus redes el caótico panorama, agrupando, separando y clasificando cada nuevo vestigio. A veces, duda y retrocede. A veces, avanza con resolución. Y poco a poco se dibuja ante nosotros una extraña y antiquísima selva en la que podemos adivinar el contorno de estos extraños parientes que parecen no habernos visto, hasta que se acostumbran a nuestra presencia, y nosotros a la suya.
Y es que, quizá, la ciencia sea así: patinar sobre fino hielo con tigres. Ir colocando pacientemente cada carta sobre el castillo, y nunca mirar abajo. Si el hielo se hundiera, si los tigres nos comieran, si el castillo se viniera abajo, ¿qué nos quedaría?
Aún nos quedaría una cosa. Nos quedaría la terca determinación del Homo Sapiens, solitario superviviente de la gran familia Homo, por reconstruirlo todo, por desenterrar a sus ancestros y quizá así descubrirse a si mismo en alguna inquieta y antigua mirada a cubierto de grandes toros orbitales.
Aquesta es la idea.