lunes, noviembre 12, 2012

1945, La mujer perdida

A veces, resistimos sin saber por qué.
Quizá lo hagamos no por amor a nuestra propia vida, sino a las innumerables vidas aún por venir.



El Pierce Brothers Valhalla Memorial Park es un tranquilo cementerio situado en el valle al norte de Hollywood, casi en la cabecera de pista del aeropuerto Bob Hope, y muy cerca de los principales estudios cinematográficos del mundo.
Me pediste que lo visitáramos sin darme una razón, y yo obedecí sin exigírtela porque éste es tu viaje. Ya habíamos recorrido los amplios bulevares de Los Angeles, sus centros comerciales, sus suburbios, las playas de Malibu, y muchas otras cosas que apenas recuerdo.
Aquella soleada mañana estábamos completamente solos en aquel lugar y decidí seguirte en silencio a través de un mar de placas metálicas incrustadas en el césped. Se trataba del sector del cementerio dedicado a los veteranos de guerra.
En el cielo, el incesante tráfico del aeropuerto vecino insistía en tratar de devolvernos a la realidad; tú, sin embargo, absorta en tus pensamientos, parecías flotar muy lejos.
Nos detuvimos frente a una sencilla placa en el suelo con una inscripción sobre la que se había acumulado un poco de escarcha:

OREN WILLIAM HAGLUND
CALIFORNIA
CAPTAIN ARMY AIR FORCES
WORLD WAR II BSM-PH
NOV. 23, 1905 † SEPT. 15, 1972

Y te quedaste en silencio. Te dejé sola unos instantes y, a mi regreso, te inclinaste sobre la placa y te despediste. Volvimos al coche y conduje un buen rato, hasta dejar la ciudad a nuestras espaldas. Te pregunté si querías hablar, pero sabía que lo harías poco a poco, cuando te sintieras preparada, así que no insistí y tú te limitaste a sonreírme y a mirar el mar.
Pero luego, mientras caminábamos a lo largo de Point Dume —una de las playas más hermosas de Los Ángeles—, me giré hacia ti y con gesto alegre te dije, señalando algo en mi teléfono móvil:
—¡Eh, escucha esto! ¿Sabías que la escena final de la película El planeta de los simios se rodó aquí?
Pero no respondiste. En lugar de eso, te sentaste en la arena y me invitaste a hacerlo a tu lado. Lo hice, de nuevo, sin rechistar. Luego, durante un buen rato, me hablaste por primera vez de Lore, tu abuela. Quizá fingiera un interés educado al principio, pero pronto me sentí cautivado por la historia y por todo lo que representaba para nosotros dos.
De vuelta en Barcelona, decidí investigar más a fondo.
Supe que, tras el derrumbe del III Reich y la Alemania nazi en mayo de 1945, y en represalia por la anexión de su territorio por Hitler, unos dos millones y medio de personas de etnia germana —llamados Alemanes de los Sudetes— fueron deportados por las nuevas autoridades checoslovacas desde sus hogares en Bohemia hacia Alemania y otros puntos. La deportación continuó hasta 1948, respetando sólo a quienes se hubieran distinguido por su lucha contra el fascismo, fueran cruciales para la industria, o estuvieran casados con un checo étnico.
Pero si la venganza con los civiles de sangre germana fue terrible, con aquellas personas que, de una u otra forma, hubieran colaborado con los invasores adquirió una ferocidad que tiñó de rojo la primavera de la liberación.
Mientras estábamos sentados en la arena de aquella playa, recordabas como Lore solía hablarte sobre muchas cosas pero jamás mencionaba nada relativo a su juventud. Un día, sin embargo, siendo ya muy mayor y viéndote a ti convertida en toda una mujer, decidió contarte una verdad que había mantenido oculta incluso para sí misma durante demasiado tiempo.
Lore te contó, por ejemplo, cómo se presentó voluntaria para convertirse en Helferin —asistente femenina de la Luftwaffe— con otras jóvenes pertenecientes a la orgullosa BDM nazi —la Liga de Jóvenes Alemanas— de Jutta Rüdiger, y cómo fue trasladada a un centro de adiestramiento para la lucha antiaérea en Rendsburg, cerca de Kiel. Allí conoció a Emi Huller, una niña de buena familia que pronto encontró en la vital y fuerte Lore su compañera ideal. Ambas fueron seleccionadas para cursar practicas en Stolpmünde, un hermoso puerto del mar Báltico a unos quinientos kilómetros al este, y lejos del rigor de la guerra.
Con muchas otras Helferinnen aprendió a manejar aparatos electrónicos y ópticos para la detección de aviones enemigos. Así, en Año Nuevo de 1945, Lore y sus compañeras de dormitorio fueron asignadas a un centro de defensa antiaérea aun en construcción en Praga, el SS Flak Alarm Abteilung Prag. Lore se alegró mucho de ser, por fin, destinada al servicio activo y escribió a sus padres con la noticia. Sin embargo, los partes de guerra eran cada vez más preocupantes. Antes de partir, se retiraron todos los permisos. Aquel año no hubo navidades.
El holocausto trata sobre 6 millones de personas que fueron asesinadas. La Lista de Schindler va de 600 que no lo fueron.

