Hubo un tiempo, no hace tampoco tanto, en el que todo iba siempre a peor.
Era fácil de comprobar: las cosas envejecían sin remedio, no importa cuál fuera la calidad de sus materiales. La única diferencia era la velocidad a la que lo hacían. Las cosas de mayor calidad, como las hechas con materiales preciosos, soportaban muy bien el paso de los siglos, aunque pagaran su longevidad convirtiéndose en objeto de deseo de ladrones a pequeña y gran escala.
Por ese motivo debía ser tan natural la idea de que nadie nos salvaría de la decrepitud salvo el Arquitecto Principal; y ni siquiera lo haría en nuestra forma presente, sino transmutándonos en otras cosas. Sólo el cristianismo se atrevió a incluir en su catálogo de promesas la resurrección de la carne; pero en todo caso eso sucedería en el Día del Juicio Final y después de superar ciertas pruebas. Por eso, no todos se lo creyeron y en el fracaso del cristianismo se fraguó la revolución industrial y, a la larga, el ascenso de una nueva fe.
Visto que el mundo material parecía abocado a seguir una flecha del tiempo obstinada en apuntar hacia adelante, la humanidad empezó a convertir las cosas en números. Esto por sí solo no puso los pelos de punta de ningún integrista religioso, porque tampoco tuvo un efecto inmediato. Pero los números contenían un secreto mucho más oscuro que las palabras que habían dominado el mundo desde las primeras civilizaciones: Los números podían propagarse, duplicarse, almacenarse sin mermas ni errores. Mientras los textos van perdiendo su significado original con cada generación y cada traducción, los números se obstinan en permanecer fieles a sí mismos como una roca en medio del océano embravecido del tiempo. Emparentados con lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, los números empezaron a dominar nuestra concepción del mundo, cuantificándolo todo, y empaquetándolo para un increíble viaje a través del espacio y la eternidad.
Dicen que a otros planetas no viajaremos nosotros, sino sólo la información necesaria para reconstruirnos. Y esa información serán números. Como ya lo son hoy en día nuestro dinero, todas nuestras conversaciones por el móvil, nuestras recetas de cocina, nuestros chats, nuestros historiales médicos, nuestras películas y fotos de las vacaciones, y pronto nuestra vida y nosotros enteros.
Ante esta inesperada perspectiva de vida eterna sin esperar al juicio final, nuestro concepto del mundo también ha cambiado: las cosas ya no van a peor. Los sistemas de transporte, de comunicaciones, de salud, de entretenimiento y educación van mejorando con cada nueva actualización de software. Nos hacemos viejos, eso es innegable, pero es curioso: recordamos cosas que nunca hemos aprendido; nuestros ojos ven imágenes cada vez más nítidas y brillantes; nuestros oídos, sonidos más puros y precisos; nuestro paladar, sabores más exóticos y saludables; nuestro corazón, se inunda cada vez más frecuentemente con recuerdos de seres queridos, a los que creíamos irremediablemente perdidos, saludándonos desde el otro lado de una fina pantalla de plástico. Nos hemos convertido en geeks, tecnólatras.
Los nuevos templos donde se obra este prodigio se llaman Data Centers porque desde ellos se inunda el mundo de datos imprescindibles para nuestra vida, a los que ya no sabemos, no podemos renunciar. No perdonamos haber sido baneados por alguien en Facebook, ni sabemos ir a buscar el pan sin GPS; y moriríamos sin remedio si un día nos olvidamos el móvil al salir de casa. Pero no hay problema: Basta con esperar una actualización, un nuevo gadget, una nueva red social de moda, y todo vuelve a funcionar. Qué sabiduría tiene el refranero castellano cuando dice: «El tiempo todo lo cura».
Es verdad que según algunos el mundo como tal camina a su destrucción por el abuso de los recursos, pero incluso esto lo solucionará antes o después este nuevo dios llamado Ciencia, cuyo profeta, la Tecnología, nos ofrece hoy lo que nadie antes consiguió: disolver todos nuestros sueños en un océano de números y reposar allí para siempre todos juntos, serenos, inmortales.