miércoles, agosto 29, 2012

Árbol


«La medida del amor es amar sin medida.»
San Agustín (354-430)


—Cuidado con la cabeza. Siempre la tienes llena de pájaros...
—¡Prefiero peces!
—Vale, pero ahora voy a tratar de describirte lo que tenemos ante nosotros. Se trata de una construcción muy moderna para su época. Sus líneas son todas rectas, desnudas, conformando una especie de casa de cristal, pero su belleza radica en su textura y proporciones. Es un discurso basado en el equilibrio entre la materia y el vacio, que también juega un papel en su desarrollo arquitectónico. Es decir: una caja de zapatos.
—Pero, ¿qué hace aquí?
—Eso viene después. Ahora lo que quiero es que me des la mano y no la sueltes, porque viene una zona un poco empinada y llena de matorrales. Esto está totalmente abandonado.
—Y, bueno, ¿cuál es la historia?
—Espera... Acércate y toca esto. Es un grabado. Alguien lo escribió con un objeto romo hace mucho tiempo.
—¿Qué quiere decir romo?
—Quiere decir «sin filo». Tuvo que apretar mucho para escribir las letras. Pasa tus dedos sobre ellas. ¿Puedes reconocerlas? No son código Braille, pero seguro que no te cuesta mucho distinguirlas.
Tomó sus dedos y los guió sobre las inscripciones. Ella pudo distinguir sin problemas la letra S, pero no estaba segura de las otras, desgastadas como estaban por el paso del tiempo.
—Y ahora, si quieres, te cuento la historia de esta casa.
—¡Sí, por favor!
—¿Conoces la historia del Taj Mahal? Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, un emperador construyó un palacio para preservar la memoria de su esposa, muerta al dar a luz a su decimocuarta hija. Y quiso que fuera el palacio más hermoso de su tiempo. Esta casa no es un palacio, ni su constructor un emperador, aunque se sabe muy poco de él, excepto que vino del mar.  Pero también debió amar mucho a la mujer para la que construyó todo esto, porque la erigió cuando ya siquiera estaban juntos. El diseño se basó en un extraño sueño que ella le narró una vez. En este sueño, ella le veía a él en el interior de una casa de cristal mientras ambos experimentaban una sensación de inmensa felicidad.
—¿Ella llegó a vivir aquí alguna vez?
—Sólo una noche.
—Pero, si él amaba el mar, ¿por qué hizo la casa tan lejos de la costa?
—La erigió al lado del árbol en el que años atrás había grabado el nombre de ella junto al suyo. Éste es el árbol y ahora tus dedos han recorrido sus nombres. Preservar este árbol era más importante para él que el mar. Sin embargo, no se privó del todo de él, y mandó construir un embarcadero sobre el rio. Pero el rio está ahora seco.
—¡Debía ser un hombre muy rico!
—No, no. Nació muy pobre. Pero eso no era lo peor. Además, era un soñador. Eso quiere decir que cuando algo no le gustaba, en lugar de luchar por cambiarlo, se limitada a soñar en un mundo mejor. Y así vivió la primera parte de su vida, en una especie de ficción. Sabemos muy poco de esa época, pero en algún momento pensó que debía hacer algo por cambiar aquel estado de cosas; por no conformarse con perderse entre los hombres y desaparecer sin dejar rastro. Creía tener talento para muchas cosas, aunque el secreto de su gran confianza en sí mismo era que simplemente jamás se había atrevido a confrontarse con los demás. Pero decidió escoger una actividad en la que pudiera destacar de forma duradera. Y pensó en escribir un libro. En realidad, siempre le había gustado escribir y contar historias aunque su audiencia se redujera a un diminuto y anónimo grupo de seguidores. Así que resolvió escribir un libro y hacerlo siguiendo todos los consejos que pudo encontrar para evitar el naufragio.
