viernes, junio 07, 2013

Buscando en un pajar

La historia tras la historia de Aguja




Buen lugar para morir.
El viernes 3 de julio de 1970, un vuelo charter procedente de Manchester se estrellaba contra una ladera del Montseny cuando se creía a punto de aterrizar en Barcelona. En el avión, un viejo De Havilland Comet 4 de la Dan Air, viajaban 112 personas.

Nadie sobrevivió.

Los cuerpos quedaron tan destrozados que se descartó su identificación y se optó por darles sepultura en el pueblo más cercano, Arbucias, donde aún reposan.

Hace escasamente un par de meses yo no tenía ni idea de semejante historia, y sinceramente tampoco recuerdo cómo llegué a saber de ella.


Lógicamente, me sorprendió que muy cerca de mi casa se hubiera producido uno de los peores accidentes de aviación de España —un país que ya cuenta con el accidente con mayor número de víctimas de la historia. Pero lo que más me impresionó fue la afirmación repetida por muchos viajeros de que aún hoy en día —después de más de cuarenta años— era posible encontrar restos de aquella tragedia dispersos por el lugar.

No tenía en mente escribir sobre nada de esto, pero quería comprobar qué podría sobrevivir primero a un horroroso accidente aéreo y luego a varias décadas a la intemperie, así que busqué las coordenadas del punto exacto del accidente con la intención de visitarlo sobre el terreno. No conocía los bosques del Montseny y me preocupaba que se tratara de una zona de vegetación densa, intransitable o de difícil acceso. Pero ese no fue el problema.

Vista del macizo desde el norte por Google Maps. El misterio empieza con la localización misma del accidente.
Había una discrepancia entre la localización del accidente según Wikipedia y el informe oficial fechado en 1972 que pude encontrar en Internet, y decidí creer a Wikipedia. Conduje hasta un punto lo más próximo posible a las coordenadas que aparecían en la web pero mi impresión era que aquella localización no era correcta. Tampoco parecía fidedigna la que aparecía en el informe oficial.

Afortunadamente, descubrí a través de fotos del servicio Panoramio que el punto exacto del accidente estaba señalado por un monumento funerario de unos dos metros de altura. Además, encontré las coordenadas de un geocaché en sus proximidades, por lo que fue relativamente trivial alcanzar el objetivo una soleada tarde de primero de mayo, y constatar así el error de Wikipedia. De todas formas, no me he atrevido a corregirlo porque adivino una intención protectora que no deseo traicionar.

Sempiternas nieblas bajo un sol radiante: así es el Montseny.
La verdad es que nunca había reparado en lo hermoso que es el Parque Natural del Montseny, enclavado en la cordillera prelitoral catalana —de la que es el macizo más imponente—, ni en la majestuosidad de sus dos picos más elevados, el Turó de l'Homme y Les Agudes.

Es cierto que la carretera de acceso es enrevesada, como cabría suponer, pero ofrece vistas sobre los valles capaces de compensar lo tortuoso del camino. En primavera y con un poco de suerte, podemos ver el mágico aspecto que la luz del sol confiere a los bosques de hayas que lo pueblan, y que son también verdaderos protagonistas de Aguja. Y la niebla. Esa niebla que de repente desciende sobre sus laderas para conferirle a los bosques un aspecto tenebroso pero cargado de romanticismo.

¿Dónde está Wally? 
Al dejar el coche en un pequeño calvero al borde la carretera dudamos un poco sobre qué dirección tomar para llegar al destino. El acceso resultó sin embargo ser un agradable sendero que desciende suavemente a través del bosque hasta un monolito conmemorativo al pie del cual nos pareció que se había acumulado... basura.

Un examen más detenido nos reveló que se trataba en realidad de objetos de otro tiempo: un casco vacío de Coca Cola de grueso cristal; un bote de loción bronceadora cuyos textos son aún perfectamente legibles o una infinidad de pequeños objetos que no tenían ninguna razón de ser en aquel lugar: objetos —en fin— que habían viajado en el interior del avión hasta aquel punto en el bosque un fatídico día de verano de 1970: 42 años y 304 días atrás.

Insultante desprecio del plástico al tiempo.
Depositamos respetuosamente los restos nuevamente al pie del monumento como para no perturbar su descanso y, a continuación, inspeccionamos muy detenidamente los alrededores, observando los troncos cortados de raíz; sus huecos tapizados de musgo sirviendo como diminutos estanques; el sol filtrándose a través de las ramas de los árboles.