Stanley Kubrick
La Segunda Guerra Mundial trata sobre 60 millones de personas que fueron asesinadas.
1945, La mujer perdida va sobre alguien extraviado su último día.
Cuando Lore y Emi llegaron por fin a Praga, se encontraron con otras Jugendhelferinnen holandesas ansiosas por entrar en acción. Durante las siguientes semanas, su adiestramiento dejó de limitarse a al manejo de instrumentos de detección para abarcar todo tipo de armas —incluidos cañones antiaéreos— una vez que todos los hombres útiles habían caido o sido enviados al frente occidental.
La situación de las dos jóvenes helferinnen empeoraba rápidamente a medida que la revuelta checa contra la ocupación nazi iba ganando en virulencia, y el cuartel en el que vivían pronto se encontró sometido al fuego constante de los francotiradores. La declaración de Praga como Lazarettstadt, prohibiendo la entrada de soldados en la ciudad, abocó al grupo de mujeres al peligro cierto de ser masacradas por las milicias checas o por las tropas rusas que se encontraban ya en los alrededores de la capital.
A principios de mayo, Keitel —que tras el suicidio de Hitler había conservado el rango de mariscal de campo en el gobierno provisional del almirante Dönitz— había ordenado licenciar a todas las mujeres de las fuerzas armadas alemanas para evitar que fueran hechas prisioneras de guerra. Y en Praga, el alto mando alemán anunciaba que ahogaría en sangre cualquier levantamiento. Pero ya era demasiado tarde. El día 6 de mayo, la radio de Praga repetía sin cesar su mensaje en clave para el levantamiento: «Son las seis en punto». Los enfrentamientos en la capital entre las fuerzas de la Wehrmacht y los insurgentes tuvieron una violencia extraordinaria y duraron varios días, pero terminaron súbitamente cuando los aliados anticomunistas rusos —hasta aquel momento a las órdenes de Hitler— decidieron cambiar de bando para tratar de entregarse a los americanos, ignorando que el reparto del país entre Stalin y Roosevelt impedía la llegada a la capital de los yankies. Y, cuando lo comprendieron, trataron de alcanzar las líneas americanas que se habían detenido a medio camino entre Praga y la vecina Pilsen.
También parte del regimiento Deutschland estacionado al este de Praga, cerca del aeropuerto Ruzyne, trató de alcanzar las líneas americanas. Sin embargo, sólo unos pocos lo consiguieron. La mayoría, muchachos alemanes y estonios, fueron asesinados por rusos o partisanos en lo que los supervivientes luego calificaron como el infierno checo.
Por fortuna para Lore y Emi, un regimiento de la división Panzer Das Reich consiguió llegar hasta la ciudad y pudo ayudarles a escapar escoltadas por soldados para unirse a grupos de refugiados alemanes —civiles y militares— en un convoy de más de mil vehículos en dirección a Pilsen al anochecer del 7 de mayo.
Aquella debió ser la noche más larga para las dos jóvenes mujeres.
Se movieron rápidamente a través de campos y pueblos para mantenerse lejos de los rusos hasta que, a primera hora de la mañana, cerca de Rokycany, se toparon con soldados en motocicleta  de la segunda división de infantería de los Estados Unidos. Eso significaba que quizá escaparían por poco a los rusos, pero luego estaban los partisanos, los propios checos. Eran conscientes de se encontraban en las horas finales de las Segunda Guerra Mundial en Europa, pero también de que los crímenes que se habían cometido durante los años de ocupación podrían pasarles factura en cualquier momento, con o sin alto el fuego.
Lore y Emi estaban tan exhaustas que se sentaron al borde de la carretera con un grupo de soldados alemanes para descansar y calentarse un poco. Sin darse cuenta, se encontraron solos en aquel lugar, rodeados de curiosos que les observaban hablando en checo y sin atreverse a acercarse hasta que una campesina se aproximó al grupo y les escupió. Lore sabía lo que eso significaba y trató de huir, pero inmediatamente se vio atrapada bajo una terrible lluvia de golpes. La gente utilizaba cualquier cosa que encontrara a mano; palas; palos; aperos. Lore, horrorizada, pudo ver cómo daban caza a sus compañeros uno a uno y les golpeaban salvajemente hasta matarlos.