Al principio, no le costó nada escribir. Lo hacía con alegría, y las palabras fluían con facilidad, como si lo hicieran de un caudal inagotable. Luego, con el paso de los días, empezó a experimentar algunas de las dolencias que aquejan a los escritores: Perdía la pista con facilidad a sus propios personajes, o confundía el curso escrito de los acontecimientos con sus propias ideas, obligándole a repasar una y otra vez una creciente cantidad de páginas. Y no fueron pocos los momentos en los que creyó desfallecer. Sobre todo porque ya casi cualquier cosa le servía de excusa para aplazar su rutina de escritura. Finalmente, un día descubrió que llevaba meses sin escribir ni una palabra. Ese día, se miró al espejo, derrotado. Era como una máquina a la que la herrumbre había acabado por detener entre los chirridos y el estrépito del metal oxidado.
Y así estuvo, detenida, durante algunas semanas.
Pero, un día, reparó en la pila de folios que habían quedado mezclados sobre su escritorio junto a extractos bancarios, facturas y multas de tráfico. Empezó a leerlos casi con aprensión, como cuando se visitan las ruinas de alguna casa en la que se ha producido una desgracia.
El manuscrito se llamaba El Perfume del Nilo. Describía los olores y los colores de un paisaje que él nunca había visitado. El caso es que, a medida que leía, descubría algunos retoques que hacer en la narración
«Una concubina, propiedad de un rico gobernador, acompaña a su señor durante una  cacería entre los cañaverales. Con otras esclavas, decide darse un baño en el rio a reparo de las miradas, pero el súbito ataque de cocodrilos siembra el terror y la muerte a escasa distancia del barco de su señor. Ella es dada por desaparecida, aunque en realidad ha utilizado el incidente para escapar de su jaula dorada e iniciar una nueva vida al lado de un apuesto pescador al que ya había entrevisto en otras ocasiones. Él la acoge entre sus brazos y la lleva a una modesta choza de paja y adobe al lado del rio y pronto queda embarazada. Poco a poco, sin embargo, descubre que el pescador no es un pescador, sino un soldado. Pero, ¿a sueldo de quién?»
Y así, mientras pasaba las páginas, pronto se encontró así mismo sumergido en una trama densa y llena de ramificaciones de la que no pudo escapar hasta la última línea. Y entonces, tras horas de lectura, levantó la mirada y exclamó en voz alta:
«!Dios mío, este libro está acabado¡»
El Perfume del Nilo se publicó sufragado de su bolsillo y con el nombre de Mirra porque le pareció que la mirra —uno de los componentes fundamentales de los perfumes del antiguo Egipto—, resultaba más específico y menos dado a interpretaciones sentimentales. Fue su primera novela. Se vendieron apenas algunos ejemplares porque era fácil de leer y ofrecía un nivel razonable de intriga y verosimilitud histórica, aunque, sin apenas promoción, pronto cayó en el olvido, enterrada entre cientos de miles de otras novedades bibliográficas —en su mayoría, de mayor calidad.
Suele decirse que no hay crítica más feroz que la del propio autor. En este caso, la crítica, además de feroz y despiadada, vino acompañada por una reflexión más profunda y honesta: Ya no le quedaban ideas ni fuerzas para intentarlo de nuevo. Se preguntó a sí mismo si aquello era todo cuanto había en él. Se preguntó si acaso no se habría sobrevalorado. Si, en realidad, no sería realmente nada más que un hombre ordinario, sin ningún talento que justificara su a veces mal disimulada soberbia. No obtuvo respuesta.
Pero fue en aquel preciso verano que él la conoció a ella. Su romance duró menos de lo que dura una rosa en florecer, marchitarse y caer convertida en polvo. Duró tan poco que llegó a dudar que alguna vez hubiera existido. Pero ella ya había dejado en él una impronta imborrable en forma de un torrente, ya no de palabras, sino de emociones. Sí, era un hombre enamorado y era preciso aprovecharse de aquello mientras durase. Porque no habría de durar mucho.
