Foto Diego Rodríguez |
Seguramente, se trataba de un trotamundos al que el tren le pareció suficientemente tranquilo aquella mañana como para tumbarse a lo largo sin preocuparse de que alguien fuera a tropezar con él. O, simplemente, ya no podía con su alma después de una noche en cualquier rincón poco hospitalario. O quizá buscara seguridad.
A veces, cuando veo a gente en estas situaciones, pienso en sus padres. ¿Qué dirían si lo vieran durmiendo en pleno día en el suelo de un vagón? Quizá pensaran para qué tantos desvelos, para qué tanto cariño, tanto dinero gastado en educación si, al final, aquella promesa de futuro abogado, arquitecto o salvador de la humanidad se convierte en un apestoso y desarrapado homeless cuyo único contacto es un perro un poco menos apestoso y desarrapado.
En realidad, yo no sé que pensarían sus padres, o si les importará en absoluto. Pero, no deja de resultar inquietante la sospecha de que, quizá, no hayamos excluido al joven de nuestra sociedad, sino que nos haya excluido él de la suya. Me inquieta que sea yo, y no él, el apestoso y desarrapado sujeto pasivo.
Y ni siquiera tengo un leal perro que apoye en mí su cabeza.