A Emi y a ella les reservaron una suerte distinta: la arrastraron hasta un pajar cercano y después, ocultos a la vista de los demás, las arrojaron violentamente al suelo. Emi, sabiendo lo que iba a pasar, se despidió de su amiga incitando al grupo de hombres para que se vengaran primero en ella, de forma que Lore tuviera al menos una oportunidad. Con la cara anegada en sangre y llanto, Lore escapó escuchando a su espalda los gritos desgarradores de Emi, que excitaban aún más las ansas de venganza de sus captores.
Lore apenas recordaba nada de lo que pasó a continuación, excepto que corrió como nunca antes lo había hecho, sin saber en qué dirección dirigirse. Sin embargo, como suele suceder cuando nos dejamos llevar por el pánico, Lore había corrido en círculo y fue a caer directamente sobre sus perseguidores. Exhausta, sola y dolorida, sin poder abrir un ojo izquierdo en el que había recibido un fuerte golpe, miró a la turba que ya la había acorralado, y tras ellos, semioculto bajo unos fardos de paja, atisbó el cuerpo de Emi, inmóvil. Pensó en llorar, pero determinó que ya apenas tenía tiempo para nada excepto, acaso, recordar aquel lejano verano de 1943 en el que, en un establo como éste, Lore descubrió el amor. Aunque luego había sido una idiota —cayó en la cuenta— tratando de seguir a Stephan y alistándose en la Luftwaffe con la lejana esperanza de encontrarlo de nuevo. Jamás volvió a verlo.
Y ahora estaba allí, con su mejor amiga muerta y ella misma a punto de seguir su suerte.
El sol se encontraba en lo alto, y Lore no tenía manera de saberlo, pero a las 12 en punto de ese martes 8 de mayo de 1945 la Segunda Guerra Mundial había terminado en Europa.
Lore te contó como, en ese preciso instante en el que se resignaba a su suerte, escuchó ruido de motores, y cómo sus perseguidores, al oírlos, se desvanecieron sin dejar rastro. Un jeep se detuvo de un frenazo a su altura, y un hombre alto, moreno y corpulento, de unos cuarenta años, con un fino bigotito, que parecía estar consultando un mapa, la miró de arriba abajo con expresión de sorpresa.
Evidentemente, se había equivocado en el desvío a Ejpovice.
No se trataba de un joven combatiente de primera línea, pero tampoco parecía un oficial de alto rango. El hombre le preguntó algo señalando el mapa en un idioma que Lore no supo precisar. Estaba tan aterrada que apenas podía mover los labios cuando comprendió que el recién llegado se acababa de hacer cargo de la situación al ver asomar las piernas de Emi y la estaba invitando a subir al vehículo con apremiante indiferencia, mientras el conductor del jeep buscaba su pistola. Aquellos hombres no se atreverían a atacar soldados norteamericanos a los que debían en parte su liberación, pero tampoco dejarían escapar fácilmente su presa.
Así que inmediatamente se pusieron marcha y abandonaron el lugar. La brisa de la mañana acariciaba el rostro de Lore mientras el jeep evitaba de vez en cuando pequeñas columnas de prisioneros. Se encontraba profundamente inmersa en una especie de shock post traumático y apenas pestañeaba pese al brillante sol que iluminaba su cara.
Al cabo de un tiempo, pararon a un lado de la carretera para reunirse con otros soldados norteamericanos.
Lore descendió del vehículo, ausente y silenciosa. No deseaba unirse a ningún grupo. El hombre le sonreía con sumo cuidado, como si lo estuviera haciendo a una gacela salvaje y temiera ahuyentarla. Ella nunca había visto una sonrisa así pero, consternada y confusa como estaba, huía su mirada porque se sentía culpable de seguir viva mientras el cuerpo de su pequeña amiga Emi, a la que consideraba caprichosa y mimada, permanecía solo en aquel pajar después de haber entregado su vida para permitirle a ella conservar la suya en un acto de absurdo altruismo. Cuando finalmente se decidió a mirarle, le sorprendió ver una insignia en su brazo representando la cabeza de un jefe indio.
—You are very beautiful —recordaba cómo le piropeó el hombre; pero ella se sobresaltó al verse apuntada con una cámara de cine—. Schöne, you are schöne... —rectificó el hombre.
—Amerikaner? —replicó ella de forma casi inaudible y señalando la cabeza de indio. Sin duda se trataba de alguien relacionado con la industria del cine, pensó.
—Yeah! Hollywood, Hollywood! —respondió jovial, encantado de haber encontrado un terreno común con aquella criatura que le parecía salida de otro mundo.