En muy poco tiempo, Charo encontró ocultas entre la hojarasca que cubría un suelo aún chamuscado dos nuevas piezas de la tragedia. Una correspondía a un trozo de tubo con restos de pintura aún adheridos, muy probablemente correspondiente a la estructura del avión. Y la otra era una especie de alfiler de plástico azul. Charo me aclaró su funcionamiento y lo dató en la época de la catástrofe: se trataba de una aguja de las que las mujeres usaban para sujetarse el pelo en conjunción con una especie de hebilla.

Tuvimos suerte también encontrando el tesoro, escondido bajo unas ramitas en las cercanías del monumento, y que contenía fragmentos del accidente entre otros objetos más típicos de este juego. Decidimos fotografiar nuestros hallazgos, dejar el alfiler como parte del tesoro y llevarnos el tubo metálico.

Como aguja en un pajar.
Pero luego el alfiler que habíamos abandonado empezó a contar su propia historia —como si, en lugar de encontrar nosotros al alfiler, hubiera sido el alfiler quien nos ha encontrado a nosotros. Y esa historia nos llevaba a un último punto: el cementerio de Arbucias donde reposan los restos de todas las víctimas en una austera fosa común.

Para evitar nuevos problemas de localización me había documentado previamente sobre el cementerio, así que llegamos Charo y yo sin novedad un soleado domingo por la mañana aunque sólo para llevamos una desilusión al comprobar que su verja permanecía aún cerrada con un candado. Afortunadamente, inspeccionamos el recinto y concluimos que era fácil saltar el muro exterior utilizando nuestro propio coche como escalón, así que en un momento me encontré solo frente a la fosa. Al cabo de unos minutos más, Charo también se decidió a escalar el muro para reunirse conmigo en el interior. Nos sentíamos como dos ladrones de tumbas, dos verdaderos Tomb Raiders.

Como hiciéramos antes en el lugar mismo del accidente, tomamos aquí muchas fotos documentando detalles del lugar y de los recuerdos dejados por los familiares y amigos de los que allí yacían.
El banco del adiós.

Nos detuvimos en los bancos de madera que la compañía aérea responsable del accidente había dispuesto en torno a la fosa. El más próximo se encontraba en un estado lamentable de abandono que contrastaba con el aspecto casi atemporal de algunos recuerdos.

Sin embargo, no sabíamos muy bien cómo saldríamos del recinto. Al poco, nos sorprendió ver a través de la verja un coche de la Guardia Urbana aparcado frente a la entrada principal. No cabía duda de que nuestra presencia había sido ya detectada así que no me molesté en ocultarme; me dirigí al policía con intención de explicar nuestra presencia y disculparnos, pero me sorprendió ser yo el que recibía la disculpa del funcionario por no haber abierto antes la verja, siendo como era horario de visita. Así que, si bien habíamos entrado como salteadores de tumbas, ¡salíamos como señores!

Wally te espera al final de la curva.
Sin embargo, el proceso de documentación aún no había concluido. Se pueden encontrar en Internet grabaciones en vídeo y audio de diversos programas de ciencias ocultas dedicados al suceso, y me valí de cuantos pude hallar.

En general, las narraciones repiten ciertos hechos que parecían útiles para dar forma a una ficción. Está, por ejemplo, la leyenda del pasajero 113; el misterioso objeto sobre Sabadell que el radar del aeropuerto de Barcelona confundió con el avión inglés haciendo posible el accidente; o las noticias sobre apariciones y psicofonías en los alrededores.

Vi las fotos y leí los relatos que de aquel suceso hicieron algunos testigos —Josep Ayats o Kim Ricarte Aventín—. Pude también ver un breve noticiero de la época sobre el accidente y recurrí a la hemeroteca de La Vanguardia no sólo para obtener más información sobre los hechos mismos, sino para situarlos en su contexto histórico; la actualidad, la cartelera o  el tiempo. Y no tengo ambage en reconocer que la personalidad de su corresponsal en Arbucias en aquellos tiempos y verdadero cronista del suceso, Enric Casals Ginesta, inspiró uno de los personajes de Aguja.

¿No percibes la gravedad del lugar?
Con todo este material, se fue ensamblando casi por sí solo y rápidamente un relato muy simple al servicio de una pequeña aguja de plástico azul en torno a la que gira un drama sobre la supervivencia del amor que llega hasta nuestros días.

Probablemente, ni el Sebastian ni la Sarah de Aguja han existido nunca, pero con toda certeza lo han hecho otros para quienes Charo dedicó unas lineas que ahora forman parte de la bitácora del escondite:


 «Hoy hemos encontrado el tesoro y añadimos una pinza de plástico azul encontrada en este lugar, donde sus árboles rotos y quemados nos dejan pensar en la tragedia que este accidente dejaría en tantas familias.

¡Consuelo para todos aquellos que sufrieron!»