Así, en poco menos de dos años ya había escrito un total de tres libros y una veintena de narraciones cortas que agrupó en otro libro titulado Cuentos de un mundo azul. Su estilo, a veces crudo y desconcertantemente sincero, aunque siempre girando en torno a la figura idealizada de la misma mujer, gustó esta vez sí a un amplio público y pronto se convirtió en un verdadero fenómeno literario, con ventas millonarias y ofertas de estudios cinematográficos. En particular, su obra Sobre el amor y otras desgracias fue adaptada a la pantalla con gran éxito, y esto le proporcionó una notoriedad con la que explotar la imagen ambigua de un hombre torturado, dotado de una sensibilidad cuasi femenina, aunque de aspecto inequívocamente viril.
Rodeado permanentemente por un grupo de fieles seguidores, adulado por las editoriales que antes le ignoraban, ahora se dedicaba dar conferencias y apariciones en universidades, grandes librerías y clubs de lectura. En ellos, repasaba una y otra vez sus tres libros y veinte narraciones. Además, supervisaba proyectos para adaptar al cine muchos de sus cuentos. Éste era un trabajo en el que se mostraba especialmente concienzudo porque disfrutaba de una enorme capacidad para expresar lo que iba quedando de aquella primera emoción, de aquel primer beso. Y lo que quedaba era cada vez menos.
Escucha, desde aquí podemos vislumbrar el interior. Estamos en un salón de la planta baja. No podemos entrar porque todo amenaza ruina, pero puedo apreciar que este salón fue diseñado para ofrecer una espectacular vista sobre los alrededores, y también para mantener la intimidad de sus habitantes. Al fondo se puede ver la amplia y elegante escalera de caracol que conduce a la planta superior. Amplias cristaleras cubrían casi todas las paredes proporcionando un sentimiento de inmersión y armonía con la naturaleza. Ahora, sólo cascotes, vegetación y vacío por doquier. Pero, bueno… ¿Quieres saber cómo acabó la historia del escritor?
—¡Claro!
—Pues bien, este hombre celebró la vigésima traducción de sus obras y recogió diversos premios y reconocimientos antes de darse cuenta de que estaba solo. Completa y terriblemente solo. Este conocimiento le llegó súbitamente un día en el que cerró tras de sí la puerta de su hotel en una remota ciudad donde se había trasladado para promocionar una edición en pack de su obra completa, incluyendo la mediocre Mirra. Recordó entonces cómo había empezado todo, años atrás, y el rostro de su amada apareció ante él por primera vez en mucho tiempo. Se tumbó en la amplia cama de su silenciosa suite, mirando al techo, en un estado próximo al trance. Luego, se incorporó y, al llevarse los dedos a la cara, los notó húmedos.
El éxito es tan dulce, reflexionó. El éxito es embriagador, pensó. Algún tiempo atrás, al escribir la primera línea de su primera obra, fantaseó con la imagen de una larga cola en un acto de firma de libros. En esa cola, estaría ella esperando su turno pacientemente y se presentaría ante él con un ejemplar de su libro. Y él lo cogería entre sus manos sin reparar en su identidad. Pero la blancura de sus dedos, la forma en que se cruzaron con los suyos al hacerlo, le harían alzar la vista y descubrir sus ojos verdes mirándolo con una expresión que denotaría algo así como ‘no me dejes sola nunca más’. Entonces, el tomaría sus manos y la conduciría fuera del stand y de las multitudes, y ya nunca la abandonaría.
Pero ahora estaba claro que ella no formaría parte de ninguna cola de admiradores. De hecho, en su fuero interno, la percibía aún más lejana, más convencido aún de que todo habría sido como un sueño que acaso nunca hubiera sido realidad. Algo estaba haciendo mal. Entonces, tuvo que admitir que debería pagar por ella un precio mucho mayor del que había planeado. Pero, si no era el éxito ni el dinero, ¿cuál?