—Clark Gable? —el cámara soltó una risotada, sorprendido de que incluso allí conocieran al viejo Gabe—. Of course. He is a soldier, too —continuó—. Chocolate... ? — le entregó una chocolatina— but keep it to yourself —con gestos le pidió que la guardara para evitar que se lo robaran los niños y, en pago por el dulce, se puso inmediatamente a filmarla sin pedirle permiso.
Pero ella no se ofendió. Obedeciéndole sin rechistar, como había sido adiestrada, Lore se movía sin embargo desafiante ante la cámara con la elegancia y la inquietud de un felino enjaulado. Entonces, la muchacha sacó de algún bolsillo oculto en sus pantalones una pequeña libreta con algunos billetes de 100 coronas, algo de escaso valor y que había pasado desapercibido a sus atacantes, y se los mostró al americano.
—Pilsen, Pilsen! Bitte, prosím! Russische Soldaten, nein! —repetía desesperada en una mezcla de alemán y checo. El americano ignoró su oferta, sin parar de filmarla, guiándola con sus brazos como un director de cine a su actriz.
—Now come to me. Don’t be afraid, baby..., you SS daughter of a bitch...
Pero ella no respondió. Su expresión cambiaba a cada momento, como si gruesos nubarrones de tormenta cubrieran su mente, atravesados de vez en cuando por rayos de sol. Al cámara le costaba trabajo interpretarla, y sin duda su aspecto físico no tendría la menor posibilidad en el mundo del espectáculo, pero aún así se sentía fascinado por aquella pequeña criatura de aspecto altivo y al mismo tiempo frágil. Sus pantalones reglamentarios, keilhosen, ya casi no tenían botones. Llevaba los tirantes colgando, y su pelo sucio y su camiseta negra le conferían el aspecto ridículo de un little tramp.
Entonces, ella apartó su melena rubia formando un pequeño tirabuzón sobre su frente. Es curioso —reflexionó el americano— como una mujer puede, aun sometida a esta tragedia, mostrar signos de coqueta feminidad. Pero finalmente ella ocultó su rostro entre sus manos al ver rechazado su pequeño soborno y quizá su esperanza de supervivencia. Por fin, se apiadó de ella. Le dio un paño húmedo que ella rápidamente se aplicó en el ojo izquierdo y dejó que se reuniera con otros refugiados al borde del camino hasta la llegada de la columna de soldados desde Myto.
Al llegar el momento de la separación, el hombre le entregó una pequeña moneda de un centavo. Ella miró la moneda, confusa, y se la devolvió. Pero él, de alguna forma, consiguió hacerle entender que se trataba de un gesto amistoso para desearle buena suerte y, observando que tenía una fuerte contusión en la mano derecha de la que no se quejaba, pudo cerrar el puño de su izquierda en torno a la pequeña moneda.
A continuación, ambos se despidieron. Bueno..., realmente el hombre se limitó a verla subirse a un camión con otros prisioneros. Ella recuerda que no se volvió, pero en un gesto inesperado, y que sin duda él no pudo descifrar, acarició brevemente su mano con su derecha mientras se alejaba, aunque eso le representó un dolor enorme.
Lore fue entonces trasladada a uno de los siete campos de refugiados en las proximidades de Rokycany. En el trayecto, su corazón dio un vuelco cuando su vehículo atravesó el pueblo donde habían sido muertos sus compañeros. Le sorprendió ver también los cuerpos de dos hombres rodeados de lugareños. Le dijeron a Lore que un soldado los había matado mientras estaban violando a dos mujeres. Propaganda. Durante las siguientes semanas vivieron al raso, sin techo alguno, ya que en aquel campo sólo había algunas tiendas. Y tampoco había mucho que comer; a veces, nada en absoluto. Pese a que podía sentirse afortunada por estar viva, la vida era aun extremadamente dura. Sólo en el campo en el que se encontraba se produjeron durante aquellos días dos violaciones por soldados norteamericanos.
Luego fue trasladada hasta un acuartelamiento en Praga donde permaneció durante semanas. Finalmente, recibió el ansiado Ok de los americanos para volver a Alemania. Fue transportada a Múnich y desde allí buscó a sus padres. Luego, se casó y tuvo dos hijos. Una de ellos, Ula, tu madre, nacida en 1962, se licenció en medicina y te tuvo a ti, Emi —bautizada así por petición expresa aunque nunca justificada de Lore—, y a tus dos hermanas.
