martes, junio 01, 2010

Cadáveres del Everest

Hace unas semanas, se murió en el monte Annapurna un señor de por aquí, Tolo Calafat.

Debía tener una gran pasión por la montaña porque, no sólo dejaba su familia durante largas temporadas, sino que se costeaba del presupuesto familiar esas expediciones. Y en esas, había llegado a tutearse con los grandes del alpinismo mundial. Con el Quien es Quien del Himalayismo.

Pero un día, ya de vuelta de la cima de uno de los grandes, perdió las fuerzas. Sólo estaba a unos cientos de metros del campamento. Pero, por encima de los 7.600 metros, cuando tu corazón nunca baja de las 110 pulsaciones por minuto incluso en reposo, se le antojó que el campamento base quedaba más allá de lo que ya jamás podría caminar sobre la tierra. Y se dejó ir.

Estaba en manos de sus compañeros. Pero estos siguieron normas no escritas que dicen que si subes al monte es porque quieres, y quedaron en buscar algún otro que se ocupara del muerto. Bueno, en ese momento, este señor aún respiraba, aunque con dificultad. Pero era solo un trámite. La noche haría el resto.

Así que lo dejaron bien sentadito, por si acababa por ser una postura para la eternidad, y marcharon cuesta abajo. Era lo más sensato. Un tipo con lo que parecía un edema cerebral no puede ser arrastrado por dos tipos con principio de congelación a lo largo de un helado risco.

Además, sabían que abajo se encontrarían con otra expedición, y a su frente, a una escaladora experta y rica en medios y sherpas. Pero nada. Ni modo, como dicen en Sudamérica.

El tipo con edema cerebral se quedó donde estaba. Hizo una última llamada aquella noche. Algo esperpéntico que alguien a quien amas te llame desde un pico del Himalaya, entre interferencias electromagnéticas, para decirte que adiós, que se muere.

Luego todo fue confusión. Helicópteros que no podían despegar, pero informaban de haber divisado un cuerpo sin vida, sherpas que no sabían encontrar las coordenadas que el alpinista abandonado habría transmitido por radio, y una familia sumida en la inenarrable angustia de una espera impotente de noticias que se iban torciendo.

Algunos días después, decidieron que era mejor no subir a buscar su cuerpo. Era un bonito, y barato, homenaje a él, a su pasión por la montaña, y a la propia montaña que lo reclamó para sí. Y así es como este hombre se convirtió en otro cadáver del Annapurna.

Algo que revalorizará su valor ante los aventureros que cada año acuden a las faldas de sus seis picos atraídos por su terrible tasa de mortalidad. Dos de cada cinco hombres mueren en el intento.

Sí, he dicho hombres porque no creo que muchas mujeres se dejen atrapar por la Diosa de las Cosechas, como se llama a este monte en sánscrito.

Pero no siempre ha sido así. Ha habido hombres que han desafiado la ley de la montaña, y que han luchado por rescatar a sus compañeros caídos. Solo un par de años atrás, hasta quince alpinistas trataron denodadamente y durante más de 72 horas de salvar la vida de otro aventurero español, Iñaki Ochoa, en este mismo lugar. Sin éxito.

Alguien, algún día, tendrá que limpiar todos estos montes de tanta estupidez humana. Recolectar tantas botellas de oxigeno, tiendas, cadáveres.

Cadaveres que sirven de referencia a los nuevos e intrépidos aventureros. Cuerpos sin vida que reciben motes y que se acumulan en torrenteras y vaguadas, riscos y despeñaderos. Algunos, sentados como si hubieran encontrado la muerte hace algunas horas. Otros desfigurados por la acción de los elementos y las caidas.

Son los cadáveres del Annapurna, del Everest..