sábado, septiembre 13, 2025

Mi jefe

No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista. Durante más de veinte años, he estado trabajando en una empresa multinacional, pero a las órdenes de un solo individuo. Un individuo con el que no ha habido forma de congraciarse. Esas cosas pueden pasar, está claro. Pero, que la recta final de tu carrera profesional dependa del humor de un solo individuo, eso... debería estar prohibido. El caso es que ha llegado la hora de decir adiós y de intentar olvidar todos los agravios, todas las putadas que este individuo me ha prodigado desde el primer día que me tuvo bajo su mando. Sí, olvidar, pero no antes de dejar aquí constancia de lo que pienso de esta persona y el entorno que hizo posible que medrara tantos años.

Muchos de los artículos que he escrito aquí están inspirados en mis propias experiencias dentro de esta gigantesca nave que en la que he trabajado durante más de dos décadas. Enorme, caótica en su estructura, llena de denominaciones incomprensibles que permiten la pervivencia de mucha gente cuya única ocupación es juzgar a los que caen bajo su supervisión, y adular a sus supervisores. Este era el caso de mi jefe, al que no nombraré aquí por no darle un protagonismo que no se merece. Solo me referiré a él así, como «mi jefe», aunque eso represente un descrédito del término.

Mi jefe es una persona que ha ido subiendo escalones en la jerarquía sin talento ni formación, pero con la desvergüenza suficiente para ejercer un estilo de mando basado en favorecer a quienes le caen bien y perjudicar a quienes no. Ser una mujer joven es un buen principio para caer en el primer grupo. Desde el día uno le garanticé que yo, a pesar de tener más formación y experiencia directiva en fábricas, no era ninguna amenaza para él, porque había tenido la desgracia de ser contratado en una delegación de provincias, lejos de la central madrileña. Además, jamás he tenido la menor intención de progresar en una carrera profesional tan poco creativa como la del controller financiero. Si yo asumí esa posición durante muchos años fue solo por el estúpido impulso de tener una profesión estable con la que defenderme de reproches.

Pero nada de eso no fue suficiente. Pronto me hizo saber que yo no era un "hombre de ese empresa". Más bien, un "verso suelto". En realidad, un verso que intentó denodadamente suprimir, o al menos impedir que se escuchara. Fueron muchos años de saberme tolerado, jamás aceptado. Y mira que lo intenté todo. Fui obediente y callado. Fui rebelde y audaz. Eficaz y discreto. Supongo que más de una vez no alcancé la barra, e incluso fui adulador, sí. Lo fui. Tan solo quería hacer mi trabajo y conservar el empleo. Aun así, diseñé muchas de las herramientas que aún se usan para el control financiero. Y lo hice por encontrar algo de estimulo creativo en un agobio cada vez mayor de tablas e informes sin autor. También por ayudar a mis compañeros a sobrellevar sus propios agobios.

De esta forma, este verso suelto se pasó dos décadas revolviéndose en su pequeña mesa de trabajo, ante su pantalla y sus infinitas hojas de cálculo, diseñadas para informar a alguien de algo cuando era patente que muchas veces no había nadie al otro extremo. Para cada acierto, silencio. Para cada error, veinte dedos acusadores. Pero nunca lo suficientemente acusadores como para provocar mi despido. En primer lugar, porque jamás merecí un expediente disciplinario. No cogí un solo día de baja. Regalé muchos días de vacaciones. Hice las cosas que correspondían a mi perfil, y también hice otras que no pero eran necesarias. Además, el director general consideraba que tenía algún tipo de deuda o afecto conmigo de una etapa anterior que le impedía dejarme completamente desprotegido. Pero esa deuda, al parecer, no era tan grande como para, además, tomarse el esfuerzo de promocionarme. Así que viví entre dos aguas durante dos décadas.

Nada de lo que hice mereció jamás la aprobación de mi jefe. Luego, mi jefe se desdobló en dos, con la incorporación de un personaje formado en su escuela de mando: presión y desconfianza. Y hasta pocas semanas antes de mi despido, ¡tuve tres jefes! El tercero, basado en Portugal, en tres años jamás llegó a visitar mi oficina en Barcelona, y apenas tuve oportunidad de coincidir con él en persona. Mucho de lo que de mi aprendió este tercer jefe lo debió aprender de un ayudante suyo, a quien colocó de cuarto jefe sobre mi, un joven voluntarioso pero sin capacidad de decisión. Pero quien más influyó en su visión de mi fue mi ínclito... primer jefe. Así es como pude resistirme y pelear pero jamás rasgar la tela de araña que me mantuvo a merced de una sola persona desde 2003 hasta la actualidad.

Sí, pude haber solicitado un traslado. Pero desde una oficina provincial no hay muchas opciones de promoción. 

Sí, pude haberme despedido, buscar otro curro, montar una empresa, etc. Pero tenía una hipoteca. No lo hice y no sirve de mucho lamentarse ahora. Y no me lamento. Solo miro las heridas que tantos años de acoso han dejado en mi espíritu.

Querido Luís... ¡suerte!