"¿Han llegado ya las partes? Entonces, si les parece, vamos a proceder a la lectura del testamento del señor Dionisio Ruiz."
La mente de Irina estaba en otro sitio. Había tratado de recordar aquella cara pero no lo había conseguido. Hacía en todo caso, muchos años de todo aquello, y se trataba de tiempos muy convulsos en los que había conocido a varios hombres mayores. Él bien pudo ser uno de ellos. En algunos casos, apenas habían durado unas pocas horas de alguna madrugada perdida.
¿Debería sentirse avergonzada por no recordar el rostro de un hombre que la había hecho participe de su herencia? Tenía argumentos para no hacerlo. Esta persona no había aparecido cuando más hubiera necesitado apoyo económico. Prefirió abandonarla a su suerte. No podía entender qué tipo de sentimentalismo podía hacerle pensar a un hombre que debía esperar a su muerte para ayudar a alguien a quien se supone que ama.
Nada parecía tener mucho sentido e Irina había llegado a plantearse que se trataba de un error. Sin embargo, la llegada de la hija del señor Ruiz y la forma en la que aquella mujer, de edad parecida a la suya, le miró la convencieron de que todo aquello era real y estaba pasando.
Su nerviosismo se desató súbitamente y sonrió con timidez. En otro tiempo, esa sonrisa había hecho verdaderos estragos entre los hombres que no dudaban en calificarla de angelical, y sin duda el señor Ruiz estaba entre sus víctimas. Pero, ¿le había convertido eso en un hombre feliz?, se preguntó Irina.
Demasiadas preguntas para una mujer de naturaleza curiosa pero caprichosa.
El notario había descrito ya la parte que había de recibir la hija del señor Ruiz, que no mostraba expresión alguna, quizá debido al cansancio de un viaje desde muy lejos y al hecho de tener que ver renunciar a la mayor parte de su herencia en beneficio de una mujer desconocida que ni tan siquiera llegó a convivir con su padre.
Llegó por fin el turno a Irina, y al conocer los bienes que pasaban a su propiedad no pudo reprimir un gran disgusto. Irina, además de caprichosa y curiosa, era muy orgullosa y comprendió que acababa de alcanzar por un simple golpe de suerte lo que no había logrado en toda su vida. Sin embargo, su expresión fue juzgada erróneamente como de desilusión por parte del notario, que hizo una breve pausa para darle tiempo a recuperar su compostura. Nuevamente, esa angelical sonrisa, pero más forzada que la anterior, si cabe, mientras hacía rápidamente cábalas sobre lo que haría a continuación con todo aquello. Para empezar, una cena de celebración para olvidarse del alquiler quizá para siempre. Quien sabe, incluso una matrícula en la mejor universidad.
El notario llegó al final del documento y empezó a recoger firmas para acreditar su lectura y ejecución. Y el momento más temido: el encuentro con la recién llegada.
—Hola, soy Alba.
—Hola, encantada. Siento mucho lo de tu padre.
—No, no te preocupes. El ya no deseaba seguir viviendo.
—¿De qué falleció?
Pero Alba no pareció oír la pregunta y se dedicó a inspeccionar a Irina de arriba abajo con detenimiento. Así que, ¿así era aquella mujer que había vuelto loco a su padre? Había llegado a pensar que no fuera tan solo un producto de su imaginación, pero ahora la tenía ante sí en carne y hueso. Sin duda ya no era la veinteañera que debió ser. Bastante rellenita, ya ni tan siquiera conservaba la melena rubia que su padre había descrito en tantas narraciones. Se había dejado de cuidar y su pelo había retornado a una especie de castaño cruzado por algunas canas. Sólo sus ojos conservaban algún eco de lo que debió ser cuando conoció a su padre.
—¿Has estado alguna vez enamorada?
—¿Yo? Sí, claro. Pero tengo que irme. Perdóname.
—¿Tú no sabes que mi madre murió de pena por tu culpa?
—Siento decir esto, Alba, pero siquiera recuerdo a tu padre. Y lo que sucedió entre él y tu madre no es asunto mío. Lamentablemente, no puedo sin embargo renunciar al dinero.
—Yo no te he pedido eso. Pero me gustaría que supieras que todo cuanto has recibido ha sido pagado con años de lágrimas. Y ni siquiera visitaste a mi padre cuando enfermó.
