viernes, diciembre 13, 2024

Arena de la acrópolis en mis zapatos

Recuerdo poco de aquella Atenas de hace más de 40 años, en mi primer viaje a Grecia. Apenas el sabor de su deliciosa cocina mediterránea, ligera y natural. De la retsina, su áspero y antiquísimo vino blanco. Y de las escaleras de la acrópolis, peligrosamente resbaladizas, pulidas por tres mil años de pisadas.


En aquella época, aún quedaba lejos el turismo de masas y la venta de tickets por internet. Uno podía deambular sin muchos tropiezos por la colina coronada por vestigios de templos maltratados por cien guerras. Pero es la edad la que esta vez, en mi último viaje, me ha hecho comprender mejor la enormidad de su legado. 

Ni la democracia, ni la filosofía tenían en su origen griego el aspecto que hoy les conferimos. Ni siquiera sería posible hablar de lo griego o de Grecia en el sentido moderno del estado. Y sin embargo, nos vemos reflejados en muchos de sus valores, de sus mitos y de sus aspiraciones. Nuestro lenguaje está impregnado de palabras y conceptos que de forma nada disimulada nos ha legado como valiosa herencia. Hoy, Grecia es un país pequeño, casi irrelevante en el concierto internacional, aún resabiado por siglos de dominación musulmana. Pero los griegos son muy conscientes del valor de su cultura. Son orgullosos, y con razón. 

Esta vez pude disfrutar de una tranquila visita nocturna al nuevo museo arqueológico de la acrópolis, guiada por Sophia Baltzoi, una prometedora y brillante especialista en teatro griego, y  a la mañana siguiente a una algo menos tranquila visita guiada al Partenón. Y ahí, bajo el ardiente sol y fuertes vientos, es donde mis zapatos se cubrieron de polvo.

Ya de vuelta en Barcelona, me costó muchos días encontrar el valor para limpiarlos. Es que era arena milenaria. Arena del desierto africano. O arena que acaso alguna vez formara parte de alguna columna, de algún edificio por el que desfilaran Sócrates, Platón o Aristóteles. 

Y ahora son solo arena en mis zapatos.