Mi tía Victoria soñaba con viajar a China.
Esa había sido la ilusión de toda su vida.
Pero vivía hacinada en un diminuto piso de El Carmel con su hija, su yerno y sus dos nietos.
Recuerdo que el comedor en el que nos recibían cuando íbamos a visitarlos era tan pequeño que apenas había sitio para moverse alrededor de la mesa circular que ocupaba su centro. Recuerdo también que el yerno era un grandullón muy culto porque trabajaba en un banco. Le gustaba ver tenis por televisión, mayormente para insultar a los jugadores en cuanto cometían un error.
Y yo no sé por qué, su hija, que ya superaba de largo la cincuentena, no la dejó jamás cumplir su sueño de viajar a China, pese a que disfrutaba anticipadamente de su pequeña herencia.
Cuando, muy mayor ya, murió, su cuerpo estaba tan encorvado por la artritis que tuvieron que enderezarlo a la fuerza antes de meterlo en el ataúd.
Luego, ante la mirada de un puñado de familiares, la caja fue a parar a un nicho sin nombre. Su hija se apresuró a gesticular fingiendo tomar nota del número grabado en la tapa de cemento con la que operarios circunspectos lo tapiaban, ‘para encargar una lápida’.
El piso del Carmel, afectado de aluminósis, fue derribado pocos años más tarde. No sé que fue de mi prima, ni de su marido, el del banco.
Sólo sé que mi tía Victoria se fué de este mundo sin viajar a China.