Pero aquel breve encuentro en aquella carretera cerca de Rokycany quedó registrado en unas cintas de película que terminaron archivadas y acumulando polvo en Washington durante décadas hasta que algunas cadenas de televisión escogieron precisamente la aparición de Lore en numerosos documentales sobre la guerra como quintaesencial representación del dolor y desorientación de un pueblo vencido. Grupos de historiadores —profesionales y aficionados— se abocaron a la tarea de identificar a la misteriosa mujer, comparándola con la famosa niña afgana de National Geographic. Sin embargo, nadie en tu familia quiso vulnerar el derecho de Lore a su intimidad, ni siquiera tras su fallecimiento en Munich los 82 años.
Mucho más sencillo resultó para los investigadores identificar al hombre que filmó la escena. Resultó ser Oren William Haglund, un aspirante a guionista y ayudante de dirección que en 1942 pasó a formar parte de una unidad dedicada a la elaboración de películas propagandísticas y educativas para el ejercito norteamericano, la First Motion Picture Unit. La contribución de Oren no se limitó a blandir la cámara, sino que también sirvió como instructor de defensa personal en los lujosos acuartelamientos de Hollywood en los que se fraguó la creación de la unidad. Entre sus ilustres colaboradores se encontraban personajes como Frank Capra o Clark Gable, del que se decía era la estrella favorita de Adolf Hitler y con el que Oren guardaba un cierto parecido.
Pero, a pesar de las numerosas distinciones acumuladas en su hoja de servicio, Oren era un colaborador de menor entidad, y volvió discretamente a Estados Unidos después de tener el raro honor de asistir —igualmente de forma accidental— al desfile de la victoria junto a las tropas rusas en Praga que se celebró al día siguiente de su encuentro con Lore. Pocos meses después, se licenció del servicio activo para retomar su modesta carrera cinematográfica.
Antes de la guerra, se había casado con Priscilla Lane, una actriz y cantante que había adquirido cierta notoriedad, ¡pero fue abandonado al día siguiente! Después de eso, Oren nunca volvió a casarse. Tampoco alcanzó éxito en la industria del cine, aunque tanto en la First Motion Picture Unit como la vida civil trabajó al lado de gente como Ronald Reagan —futuro presidente de los Estados Unidos— y, por añadidura, que yo sepa, jamás volvió a encontrarse con Lore. Finalmente, a la edad de 66 años, solo y sin un dólar en el bolsillo, falleció en San Bernardino, California, sufragando una asociación de veteranos parte de los gastos del sepelio.
A veces, mirándote, me pregunto qué habría pasado sin el sacrificio de aquella chica... o si aquel hombre no hubiera decidido tomar aquel desvío. Quizá, mientras vivió, Oren pensó que todo había sido en vano. Que su vida entera no sirvió para nada. Pero en aquel pequeño gesto —aunque él siempre lo ignoró—, salvó una vida. En realidad, ambos salvaron innumerables vidas. A veces, pienso... sin ella, sin él... tú no estarías aquí conmigo. Y yo sin tí... no sería yo.
—¿Qué pusiste en la tumba de ese hombre... ? —recuerdo haber preguntado cuando nos levantamos de aquella playa en California, sacudiéndonos la arena.
—Un centavo. Mi abuela Lore le prometió devolvérselo.



La historia de Lost German Girl (LGG) me impresionó como a muchos cuando accidentalmente, me topé con ella en Youtube.

Escribí esta ficción utilizando hechos reales, en especial los contenidos en el libro de Jutta Rüdiger, Zur Problematik von Soldatinnen, y apoyándola con un vídeo que compuse reordenando y recortando fragmentos de la célebre filmación de Oren W. Haglund que se encuentra en la colección de Steven Spielberg, y a la que he añadido el tema Maria, the Poet (1913) pertenecientente a Memoryhouse, el primer álbum en solitario del berlinés Max Richter.

Ni siquiera después de haber recorrido todos y cada uno de sus fotogramas con precisión quirúrgica innumerables veces para escribir esta historia, he conseguido superar el desasosiego que me invadió la primera vez que vi a esta mujer —de la que hoy no sabemos, y quizá jamás sepamos, nada—, y sólo puedo desearle, como al resto del elenco, que haya encontrado de una u otra forma, por fin, la paz.