Más tarde, aquella misma noche, sentado en el centro de un círculo de ávidos seguidores, se disponía a leer su discurso habitual pero, súbitamente, dejó el folio sobre una silla y, dirigiéndose a su audiencia, dijo algo así:
«Habéis venido aquí para que os hable de historias y personajes. Pero todas esas historias y todos esos personajes ya no me pertenecen. Ahora habitan en cada uno de vosotros y no me queda más que mostraros lo que queda de mí. Y de mí mismo ya no queda mucho, porque todo cuanto he poseído ha desaparecido sin que yo siquiera lo haya notado, tan emborrachado como estaba de mi éxito. Soy un farsante. Os pido disculpas y os recomiendo que esta noche os empachéis de Stephen King antes de iros a la cama.»
Algunos asistentes rieron tímidamente lo que consideraron la sorna típica de un cínico engreído y genial autor de Best-sellers.
Pero entonces, se levanto, se abrochó con parsimonia los botones de su elegante chaqueta azul marino cortada a medida y atravesó la sala entre la mirada atónita de los presentes. Allí, sólo se podían oír sus pasos, y aun cuando ya llevaba un rato fuera, nadie se atrevía a mover un músculo, expectantes ante un posible retorno escénico. Pero no volvió. Desapareció, y lo hizo completamente de la vida pública a partir de aquel día. Vendió los derechos de todas sus obras y construyó un casa. Ésta, en la que ahora estamos. Luego, esperó aquí a la mujer de sus sueños, sabiendo que quizá ella nunca la habitaría. Y Un buen día, desapareció. Pero esta vez, del todo y para siempre.
—Entonces, ella, ¿nunca llegó a vivir en la casa que él hizo para ella?
—Como te dije, sólo una noche. Hace mucho.
—¿Y nunca más se supo de él?
—No. Al principio, algunos acreedores iban por el pueblo preguntando por él, pero poco a poco fueron escaseando y, luego, nada. Últimamente, vino una pareja japonesa buscando la casa. Le hicieron algunas fotografías desde el jardín y se fueron. Pero en realidad, nadie sabe nada. Algunos sostienen que se retiró a un lugar lejano. Durante los años siguientes, no faltaron quienes declararon haberlo visto en sitios tan dispares como Canadá, Nueva Zelanda o Etiopía. Pero yo creo que en realidad, nunca se fue de aquí. Creo que sigue muy cerca, esperando que ella vuelva para siempre.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—¿Puedes oler esos lirios?
—¡Sí!
—Eran las flores preferidas de ella porque le recordaban su primera comunión. Pues bien, aquí los veranos son sofocantes y tórridos y los inviernos son crudos, pero si cierras los ojos podrás olerlos en toda su fragancia en cualquier estación del año.
—Yo no lo necesito…
—Oh, es verdad, lo siento… Me he vuelto a dejar llevar por la historia. ¿Sabes? Creo que todos somos como marionetas al extremo de una cuerda. Mamá aprovechó su cara bonita para robarle el corazón, y él dejó que lo hiciera. ¿Por qué? Es un misterio, y no creo que jamás lo lleguemos a descubrir. Pero cuando eso sucede, cuando te topas con algo así, es una fuerza sobrenatural y no puedes hacer nada. Sólo puedes alzar los brazos, recorrer esa montaña rusa de emociones, esperar que todo salga bien… Y disfrutar del aroma de los lirios.
—Es una historia muy bonita. ¿Me cuentas otra?

* * *
Ilustración Mistaken Identity reproducida con permiso de su autor, Ken Wong.

Los escoceses Mogwai tienen predilección por largas composiciones pergeñadas con guitarras en torno a una melodía inicial. Cuando escuché su Take Me Somewhere Nice, el tercer tema de su tercer álbum, Rock Action, del 2001, pude ver paisajes de Árbol reflejados en la introspectiva y cansina voz de Stuart Braithwaite, su fundador.

Llegó con Árbol prácticamente escrito pero conteniendo en su primera estrofa una línea que bien pudiera formar parte de la narración, donde dice:

«Ghosts in the photograph never lied to me.»