Tengo un lado oscuro. No sé si otras personas lo tienen, pero yo lo tengo bien oscuro. Una vez, una funcionaria de prisiones de los Estados Unidos me dijo que todos llevamos dentro un perro blanco y un perro negro, y que ambos pugnan por dominar nuestras emociones. En otra ocasión, un profesor de un curso sobre habilidades directivas insistió mucho sobre controlar el mono que todos llevamos en nuestro interior. Y he pensado mucho sobre todo ello. No estoy seguro de que la maldad sea simplemente parte de un instinto primario, porque contiene trazos de sadismo que los animales, hasta donde yo sé, no muestran, y parece distintivo al género humano.
De lo que sí estoy seguro es que ese perro negro tiene que desaparecer porque no entiendo qué beneficios puede aportar a mi felicidad o la felicidad de las personas en la Tierra. Puede que tenga que ver con algún sentido de autoafirmación o incluso sea una expresión de nuestro miedo. Y la falta de empatía que suele atribuirse a los psicópatas tampoco lo explica, porque hace falta determinación, inteligencia y algo más que insensibilidad para cometer tantos horrores como comete el hombre.
He esbozado historias que recogen parte de esos horrores, supongo que para conjurarlos, pero luego no he tenido el coraje de publicarlos porque no quiero compartirlos contigo ni con nadie. Quiero que mueran y desaparezcan conmigo. Y son todas ellas historias reales. He seguido a una patrulla de Pantaneros motorizados hasta la Cota 1000 en torno a Caracas para recoger el cuerpo del ratero al que acaban de asesinar a sangre fría y que con orgullo atribuirán al compañero cuyas manos aún no están manchadas de sangre. Me he metido dentro del cerebro de uno de los dos hombres que van a ser decapitados con una sierra mecánica ante las cámaras mientras describe con total indiferencia su insignificante culpa. La sierra mecánica se avería tras la primera decapitación y se debe usar el cuchillo con el segundo que mantiene la mirada fija en algún punto del horizonte para no ver la escena, aunque el cuerpo decapitado de su compañero ya se ha reclinado sobre el suyo. Luego, he ayudado a descolgar el cuerpo sin vida de una mujer en un puente de la capital de México, liberada por unos falsos camaradas para ser más tarde asesinada como advertencia al cártel competidor, y he visto ascender colgada de una soga sujeta por una grúa a una mujer musulmana envuelta en su sudario negro entre una multitud enfervorizada al grito de Allah Akbar. He visto flotando en el rio el cuerpo desnudo de una mujer sin nombre cuyo asesino quedará impune. Su vientre y sus pechos son como odres hinchados que convierten su cuerpo en una balsa improvisada que ha quedado encajada en el cañaveral. Todo eso en un solo día. Y cada una de esas experiencias me ha dejado una marca de por vida que no podré borrar porque, por un capricho de la naturaleza, olvido todo menos el horror.
Por eso es posible que encuentres mi mundo sentimental e incomprensiblemente ajeno a la realidad del mundo, pero es una decisión meditada y consciente. No me interesan los escándalos políticos, ni los ajustes de cuentas, ni la crónica de sucesos. Y no se trata de un vano desapego. Es una medida defensiva. Todo mi mundo, y yo con él, desaparecíamos si alguna vez yo terminara por hacerme insensible al dolor ajeno. Quiero mantener mi capacidad de asombro, de indignación, de rabia, de infinita desesperación por si alguna vez tengo la oportunidad de cambiar algo y ahorrar una sola lágrima.
Porque esa sola lágrima no vertida, como tu sonrisa, habrá justificado una vida.