En el museo de la bomba atómica de Nagasaki se exhiben objetos que fueron afectados por la explosión que barrió la ciudad un 9 de agosto, como hoy, pero de hace 70 años. Entre esos objetos hay varios relojes parados a las 11:02 de la mañana.
En eso se diferencian de los relojes chamuscados de Hiroshima, detenidos para siempre a las 8:15. Unos y otros, sin embargo, son sólo una ínfima fracción de los millones de relojes que la guerra ha detenido para siempre, de una u otra forma, hasta el presente, y aún ahora, mientras yo escribo aquí sobre una antigua hoguera en la que terminaron de quemarse todas las esperanzas de redención.Para unos, el fin del tiempo de aquellos relojes fue el resultado inevitable de la ambición imperialista de una nación. Para otros, sólo el principio del fin del tiempo para la raza humana en su integridad.
Pero no voy a entrar en debates morales o filosóficos, ni entramparme en cuestiones militares o políticas. Yo creo simplemente que no hay justificación para arrebatar la vida a nadie, y menos a un inocente, y menos de una forma tan horrorosa como la que los bombardeos de ciudades han representado desde su introducción a los pocos años de levantar el vuelo los primeros aeroplanos. Y sin embargo, sospecho que estos bombardeos han sido realizados simplemente porque era posible.
Por ejemplo, el vuelo de los hermanos Wright tuvo lugar el 17 de diciembre de 1903, y sólo una década más tarde los aviones se convertían en armas de terror arrojando desde el aire los primeros explosivos sobre ciudades. Y menos de tres años transcurrieron entre la primera reacción en cadena, ocurrida en Chicago, y el bombardeo atómico que condenó al infierno a los habitantes de Hiroshima y Nagasaki.
Fue sin embargo la propia enormidad destructiva de las nuevas armas y su ubicuidad la que impuso un límite inesperado a esta locura irreflexiva y estúpida. No fueron los relojes parados de Nagasaki. Fue la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada que los siguió durante la Guerra Fría, y sigue siéndolo hoy en un mundo en el que se apilan aún 4.000 bombas nucleares activas.
Pero los relojes parados, como este que se exhibe en el museo de Nagasaki detenido para siempre a las 11:02 de la mañana de un nuboso 9 de agosto de 1945, nos recuerdan que lo que se detuvo no fue un tic tac.
Fue un pum... pum... pum...