El aspecto de las ciudades, su extensión, y la forma en que las personas las viven, depende del transporte.
Ahora, imagínaos una ciudad en la que desplazarse sea prácticamente gratis, en la que sea posible recorrerla de punta a punta, y atravesando su corazón histórico en un suspiro, de forma silenciosa. En una ciudad así, las personas vivirían una vida más humana. No escogerían hacinarse los unos encima de los otros para estar cerca de una estación de metro. Y al desplazarse, no entrarían en la vida de los otros por sus oídos y sus narices. No embadurnarían los edificios y los pulmones de alquitrán. No propagarían guerras ni sostendrían dictaduras en países remotos por el mero hecho de atesorar oro negro en sus entrañas.
¿Os imagináis una revolución así?
De forma similar a lo que ocurre con la energía que hoy consumimos, o que nos consume a nosotros, hubo una vez en que transmitir información era caro y peligroso. Viajaba en tabletas de arcilla, o en rollos, a manos de audaces correos a caballo. Luego, lo hizo a través de cables de cobre. Y en algún momento del siglo XX, la información se hizo, casi repentinamente, ubicua, etérea y universal. Tanto daba recuperar la información desde un punto de nuestro vecindario o desde las antípodas. La revolución de la información cambió el mundo para siempre.
Cierto que esa revolución llenó también el ciberespacio de basura irrelevante, pero jamás la humanidad había tenido acceso a tal cantidad de datos. Su contribución al progreso hacia una sociedad más justa y sostenible fue incalculable.
Podría ser, solo digo que podría, que el coche eléctrico haga algo parecido. Pero, para ello, es menester buscar una ganancia neta. No puede ser que sea el Litio y no los hidrocarburos el nuevo oro.