—Yo no sabía nada. Nadie me ha dicho nada y si lo hubiera hecho tampoco habría venido. Yo entonces era apenas una niña, estaba desorientada y quería conocer gente. Pero nada me ha unido con tu padre nunca. Todo ha sido una ilusión. No pretendas hacerme sentir culpable porque alguien me haya hecho su obsesión particular. Sólo soy una mujer trabajadora como las demás y tengo también mis problemas. No me malinterpretes, podemos quedar otro día a tomar un café y me cuentas, pero ahora debo irme.
—Espera... Tú has destrozado mi familia y quiero saber por qué.
—Si lo conocí, me arrepiento de haberlo hecho, de haberle dado esperanzas, de haberle hecho creer que su felicidad estaba fuera de su familia. Yo no soy así, créeme. Todo ha sido un error.
Alba miró a Irina mientras ésta abandonaba la sala. Verdaderamente, no sabía ni siquiera vestir, pensó mientras se fijaba en sus botas, su enorme bolso y su suéter de mercadillo. La odiaba profundamente por su superficialidad y su arrogancia y odiaba a su padre por haber hecho de aquel ser una especie de diosa del amor.
Cuando llegó a Nueva York, Alba se reincorporó inmediatamente a su trabajo, como terapia que era para ella sumergirse en su mundo de formulas y compuestos. Pero una noche recibió una llamada telefónica desde España. Era Irina. Había conseguido el número de teléfono en la notaría.
—¿Tu padre escribió sobre esto? He leído una narración suya sobre una herencia...
—Mi padre estaba loco; se pasaba los dias y las noches escribiendo sobre ti. Al principio, mi madre se enfurecía, pero luego advirtió que nadie leía ya lo que él escribía y, aunque jamás dejó de hacerle daño hacerlo, fue en realidad su única lectora.
—Pero en esa narración describe exactamente lo que ha pasado... ¿Cómo pudo saberlo si fue escrita hace muchos años?
—Mi padre estaba loco, pero no era tonto. Sabía que tú no lo recordabas, no quería interferir en tu vida porque para él siempre tuviste veinte años y aún así, o quizá por eso, te veneraba. Pero ahora soy yo quien debe dejarte... Son las cuatro de la mañana.
—Perdona, pero tengo una última pregunta sobre tu padre.
—Por favor... —Alba trató de frenarla sin éxito.
—¿Tú lo querías?
—Era mi padre, pero era un mujeriego, que lo sepas —Alba sabía que Irina había sido la única verdadera obsesión de su padre, pero aquí le pareció apropiado ser injusta—. Su obstinación y crueldad mataron a mi madre. Por mi puede irse al infierno. ¿Te vale la respuesta?
—Sí... —Irina colgó sin más, sorprendiendo incluso a Alba, que bostezó y se volvió a la cama con John, su marido.
Pero John se había despertado.
—¿Quien era, querida?
—Nadie.
—¿Nadie? No será Irma o Irina, o como se llame. La prostituta que engatusó a tu padre.
—Sí. ¿Sabes? Por un momento pensé que renunciaría a la herencia. Mi padre la describía como una santa, que se ofendía ante la mera insinuación de recibir dinero de un hombre. Pero no es más que una puta barata con suerte.
—No te excites, querida. No sabemos cuál será el destino de esa mujer, así que no debes desearle ningún mal.
—Ahora mismo estará gastándose el dinero con su chulo, seguro. Además, es horrible, gorda y fea.
—Duerme, mi amor.
Al otro lado del mundo, en un diminuto apartamento alquilado, Irina pronunciaba un nombre una y otra vez.
—Dios mio, qué pude hacer... Pero no se puede luchar contra eso, no. Quién lo iba a decir. Dionisio, Dionisio...
—¿Quién es, mamá?
—Nadie.
Ken Jordan y Scott Kirkland formaron The Crystal Method en Los Ángeles, California, en la década de 1990 y desde entonces han situado sus composiciones en infinidad de películas, series y videojuegos. La febril y obsesiva Falling Hard pertenece a su cuarto album, Divided by Night, del 2009.
Siempre me produce desasosiego esa sensación de impotencia que al caer, enamorarse, se produce en los seres humanos.